El engaño ha sido, en este caso, preciso, exacto y altamente rentable. La crisis económica ha cambiado el concepto mismo de crisis o el de precariedad, pues ahora se habla y se conoce una realidad subterránea que para muchos y muchas siempre ha estado más que presente. Lo que en unos casos se convierte en exceso de realidad, se convierte, en otros muchos, en mayor conciencia o atisbo de ella, pues seguimos confundiendo los límites de exclusión social y pobreza al igual que confundimos clase media con alta, burguesía o clase obrera. Nunca se había dado el caso hasta ahora, el de aquellos que toman estos conceptos como salvavidas o motivo de inclusión: ningún pobre ha manifestado su orgullo de clase cuando de toda la vida esto ha sido motivo de vergüenza o aniquilación. Sucede ahora que todos y todas parecen pertenecer a una realidad que ni tan siquiera han vivido o conocido en parte alguna de su crecimiento individual o colectivo, niñez o edad adulta. La precariedad se manifiesta curiosamente como nexo de unión o batalla colectiva, pero más bien de discurso más que de hecho. No es miedo, es cobardía y también falta de conciencia o consciencia. A través de esta confusión endémica han sabido convencernos de casi todo, también de la labor mágica de la creatividad y del emprendimiento, convirtiendo a una clase sin conciencia de clase ni lugar, en cultura emprendedora que alimenta aún más el engranaje capitalista y mucho menos de lo que creemos la imaginación y el ingenio. ¿Cómo ha ocurrido esto? Las evidencias son claras.
El estado ha convertido a esos jóvenes (y no tan jóvenes) en una masa poco crítica pero obediente, fácil de convencer con el caramelo de su potencial oculto. En cierto modo nos ha comprado con sus halagos de forma zalamera, pero, según parece, no demasiado evidente ante el éxito de su sibilino y eficaz modus operandi. Era necesario dotar a toda una generación o a la juventud (cuya edad alcanza los cincuenta sin problema alguno) de una cierta ilusión óptica u oasis en el que encajar sus esperanzas perdidas y también su talento. Qué mejor forma de convencerles y convencernos de que todos y todas podemos crear nuestro propio modo de vida: otorgar falsa libertad tensando más la cuerda de nuestras muñecas. Es así como, lejos de convertirnos en emprendedores o emprendedoras, nos hemos convertido en simples objetos o medios de recaudación del Estado.
Hablemos de realidades. Autónomos y autónomas que pagan una cuota superior a sus propios ingresos, que pagan impuestos y rinden cuentas con una precisión y exactitud cuya rentabilidad queda en evidencia por la ganancia del Estado y el agujero en sus bolsillos. Objetos altamente preciados pues no enferman ni protestan porque no hay posibilidad de hacerlo, encerrados en un margen de acción nulo y en una rueda en la que han de continuar para seguir viviendo (pagar, para seguir trabajando). Es, probablemente, junto al precariado, la clase social más perfecta creada para mantener un estado de bienestar de unos pocos y pocas que se alzan sobre nuestras cabezas, trabajo y esfuerzo. Y también sobre nuestra inmovilidad. He aquí el poder real de la creatividad y no el que nos han contado. La creatividad que ellos han sabido hacernos creer nuestra, es la que han sabido desarrollar con la habilidad de la cigarra, la astucia del zorro y la paciencia de una araña en cuya tela hemos quedado atrapados: en una puerta giratoria que, a diferencia de la de aquellos que viven en el piso de arriba, nos conduce al sitio exacto en el que estamos.
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