Entre Fruittis y Aurones: creciendo en la España animada de D’Ocon Productions
Mi generación, la llamada «X», fue probablemente la última en la que absolutamente todos los niños jugaban al fútbol en la calle, pintarrajeaban las aceras con tiza, llamaban a los timbres de los portales para después salir corriendo, bajaban muchos domingos al ultramarinos con el envase vacío de la gaseosa y tomaban un refresco de cola cuando les dolía la barriga. Exceptuando a algunos pocos afortunados, los niños prepokemon no tenían consolas portátiles y cuando iban al parque iban a jugar, es decir, a rasparse las rodillas y a abrirse la cabeza contra columpios, balancines y toboganes de hierro.
Alimentábamos la imaginación con lo que teníamos a mano. Hacíamos espadas de ramas y pelotas de botellas de plástico, nos colábamos «de aventura» en edificios o solares abandonados y, si era necesario, antes de caer en el aburrimiento nos tirábamos piedras. Heredábamos tentes, clics, madelmans y soldados verdes de plástico; por cinco pesetas cambiábamos en el quiosco don mickeys, mortadelos y zipizapes y los leíamos y releíamos hasta que se les caían las páginas. Engullíamos el bocadillo de la merienda al llegar de la escuela y volvíamos a bajar a la calle en cuanto sonaba el timbre de casa a la voz de «soy Manolín, ¿puede bajar Pepín a jugar?». Apenas encendíamos la tele entre semana, pero los sábados desayunábamos pan con mantequilla y cacao viendo La Bola de Cristal o Cajón Desastre. En aquellos años un Supermiriafiori negro nos parecía El Coche Fantástico y «Emilio Aragón era un tronco que molaba mogollón».
Entre mortadela con aceitunas, tigretones y trisquis, rara vez nos perdíamos las escasas horas de programación infantil que emitía la televisión pública. Tal vez alguno de ustedes no lo sepa, pero antes del asalto japonés y estadounidense que copó el mercado de series de animación para niños en nuestro país, existió un hombre capaz de crear varios programas que marcarían nuestra infancia. Si nació usted entre los setenta y los ochenta, seguramente recuerde alguna de sus series con cariño. Entre la programación de fin de semana que incluía a He-Man y Dragones y mazmorras, después de Los Snorkles y el telediario pero antes del aburrido Se ha escrito un crimen, comenzó a emitirse Los Aurones, la primera producción nacional de la desaparecida D’Ocon Films Productions. Corría el año 1987.
Antoni D’Ocon, nacido en Barcelona en 1958, ya tenía muy claro a los siete años que su futuro profesional iba a estar vinculado con el cine y la televisión, tanto que una década más tarde se metió de lleno en el sector audiovisual, produciendo y dirigiendo su primera película, que él mismo se encargó de distribuir. Tras una etapa compaginando trabajos de actor y realizador independiente, en 1976, con apenas diecinueve años decidió crear D’Ocon Films Productions, donde realizaría diversos cortometrajes y películas de ficción en catalán entre las que destacaron La màgia a Catalunya (1983) y La noticia dàhir (1984).
Tres años después, un sábado a las tres y media de la tarde, el hombre del tiempo de la primera dio paso al primer capítulo de la nueva serie ideada por José Luis Viciana y el productor y director de la misma, Antoni D’Ocon. Era la primera vez que veíamos en nuestra pantalla a Los Aurones, un proyecto en que llevaban trabajando más de dos años.
Los aurones eran una tribu habitante de un mundo de fantasía con tecnología y vestimenta típica de la Edad Media, desconocedores del valor del oro para el resto del mundo. De hecho, ellos usaban el que tenían para fabricar utensilios domésticos y de labranza. El incapaz Gallofa, súbdito del malvado Rey Grog, trazaba una serie de planes para arrebatar el oro de los pacíficos campesinos y Tejo y su hermano Yuca, jóvenes aurones, se dedicaban a desbaratarlos con la ayuda de la princesa Iris y el dragón Poti-Poti.
Solo contó con veintisiete capítulos de aproximadamente media hora y, a pesar de dejar de emitirse en mayo de 1988 y tener tan corta vida, dejó grabada a fuego en el imaginario infantil la sintonía de entrada de cada programa, y la comercialización de productos de la serie la sobrevivió varios años en forma de cómics, álbumes de cromos, muñecos y galletas de los personajes.
Después del breve éxito de la pionera serie de marionetas y acompañado de nuevo por José Luis Viciana, D’Ocon se embarcó en un hasta el momento inexplorado campo de la animación. En colaboración con varios exalumnos de Diseño de la Universidad de Grenoble, ideó el D’Oc Animation System, desarrollando el primer programa informático de digitalización y coloración de imágenes en ocho bits, que serviría para crear Los Fruittis, el primer éxito internacional de la productora catalana, visionado en La 1 por primera vez el treinta de septiembre de 1990.
Tras la amenaza de erupción del cráter de un volcán en que se ubica una aldea habitada por frutas, verduras y legumbres antropomorfas, andantes y hablantes, los exploradores Pincho, Gazpacho y Mochilo salen en busca de una nueva isla a la que trasladar su civilización, encontrándose a la niña Kumba en el camino. En cada episodio tendrán que enfrentarse al pirata Alcachofo, al malvado científico Monus o a su esbirro Gorilón, resolviendo las situaciones adversas con colaboración mutua y amistad. Una vez más, D’Ocon acertó de pleno con la elección de la sintonía musical, compuesta por Josep Roig.
Tras noventa y un episodios, la serie finalizó el veintiuno de junio de 1992, aunque las reposiciones en La 2 y en diversos canales autonómicos fueron habituales y periódicas. Simultáneamente a la conclusión de Los Fruittis, D’Ocon Films ya estaba preparando su tercer lanzamiento nacional y comenzaba a tener gran prestigio en Europa y en Estados Unidos, donde la patente del sistema D’Oc Animation System comenzaba a dar beneficios gracias a la versatilidad del programa, que se iba alejando de la animación tradicional para dar paso a una nueva era de producción industrial. Sus siguientes proyectos fueron Basket Fever, Delfy y sus amigos, Sylvan y Scruff, ya contando con la coproducción de grandes cadenas internacionales como BBC, TF1, Sony o Fox, entre muchas más.
Unos años después, en mayo de 2009, D’Ocon Films Productions presenta voluntariamente un concurso de acreedores. Mantenía desde 2002 un litigio con Radio Televisión Española, a quien reclamaba el pago de cuarenta y nueve millones de euros por incumplimiento de contrato y por la emisión sin consentimiento de reposiciones del programa infantil TPH Club, donde conocimos al reivindicativo Súper Eñe. En el informe concursal remitido al juez, la productora describía haber incurrido en diez millones de euros de pérdidas desde el año 2000. Acosados por la reducción de encargos debido a la competencia japonesa y estadounidense, la carga de trabajo de la empresa comenzó a dedicarse casi exclusivamente a canales autonómicos. Tras un primer expediente de regulación de empleo en 2007 e incapaces de superar el concurso de acreedores, cuatro años más tarde la pionera productora inició la liquidación de bienes para echar el cierre a principios de 2012, cediendo los derechos de explotación de sus series a la también catalana Motion Pictures.
Recuerdo, en el patio de la escuela, jugar a ser Tejo y lanzar rayos que convertían a mis enemigos en repollos y calabazas, junto con Iris la voladora (una niña pegando brincos) y algún compañero que repartía cabezazos durante todo el recreo al grito de «¡Poti-Poti ñam ñam!». Visto desde la distancia, más de veinticinco años después, puedo vislumbrar el mensaje oculto tras aquellas ingenuas series infantiles. Antoni D’Ocon contribuyó a dar a los niños de la época las primeras ideas de ecologismo, a inculcar la necesidad de proteger la tierra, el entorno y el medio ambiente por encima de ambiciones materiales. Reforzó en cada capítulo el concepto de amistad y solidaridad a través de unos personajes que unidos podían superar la adversidad. No fue el único, por supuesto, pero sí un imprescindible colaborador en la forja de la imaginación de este que les escribe y quizá también de las suyas.
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