Entrevista Pablo Batalla: «estamos entrando en un momento incipientemente revolucionario; las fuerzas que van a competir en él todavía están configurándose»
Pablo Batalla publica su cuarto libro en poco más de un lustro y como con casi todos los anteriores viene a LaSoga para hablarnos de su último trabajo: La ira azul. El sueño milenario de la revolución repasa las revoluciones que ya fueron y trata también de imaginar las que vendrán. Entre tanto, la charla con el autor pasa inevitablemente por un presente lleno de incertidumbre y dominado por la contrarrevolución neoliberal, que quizá tiene poco de contra… y mucho de revolución.
Nuevo libro y otra vez tiene título, subtítulo y otros dos entretítulos para cada una de sus dos partes ¿Qué pasa? ¿Por qué pones tantos títulos, Pablo?
Bueno, esta vez solo puse dos (risas). Dos partes y dos títulos, ambos de Benjamin. El primero es Una única catástrofe que va acumulando incansablemente, ruina tras ruina. El segundo, Nada de lo que alguna vez ha acontecido debe darse para la historia por perdido. Walter Benjamin es un pensador que está muy presente a todo lo largo del libro. Casi en la segunda o la tercera página ya aparece esa imagen preciosa del ángel de la historia. En el cuadro de Klee sale un ángel que mira fijamente a quien observa el cuadro; lo que dice Benjamin es que el ángel de la historia está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros vemos una cadena de acontecimientos, él ve una única gran catástrofe que va acumulando incansablemente ruina tras ruina. Al ángel le gustaría abalanzarse sobre esas ruinas, levantar a los muertos y ponerse a reconstruir lo destrozado. Pero un vendaval sopla desde el paraíso, se enredan sus alas, lo impulsa lejos de esa ruina, de esa catástrofe, le impide ponerse a reconstruirla y lo impulsa hacia el futuro. Pero hacia un futuro que no ve, porque él está observando en todo momento el pasado. Él no ve el futuro hacia el cual ese vendaval lo está impulsando. Y ese vendaval, decía Benjamin, es lo que nosotros llamamos progreso.
La primera parte del libro está más orientada hacia el pasado, hacia la historia pasada de las revoluciones y sus sucesivos fracasos. Hasta llegar a ese momento de los años 90 en que cae el muro de Berlín. El muro de Berlín, a lo mejor lo podemos hablarlo después, se cae sobre sus dos lados, no solo sobre el soviético. Se cae también sobre la izquierda occidental, socialdemócrata, etc. O sea, al final hay un momento ahí de fin de las utopías, de cansancio utópico, de fatiga utópica, de todo no salió mal. Todo lo que intentamos en la edad contemporánea salió mal. La revolución es imposible, etc. La primera parte está más orientada hacia el pasado. Y luego la segunda está más orientada hacia el futuro. Y ahí cojo otra cita de Benjamin en la que él dice eso. Nada de lo que alguna vez ha sucedido se debe dar para la historia por pedido. O sea, la historia, el pasado. El pasado no pasa, sino que se acumula. Y de esa acumulación, que es el pasado, tú siempre puedes rescatar algo y volver a darle nueva vida siglos después de que se haya muerto. O sea, siempre se puede revivir el pasado.
En la primera parte, le das mucho peso al germen de la modernidad y señalas que los atributos de la diosa razón son la escuadra y el cartabón. Me llama la atención que mencionas a Kant como ejemplo luminoso de esa razón y también a Sade como su reverso tenebroso. Vienes a insinuar, de algún modo, que en la luz de la Ilustración ya había una promesa de oscuridad…
Sí, a todo el largo del libro le doy mucha importancia a la tecnología. Toda gran revolución, todo gran momento revolucionario de la historia, al final está vinculado de una manera u otra a una gran nueva tecnología emblemática que abre nuevas posibilidades, que no solo son nuevas posibilidades económicas, sino que también estimula la imaginación política. Se inventa la máquina de vapor, por ejemplo, en el siglo XVIII. ¿Y la máquina de vapor qué hace? La máquina de vapor es una fuente de obtención de energía que funciona 24-7 mientras tengas carbón. Ya no dependes del caudal de los ríos, que varía; de la fuerza de los caballos, que tienen que descansar; del viento que puede soplar o no soplar… Sino que tienes una fuente de obtención de energía permanente que funciona 24-7, cuesta arriba y cuesta abajo, allá donde la pongas. No dependes de sitios concretos donde hay una fuente natural de energía. Eso, al final estimula también una imaginación política.
El siglo XVIII es también la época en la que se perfeccionan muchísimo los relojes. Eso estimula una imaginación religiosa. Empieza a imaginarse a Dios como el gran relojero del universo, que diseña el universo y le da cuerda, pero luego se desentiende. Y lo de la máquina de vapor al final se traslada a una imaginación política que dice podemos diseñar un Estado, un régimen, un sistema en el cual la máquina de vapor puede funcionar. Podemos diseñar un estado, un régimen, un sistema en el cual haya unas pocas leyes fijas que funcionen 24-7, que funcionen para todos y que ya no dependerían del capricho del rey sol. Igual que ya no dependemos del sol para obtener energía, tampoco dependemos del capricho del rey sol. Podemos hacer un Estado-máquina al que con unas pocas y sencillas leyes se le dé cuerda, eche a andar, funcione y todo lo demás.
Las revoluciones liberales organizan Estados-máquina. Hay una obsesión por racionalizar. En el libro digo que, así como en los cuadros de santos de la Edad Media, de la Edad Moderna, identificabas a cada santo por un objeto y sabías que el que llevaba una llave en la mano era San Pedro, el que llevaba una capa cortada era San Martín de Tours… la diosa Razón, que es la diosa de la contemporaneidad, se la identifica con la escuadra y el cartabón porque hay esa obsesión por racionalizar. Que en el extremo es todo este rollo de los departamentos franceses: vamos a dividir el país en departamentos exactamente de la misma extensión, que pasen por completo de las fronteras tradicionales, de los reinos medievales y demás, que lleven nombres de ríos, que lleven nombres de cabos, que lleven nombres de montañas, que ya no tengan nombres que remitan a un reino anterior. Eso aquí en España lo intenta hacer José Bonaparte y por motivos obvios no lo lleva a cabo, porque al final se le expulsa. Pero hay por ahí el mapa de lo que ellos pretendían hacer: Asturias se convertía en río Nalón y había otro departamento que era cabo de la Nao, había otro departamento que era tal… O sea, accidentes geográficos. El Estado Liberal es un juego de engranajes que forman provincias, que forman regiones, que forman el país.
Y también es lo del catastro parcelario, que también lo cito en el libro, tomándolo de un libro monumental de Juan Pro, que se llama La construcción del Estado en España. El catastro como la culminación de ese Estado máquina, que en España se pone en marcha a partir del año 1906 y que es la obsesión por que cada parcela esté perfectamente delimitada, tenga un dueño, un dueño claro, que puede ser el Estado, puede ser un particular… Pero tiene que tener un dueño, claro. Y hay una obsesión también, una preocupación por que la suma de la superficie de las parcelas sea exactamente la de la provincia, etc. Esa obsesión por que todo sea un juego perfecto de engranajes.
Y sí, ahí aparece esa figura que mencionas del marqués de Sade, aquella promesa de estandarización un poco turbia y de explotación tenebrosa que también iba implícita en la razón. Yo lo leí por primera vez en Ana Carrasco Conde, que la cito bastante, también en algún libro de Rüdiger Safranski; aunque de esto había hablado también en su momento Adorno, gente así, que hablan de la modernidad como una especie de río doble y paralelo, de un Tigris y un Éufrates que corren paralelamente. La cabecera de uno de esos cauces es Kant y del otro es Sade. Kant es el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral en mi interior, o sea, una ley universal, etc., el interés por racionalizar, etc. Y Sade es lo mismo, pero con el infierno. O sea, Kant quiere crear en la Tierra un paraíso mecánico, un paraíso perfectamente bien ordenado como un reloj, y Sade quiere lo mismo, pero con el infierno. En las orgías de Sade no vas a ir a hacer lo que te salga del nabo, en función de lo que te vaya pareciendo en cada momento, sino que hay leyes, hay normas. Ahora vamos a hacer esto, ahora vamos a hacer esto, ahora vamos a hacer esto, lo vamos a hacer a tal hora, no va a quedar un solo agujero por utilizar, por llenar, no va a quedar una sola perversión sin hacer; porque si dejas a la gente a su libro albedrío habría posibilidades que quedarían desaprovechadas, pero si tú pones leyes en las orgías, vas a conseguir llegar al máximo nivel de depravación, uno al que no llegas si dejas a la gente a su libro albedrío. Si organizamos a la gente, a la gente que participa en esas orgías, vamos a conseguir, que eso también es muy una cosa de la modernidad, despertar y aprovechar hasta la última gota todas las energías que tiene el hombre dentro. Así que vamos a poner leyes y vamos a organizarlo todo perfectamente para que no quede perversión sin llevar a cabo. Al final, en Sade hay racionalidad también, hay una racionalidad perversa, pero la hay, igual que la hay en los nazis. También se puede conectar a Sade con los nazis, que son el peor horror que haya ocurrido en la historia, pero en los campos de exterminio había organización, vaya si la había. Era una cosa industrial, burocratizada, muy bien organizada, etc. Y eso es la modernidad también. De todo esto se dieron cuenta también los reaccionarios.
De repente, parece que empezamos a entender a los reaccionarios, que empezamos a mirarlos como a los enemigos de nuestros enemigos. Recuerdo aquel artículo de Jorge Dioni en laU, Del fuero a la República (el surco del carlismo)… ¿De qué se dieron cuenta aquellos apologistas del virgencita que me quede como estoy?
Sí… toda aquella gente que gritaba ¡vivan las caenas! al paso del carruaje de Fernando VII, ¿no? Y que lo gritaba porque cuando Fernando VII, en sus peregrinajes por toda España, entendió muy bien y muy tempranamente la importancia de que la monarquía en la época contemporánea se diese baños de masas, viajase por el país, se dejase conocer, etc. O sea, eso ya son intuiciones modernas, ¿no? Cuando el carruaje de Fernando VII entraba en una ciudad, había una gente que corría a desenganchar los caballos y tirar ella del carruaje y gritaba vivan las caenas… Y la interpretación tradicional es: esta gente era imbécil, ¿no? Porque tenemos la idea de la correlación entre revolución y contrarrevolución, como si la revolución la hiciera el pueblo y la contrarrevolución la hicieran las élites, ¿no? Al final, no es así. Hay élites y pueblo en los dos lados. Y hubo pueblo, pues eso, que gritó vivan las caenas, que se sumó a movimientos como el carlismo en España o como la insurrección de la Vendée en Francia, como el Brigantaggio en Nápoles, que se organiza contra la unificación italiana. ¿Por qué hay pueblo ahí? ¿Por qué luchan contra su propia libertad? Contra esta libertad maravillosa que viene a traer la revolución… Son imbéciles, ¿o qué les pasa?
Pues seguramente no fueran imbéciles, sino que se dan cuenta de que, por ejemplo, con la desamortización que emprende el Estado liberal, pues sí, se ponían a la venta las tierras de la Iglesia, pero también se ponían a la venta los pastos comunales. Y de ellos dependía el sustento de la gente. Los enclosures obligaban a la gente a abandonar el campo, a fluir a las ciudades, a llenar las nuevas fábricas de la Revolución industrial donde se explotaba a la gente como sabemos que se la explotaba: niños trabajadores, jornadas de 12 horas, etc. Todo lo que nos cuenta la literatura de aquella época. Al final, hay una comprensión temprana y certera, por parte de mucha gente, de que con la revolución liberal podías ganar o perder como pueblo que eras. Y te podías acabar alzando por el rey, por Dios o por la patria y el rey como se alzaban los carlistas, pero no necesariamente idealizando al rey ni venerándolo, sino simplemente porque… pues a lo mejor porque llevabas toda la puta vida luchando contra el rey, organizando revueltas contra el orden establecido, pero de repente llega un nuevo orden realmente existente que tú te das cuenta de que es peor que el que tienes y ante esa dicotomía dices: pues virgencita, virgencita, voy a alzarme por el rey, por ese rey al que no idealizo pero que es la encarnación de ese orden que es mejor que el orden nuevo que viene. Alzándome por él le voy a exigir compensaciones por mi sacrificio, que eso también es importante: no te alzas simplemente por mantener inquebrantable, incólume, el Antiguo Régimen sino por un régimen que derrote al nuevo pero que después se organice de una nueva manera, de otra manera en la que tú tengas más derechos, más prebendas, más privilegios.
Cito una anécdota ahí muy guapa, precisamente del Brigantaggio en Nápoles: en un momento dado, los brigantes apresaron a un abogado de Nápoles que intentó liberarse diciéndoles que «joder, si yo soy partidario de los Borbones como vosotros, yo estoy en contra de la unificación italiana como vosotros». Y este jefe brigante, Cipriani La Gala, le dice: «tú que eres abogado, que tienes estudios, que eres un tipo listo, ¿te crees que luchamos por el gilipollas de Fernando II?» Al final sí, levantamos el estandarte del rey por tener un banderín de enganche, algo que nos una, un símbolo que anime nuestra lucha, pero no idealizamos para nada al gilipollas del rey. Si lo llevas a un terreno actual, puede ser lo que nos llevó a algunos en las últimas elecciones a votar a Pedro Sánchez. No idealizo para nada al puto PSOE de los cojones, pero en este momento concreto Pedro Sánchez encarna un virgencita que me quede como estoy mejor que la revolución ultraderechista y nazi que viene, que vemos venir en el horizonte. Si nos alzamos por Pedro Sánchez, ese rey moderno, también podemos conseguir compensaciones de Pedro Sánchez. Al final, el Pedro Sánchez que es presidente gracias a esa izquierda tradicionalmente anti-PSOE que lo vota pues ya no es el Pedro Sánchez estilo Matteo Renzi y Justin Trudeau que salía a dar mítines con una bandera gigante de España detrás, con su mujer del brazo como si fuera la primera dama; es un Pedro Sánchez que, al haber recibido esa ayuda, también está obligado a hacer cosas como ser el presidente occidental que más valientemente está hablando contra la invasión israelí de Gaza. Nos alzamos por el rey y el rey nos compensa a cambio con concesiones. Esta lógica también se dio en el pasado y hay que entenderla también, hay que entender a ese pueblo que decía: hostia, cuidado que yo no quiero que me privaticen los pastos comunales.
Hablando de Pedro Sánchez… avancemos hacia la otra gran revolución de tu libro, la comunista (risas), aquella que marcó el mundo, si no con su hegemonía, sí con su derrota. Una revolución o serie de revoluciones que en muchos casos tuvieron un mesiánico.
Siempre me ha interesado mucho el fondo religioso de la revolución, de los grandes movimientos de la Edad Contemporánea, que al final son religiones de sustitución la Edad Contemporánea. La religión tradicional se va retrayendo, pero eso deja de alguna manera un hueco en el alma del ser humano; como me decía una vez el historiador Javier Fernández Conde, un tío de izquierdas, pero cura, medievalista y uno de los mayores expertos en la historia del reino de Asturias, me decía (no sé si citando a otra persona, yo lo conocí por él) que el hombre está troquelado por la esperanza. Una frase muy guapa que, al final, nos indica como la religión es parte de nuestra antropología. Y cuando una religión desaparece, cuando expulsas a una religión por la puerta, entra otra por la ventana y nos da un nuevo repertorio de dioses, de profetas, de textos sagrados, de herejes, de rituales, de rutinas, de peregrinajes, de cosmovisiones… De formas de entender el mundo. Y eso, evidentísimamente, pasa con el socialismo, con el anarquismo, con el movimiento obrero en general y lo detectas por todas partes.
Cuando muere Pablo Iglesias, por ejemplo, el Pablo Iglesias original…
Cuidado…
Nos referimos al anterior (risas). Cuando muere Pablo Iglesias hay toda una literatura en la prensa socialista española del momento: se nos muere el apóstol de la clase obrera. Hay toda una retórica ahí que es eminentemente religiosa: la manifestación sustituye a la procesión; los obreros salen en procesión de Pablo Iglesias, de esos apóstoles nuevos; hay un calendario de fiestas revolucionarias en el año; el primero de mayo es la fiesta más sagrada; una persona como la Pasionaria, pasando ya del PSOE al PC, con un nombre que tiene connotaciones de la Semana Santa… De hecho, ella de joven había querido ser, creo que se había llegado a plantear ser, monja. De familia carlista, ella, luego cuando pasa por la cárcel durante la República y ayuda a practicar abortos a otras presas, lo llama fabricar ángeles. Al final de su vida, su padre asegura que ella volvió a la fe y que hablaba mucho de eso en los últimos años de su vida, de reconciliarse en la paz de Cristo. En fin, todo ese fondo religioso está muy presente en el movimiento comunista internacional. De alguna manera, Moscú era el nuevo Vaticano y el PCUS era la nueva Curia. Si el PCUS, de la noche a la mañana, daba una orden, eso cambiaba a todo el movimiento comunista mundial. Por ejemplo, en los años 80, en España, Ignacio Gallego promueve una escisión prosoviética y ortodoxa del PC y funda el PCPE. Pero de repente entra Gorbachov y cambia al delegado encargado de las relaciones internacionales con otros partidos comunistas y ese nuevo delegado da la orden de volver a reagruparse (antes habían dado la orden de crear esas escisiones ortodoxas y prosoviéticas). Ahora se da la orden de reagruparse otra vez y de la noche a la mañana Ignacio Gallego pasa a abogar por reintegrarse con el PC. Es decir, hay una obediencia a esa orden que ha dado la Curia Vaticana. Los congresos son concilios: el XX Congreso es un congreso que es como un terremoto en el movimiento comunista mundial, como lo fue el Concilio Vaticano Segundo para la Iglesia. Hay una concepción de fe, de iglesia: tenemos unos dioses, tenemos unos textos sagrados, tenemos unas liturgias…
Yo diserto mucho sobre ello en el libro porque es algo que me interesa mucho. Cito también algunos de los primeros bolcheviques en Rusia, memorias que ellos escribían: como contaban que descubrir a la clase obrera, descubrir el proletariado y descubrir la revolución había sido para ellos como la caída del caballo de San Pablo camino de Damasco. Hay uno por ahí que decía que la vieja fe se vio sustituida. Incluso lo explicitaban así: la vieja fe se vio sustituida por una nueva fe. Ese proletariado que algún día se alzaría y redimiría la humanidad no deja de ser una refacción de la segunda venida de Cristo… Hay toda una traspolación, se cree en la posibilidad de construir un paraíso en la tierra como antes se había creído en la posibilidad de conquistar un paraíso en el más allá.
En el libro también incluyes testimonios de gente que incidía en eso de que, en aquel momento, cualquier cosa era posible, que había esa posibilidad creadora, transformadora, que se encarnaba precisamente porque sus protagonistas realmente creían en ella. Era una visión colectiva, que verdaderamente se compartía.
Hay una frase muy guapa de Luis Aragón, muy en línea con esto que dices: «Cuidado con el periodo que viene, este mundo se está resquebrajando. Contiene algún principio de negación ignorado, cruje. Seguid el humo que se eleva, el latigazo de los espectros en medio del universo burgués. Un relámpago está incubado bajo los sombreros hongos. Hay realmente diablura en el aire». Verdaderamente se creía que se estaba a las puertas de una transformación radical profunda y definitiva de la humanidad, de conquistar la justicia universal y demás. Hoy nos resulta inimaginable porque estamos en un momento… Fracasamos en todo, todas las utopías fracasaron: fracasó la URSS, pero también la utopía anarquista; fracasó la utopía decolonial, que en algún momento vino a sustituir a esas, previas, porque vimos que esos países del Tercer Mundo, liberados, acababan sumidos en guerras civiles horribles, en despotismos aberrantes. Fracasó todo.
Los traumas de tantos fracasos tuvieron ecos en la historia. Algunos que aparecen en el libro son verdaderamente curiosos… sin embargo, abogas por superarlos de una vez por todas. ¿Cómo podría ser eso posible?
En el contexto de las revoluciones anticomunistas de los años 80 en Europa del Este, eso, que no dejó de ser una revolución, adoptó varias formas: fusiló a los Ceausescu en Rumanía, fue sindical en Polonia, fue de terciopelo en Checoslovaquia, etc. Adoptó varias formas, pero al final eso no dejó de ser una revolución que tumbó un régimen o incluso una civilización, porque el Homo Sovieticus fue una civilización. Y hubo un momento muy curioso, lo cuenta Karl Schlegel, en el que los antisoviéticos, los anticomunistas, efectivamente adoptaban maneras muy afectadas de cortesía conservadora tradicional: abrir la puerta a las señoras, quitarse el sombrero, tratarse de usted… Frente a la cortesía revolucionaria y comunista del tratarse de tú, del «salud camarada» trataron de recuperar un sentido de la jerarquía. No eran reaccionarios tipo Solzhenitsyn que lanzaran filípicas contra el comunismo pero también contra ese Occidente depravado; Solzhenitsyn lo que tiene en la cabeza es una vuelta al antiguo régimen que esta gente no concibe. Lo que quieren es equipararse a un Occidente que tienen idealizado, pero adoptan de manera histriónica esas formas conservadoras de cortesía como por subrayar su distancia con el régimen anterior. Las revoluciones también necesitan eso: necesitan como rituales y códigos y cortesías propias que subrayen la distancia de la gente que participa en ellas contra el régimen que se propone tumbar.
Entonces, sí, fracasaron todas las utopías que intentamos y nos podemos preguntar: ¿debemos entonces abandonar el sueño utópico, el sueño de cambiar el mundo, de organizar el mundo bajo un sistema de fraternidad y de justicia social? Pues no se trata de si debemos o no sino de que no podemos. Es algo que yo intento transmitir también en el libro, por eso me remonto a revueltas y a revoluciones medievales, rompiendo un poco también esa dicotomía acompañando a pensadores como Thompson, como Hill, etcétera. Porque tenemos la idea de que hasta la Edad Contemporánea había revueltas, había espasmos de descontento, revueltas que podían ser muy violentas, en las que se podía entrar en un castillo y matar al noble que hubiera adentro, pero que eran incapaces de imaginarse un sistema radicalmente distinto, en última instancia, y que quizás por eso fracasaban. Creíamos que el Antiguo Régimen tenía revueltas, revueltas que eran espasmos de descontento, incapaces de imaginarse un mundo completamente distinto y que es en la Edad Contemporánea cuando llegan las revoluciones modernas, que ya son serias porque tienen la capacidad científica de imaginarse un mundo radicalmente distinto. Con esa distinción empiezan a romper marxistas británicos como Christopher Hill, como Thompson…
Thompson hablaba de la inmensa condescendencia de la posteridad para con eso que llamó revueltas del Antiguo Régimen. Si uno lee bien las fuentes, ve que con esas revueltas medievales tipo los comuneros de Castilla, los Ciompi en Florencia, la rebelión de Wat Tyler en Gran Bretaña… en parte, hay un problema con ellas. Y es que todas las revoluciones son al menos dos: hay la revolución prudente de unas élites que se suman a ese momento rebelde por miedo a que los desborde, por conveniencia o porque esperan obtener una ganancia prudente de ella, una reforma del sistema que les beneficie, pero que en última instancia pues se pueda parar a tiempo y todo cambie para que todo siga igual; y luego está la otra revolución, que siempre está ahí y es la revolución popular, radical, democrática, que es capaz de imaginarse un mundo incluso sin dioses. Si uno lee esas revueltas medievales, ve una imaginación radical y emancipatoria brutal. Cuando aquel líder de la rebelión de Wat Tyler en Gran Bretaña en el siglo XIV decía: «cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿quién era el gentilhombre? ¿quién era el caballero?» Al final, no deja de estar transmitiendo la imaginación de un mundo sin caballeros, de un mundo sin nobleza, un mundo de igualdad radical. Y encuentras también, por ejemplo, apelaciones al amor libre. Todo está ya en esas revoluciones medievales. El hombre siempre fue capaz de imaginarse un mundo radicalmente distinto y radicalmente igualitario. El problema es que lo que suele pasar es que la revolución es derrotada o, a veces, que la que gana es la otra, la vía reformista, que usa la popularidad radical mientras le conviene, pero luego la deja tirada. Y también pasa que las fuentes que nos quedan son de los que pueden escribir, que son esos nobles, esas élites que se suman a la revolución. El pueblo no escribe sus vivencias de la revolución y entonces hay un sobredimensionamiento de las memorias y de los relatos de lo que pasó en esa parte elitista de la rebelión.
La idea que yo intento transmitir en el libro es que el ser humano siempre fue capaz de imaginarse un mundo radicalmente distinto y todas esas revueltas medievales que hoy podemos despreciar como meros espasmos de descontento, torpes e incapaces, sí que eran capaces; sí que había una imaginación radical tan profunda como la de las revoluciones supuestamente serias de la contemporaneidad. Y por otra parte también sucedía lo inverso, es decir, que esas revoluciones serias de la contemporaneidad que se imaginan científicas, como comentaba antes, no dejan de estar preñadas de un profundo sentido religioso y milenarista. Esa teleología marxista de las contradicciones internas del capitalismo que, de manera natural y sin que nosotros las empujemos, acabarán con el capitalismo, conforman un marxismo vulgar. Un marxismo que no es precisamente el de Marx, porque el propio Marx decía «yo no soy marxista». Tomaba distancias con respecto a ese marxismo que, ya digo, era vulgar, simplificaba sus textos. Lo que ocurre es que, indudablemente, el marxismo vulgar tiene mucho éxito y tiene esa idea de la teleología, de que las contradicciones internas del capitalismo conducirán de manera natural y casi mecánica, en el futuro, al socialismo. Eso, al final no deja de ser una esperanza milenarista y religiosa, supone decir «está escrito que». Nos decía que algún día llegará esto, sin necesidad de que nosotros nos preocupemos de conquistarlo. Entonces, ni las revoluciones del Antiguo Régimen eran tan poco serias, ni las modernas son tan serias; sino que hay un mismo río, un flujo ininterrumpido desde la noche de los tiempos, un río rebelde decía Bloch, que desde la noche de los tiempos está constantemente reinventando sus formas, pero siendo en esencia el mismo.
Así que, aunque saliéramos de la caída del muro de Berlín con ese cansancio utópico y esa fatiga utópica que comentábamos antes, será inevitable y lo está siendo ya, que acaben desarrollándose nuevas utopías y nuevos momentos de afán revolucionario. Porque va en nuestra naturaleza, el hombre está troquelado por esa esperanza.
Describes el 68 como la quiebra de todas las autoridades al mismo tiempo. Luego se perdió el faro que suponía la URSS y, ahora, no sabemos muy bien por dónde nos vienen. Sabemos distinguir algunos problemas, como el climático, pero en cuanto a las soluciones…
Lo del cambio climático es muy interesante porque las revoluciones atlánticas que fundan nuestra era, la Revolución Francesa, la Americana, coinciden con un momento duro climáticamente, con un mínimo de la pequeña Edad del hielo, de esa pequeña Edad del hielo que empieza a finales de la Edad Media y se termina a mediados del siglo XIX. Fue un periodo geológico del planeta Tierra inusualmente frío donde las temperaturas bajan… no sé si 2 ó 3 grados y pasan cosas que hoy nos resultan inimaginables, como que se congele el Támesis con frecuencia y se organicen ferias encima; o que se congelen el mar en el puerto de Marsella y el Ebro en España. Es decir, pasaron cosas que hoy son inimaginables. Fue una época excepcionalmente fría y que coincidió con momentos revolucionarios: con la reforma protestante, con la guerra de los campesinos de Alemania, etcétera, al principio; con las revoluciones atlánticas y las revoluciones de mediados del siglo XIX, más adelante. Hay una coincidencia ahí que al final es muy evidente: hace más frío, de repente eso arruina las cosechas, eso genera hambre, eso genera enfermedad, eso genera subidas de impuestos, eso genera ira en el pueblo, en ese pueblo que encima ve que la nobleza se entrega a una vida de derroche… Hay un momento dado en el que en Francia hay, antes de la Revolución Francesa, diez o quince años antes, una llamada Guerra de las harinas: sube el precio de la harina y eso genera revueltas y el pueblo, de repente, ve que la harina que a él le falta y que es muy cara, los aristócratas la usan para empolvarse las pelucas. Luego empiezan a circular bulos, como lo de que María Antonieta dijo «pues que coman pasteles». Empezaron a circular los bulos, que también tienen un papel importante en las revoluciones… Y ya podemos empezar a pensar en esa revolución ultraderechista, en esa revolución posmofascista contra el Estado del bienestar y los derechos civiles conquistados en los últimos doscientos años, que está ya produciéndose, y en el papel que tienen también los bulos en ella.
Estamos entrando en un momento incipientemente revolucionario, en el que todavía están configurándose de una manera como muy magmática las fuerzas que van a competir en él, pero que indudablemente va a tener mucho que ver con el cambio climático. Si las revoluciones atlánticas tuvieron que ver con una pequeña Edad del hielo, esto va a tener que ver con una pequeña Edad del fuego en la que ya están subiendo las temperaturas. Y eso ya está generando estragos: grandes incendios en Grecia de los que se culpa a los inmigrantes; crisis de cosechas, agravadas por la ineficiencia del Estado, que generan la Guerra Civil siria, que a su vez genera otras guerras y otros problemas en la zona… Hay un efecto dominó de cosas que pasan y que nos están hablando de eso, de que nos acercamos a una crisis terminal de un mundo, de un orden y nos acercamos a un momento revolucionario que creará un mundo distinto al de la edad de la que venimos. La competencia que atraviesa la última era es esa competencia entre capitalismo y socialismo por aferrar el timón, por dirigir las riendas del desarrollo, del control de esas fuerzas productivas que abren un mundo de nuevas posibilidades inéditas para el ser humano. La pugna por controlar el timón del desarrollo va a convertirse en la pugna por controlar el timón del decrecimiento. Como dice Yayo Herrero, el decrecimiento no es una opción. Vamos a decrecer sí o sí y lo que podemos discutir es si lo hacemos de manera igualitaria, justa, socialista o fascista; si hay una pequeña élite que acapara los menguantes recursos y condena al exterminio a la mayoría o si hacemos un reparto equitativo de esos recursos menguantes para que nadie se quede atrás. Nuestros estándares de vida mermarán, bajarán, las posibilidades que nos abrió la Edad contemporánea de veranear en Tailandia y de comer kiwis cultivados en Nueva Zelanda que llegan en avión, etcétera, desaparecerán, pero puede haber un reparto igualitario de esos recursos menguantes.
En la pugna de la nueva era va a tener su papel el ecofascismo, del que ya vemos manifestaciones. Cuando uno ve una serie como El cuento de la criada, te sobrecoge lo realista que puede llegar a ser; te dices «esto, verdaderamente, puede pasar», parece a veces una profecía del futuro. El ecofascismo en Grecia culpa a los inmigrantes de perpetrar los incendios y con eso justifica pogromos. Por otro lado, aparecerá alguna forma de ecosocialismo.
En el libro bromeo en un momento dado con que los dos modelos de régimen del futuro van a ser la Cuba del Periodo especial, en el caso del ecosocialismo, y la España autárquica del primer Franquismo en el caso del ecofascismo. En ambos casos hubo una escasez brutal y brusca, drástica, de recursos; pero en un caso también hubo un reparto más o menos equitativo de esos menguantes recursos que hace que el régimen, de hecho, no caiga. No cae por eso: porque en Cuba, en los años 90, la gente lo pasa muy mal, pero se mantiene una igualdad; y el otro caso pues es el del Franquismo: los ganadores de una guerra repartiéndose el botín y teniendo esclavos, literalmente. En ese primer Franquismo hubo esclavismo literal: hubo esclavos puestos a hacer grandes obras públicas como si fueran esclavos egipcios haciendo las pirámides. Los modelos van a ser ese y alguno como el de Cuba en el Periodo especial, que es la expresión de una revolución fracasada en el primer paradigma, el paradigma del desarrollo; de una revolución que es incapaz de dar de comer a sus habitantes, que al final trabaja un cierto reparto equitativo de la escasez. De hecho, hay estudios que dicen que, aunque la gente en Cuba vivió ese periodo como un enorme trauma y lo recuerda como una época de hambre, realmente los cubanos estaban alimentados al nivel saludable que marcan las estadísticas de la OMS. No lo cito en el libro porque lo leí por alguna parte, pero luego no fui capaz de encontrar la referencia y no quería citar de oídas… Lo que sucedió es que se venía de una cierta abundancia gracias al comercio con la URSS, que de golpe se cae, y la reducción drástica de lo que tú podías comer se vivió, obviamente, como hambre, como escasez y como un momento horrible. Pero lo cierto es que la expresión de una revolución fracasada en el paradigma del desarrollo va a ser la expresión de una revolución exitosa en el paradigma del decrecimiento. Se van a dar estos cambios de paradigma. Esa Cuba que es capaz de organizar la escasez de una manera igualitaria va a ser el ejemplo a seguir: su desarrollo de técnicas muy imaginativas de bioagricultura, de aprovechamiento de los recursos propios y demás, va a ser un modelo a seguir en el futuro. Con esto no estoy defendiendo a la Cuba del Período especial, simplemente estoy diciendo que se van a dar esas paradojas. O sea que una revolución fracasada en un contexto va a pasar a ser un reservorio de experiencias a leer y a imitar para encarar el futuro. Para ser capaces de oponer alguna forma de revolución ecosocialista a esa revolución ecofascista que ya vemos anunciarse en el horizonte.
Mientras se buscan los ingredientes del ecofascismo, en el otro fuego se cocinan movimientos y personajes que romantizan la hermandad de la fábrica y el mono azul, olvidando que los obreros trabajaban para que sus hijos no tuvieran que serlo…
Tú yo somos los dos de Gijón, de una tierra paradigma de la reconversión industrial, de la desindustrialización, de 40 años de crisis galopante. Somos del lugar que tuvo y no sé si sigue teniendo menos natalidad en todo el mundo, junto con, no sé, Macao y Cerdeña o algo así. Y claro, conocemos bien lo que es esa nostalgia de la sociedad industrial perdida, de un mundo en el que había un horizonte de estabilidad para todos los habitantes de esas comarcas industriales: los padres mineros tenían hijos mineros y nietos mineros; sabías que la mina siempre estaba ahí para ti, para trabajar en ella; que determinadas fábricas emblemáticas, como la de galletas de Aguilar de Campoo o los astilleros en Gijón vertebraban todo a su alrededor. Lo mismo pasaba con Arcelor, las plantas siderúrgicas, etcétera. Eran empresas capaces de dar trabajo por sí mismas, más allá de las industrias auxiliares: había bares en los que comían y bebían esos obreros, tiendas en las que compraban… En Asturias, la electricidad llegó a las Cuencas mineras antes que a ningún otro sitio para sustentar la actividad minera; esos lugares fueron los primeros en tener cine, porque ya que tenías la electricidad podías montar el cine. Es decir, la mina o estas industrias emblemáticas generaban todo un mundo, toda una economía, toda una sociedad a su alrededor. Y al final, como cantaban los mineros del Pozo Fondón, los mineros del Fondón todos lleven boina con un letreru que diz todo sal de la mina. Eso, claro desaparece y de repente ese horizonte de estabilidad y esa vida, esa vida arreglada, predecible, organizada, que se había tenido en estas comarcas, de repente se va a la mierda. Y eso genera nostalgia.
Pero a la vez es curioso que la genere. No hay más que leer un libro como La aldea perdida de Armando Palacio Valdés, que yo cito en el libro. Armando Palacio Valdés escribe esta novela en 1903 ó 1902. Va sobre la industrialización del Valle de Laviana, sobre cómo llega la mina a un valle que él dice que había sido bucólico, precioso y hermoso, donde el rocío despertaba por la mañana y el tañir de campanas de la Iglesia marcaba las horas y todo el mundo sabía su lugar y todo el mundo tenía un lugar y la vida ordenada, era predecible, cada uno tenía su hueco, todo estaba organizado. Y de repente llegó la industria a desordenarlo todo, a joder el paisaje, a contaminar el paisaje, a destrozar ese paraíso arcádico que ese valle había sido, a traer gente nueva al valle, gente que son blasfemos, que profieren blasfemias, que erizan los cabellos. Frente a los pobres campesinos, a los que pinta como ángeles con madreñas, como dice Noemí Sabugal, sitúa a los trabajadores que llegan con costumbres disolventes, que ya no van a misa, que no creen en Dios, ¡que se cagan en Dios! Asturias llegó a ser tierra de misión para algunas órdenes religiosas, eso también lo cita en el libro: un Salesiano me parece que era, que llega a Asturias en los años 50 y se horroriza de aquí blasfema todo el mundo, «blasfeman hasta los guajes, aprenden a blasfemar desde que aprenden a hablar. Hay una labor de recristianización que hay que hacer aquí porque esta gente son herejes perdidos para la fe a los que hay que reconquistar». Todo eso horroriza Armando Palacio Valdés como un desorden que llega a quebrar un orden que él idealiza porque… indudablemente, el orden de esa sociedad agrícola preindustrial no era ideal para nada. Allí también lucha de clases, había dinámicas de explotación, había horrores, había una Inquisición que vigilaba las conciencias y los comportamientos, etcétera.
Hoy pasa lo mismo con la sociedad industrial: se idealiza esa sociedad industrial porque llegó un orden nuevo a desordenarla con blasfemias, con abandonos de la fe. Igual que Armando Palacio Valdés idealizaba el tañir de campanas que ordenaba la vida en la sociedad agrícola, esta nostalgia industrial idealiza el tañir de turullos, el turullo que marcaba los turnos en la industria, en las minas y demás, porque también ordenaba la vida y a su alrededor había una fe revolucionaria. Es un poco, de nuevo, lo que hablábamos antes del fondo religioso de la revolución: el movimiento obrero tenía un calendario de fiestas; estaba la sede del sindicato, que era como la parroquia; la casa del pueblo, a la que ibas no solamente a hacer labores políticas o sindicales, porque también tenía bar y biblioteca. Había una organización y una ordenación de la vida en torno a una fe y una forma de trabajo que, de repente, se lleva por delante un tsunami que lo arrasa todo. Y ahora no hay certezas, no hay horizontes, no hay estabilidad: hay precariedad, todo es incomprensible. Estamos en un sálvese quien puedan en el que ya no hay una fe que organiza la vida, sino que cada cual tiene su propia fe y ahí surge una nostalgia que olvida muchas cosas, igual que la de Armando Palacio Valdés: olvida la contaminación, olvida el machismo, olvida la dureza del trabajo minero, del trabajo en esas industrias, olvida los accidentes laborales, olvida las muertes, olvida la silicosis y efectivamente olvida que la gente que vivía en ella lo que quería era que sus hijos escaparan de allí.
Los mineros que tenían hijos, generalmente lo que querían era que sus hijos estudiaran y escaparan de allí. Ahí cito ese poema precioso, en asturiano, de Alejandro Fernández Osorio, en el que él cuenta como un paisano, su padre, que era picador, en un momento dado encuentra en la mina un fósil, flipó con el fósil. Lo desencastró de la roca, lo fijó con mucho cuidado en un tochu de madera para dárselo al hijo, pensando con orgullo, dice el poema, en el notable que le pondrían en biología al guaje. Había esa de «estudia y escapa de aquí».
Aprovecho esta cita para comentar que no ya en este libro, sino en casi todos los que has escrito, se percibe un interés por rescatar fragmentos especialmente líricos de las obras que te van marcando. Diría que es una seña de identidad y que estaría bien que contaras aquí lo que escribes sobre Hanna Arendt, porque además es una buena forma de que la gente se anime a comprar tu libro.
Sí, es el pasaje este precioso del pescador de perlas. Lo tengo aquí abierto y lo voy a leer literalmente para no citarlo insuficientemente. Dice ella: «al igual que un pescador de perlas que desciende hasta el fondo del mar, no para excavar el fondo y llevarlo a la luz, sino para descubrir lo rico y lo extraño, las perlas y el coral de las profundidades y llevarlos a la superficie, este pensamiento sondea en las profundidades del pasado, pero no para resucitarlo en la forma que era y contribuir a la renovación de épocas extintas. Lo que guía a este pensamiento es la convicción de que, aunque lo vivo esté sujeto a la ruina del tiempo, el proceso de decadencia es al mismo tiempo un proceso de cristalización, que en las profundidades del mar donde se hunde y disuelve aquello que una vez tuvo vida, algunas cosas sufren una transformación marina y sobreviven en nuevas formas y figuras cristalizadas que permanecen inmunes a los elementos, como si solo esperaran al pescador de perlas que un día vendrá y las llevará al mundo de los vivos como fragmentos de pensamiento, como algo rico y extraño y tal vez también como perennes ur-phenomene». Es una imagen preciosa de cómo nos relacionamos con el pasado: nos sumergimos en el pasado en busca de lo rico y lo extraño y encontramos cosas que nos llaman la atención y las sacamos a la superficie, las descontextualizamos; las sacamos de ese contexto en el que han estado durante muchísimo tiempo, durante siglos tal vez, y les damos un nuevo significado. Nos llama la atención su belleza, su riqueza, su extrañeza y les damos un nuevo significado en el futuro.
Al final, en el paisaje de catástrofe que para la izquierda sucedió a la caída del Muro de Berlín, en los años 90 y 2000, el Muro de Berlín, como comentaba antes, se cayó (esto lo decía siempre Anguita), sobre sus dos lados: sobre el soviético, pero también sobre la socialdemocracia occidental, que en gran parte había nacido como una réplica a ese otro modelo. Aquel modelo que consistía en ofrecer algo a los obreros occidentales para que no les dé por alzarse por ese otro modelo. Los 90, los 2000, fueron para nosotros ese paisaje de ruinas que vino a sumarse a esa catástrofe incansable que decía Benjamin, de la que hablamos al principio de la entrevista. Estamos desnortados y desconcertados desde entonces, en medio de esos escombros, tratando de reconstruirlos, igual que el ángel de la historia. Y yo creo que lo que tenemos que hacer es abalanzarnos sobre esa escombrera que es el propio pasado de la izquierda, de la trayectoria revolucionaria de la izquierda, y buscar en ella lo rico y lo extraño. Descartar lo que está bien que se olvide, porque hay muchas cosas en la historia de la izquierda, en la historia de los movimientos revolucionarios, que está bien que quedaran enterradas. Está bien que quede enterrado en las profundidades del mar el gulag, está bien que queden enterrados en las profundidades del mar todos los horrores que se cometieron alguna vez en nombre de la izquierda.
La bisoñez de Allende, ¿también?
Sí, sí. Allende indudablemente es un referente moral precioso y hermoso y que hace falta no tener entrañas para no admirar… Pues al final también hay que tener la serenidad de leer en él lo que en él es rescatable, que es esa disposición moral inquebrantable; pero también hay que saber descartar lo que está bien que quedara enterrado, que es esa ingenuidad con la que él confió a ciegas en la fortaleza de la democracia chilena, de la constitución chilena, en que sus enemigos no le iban a organizar el Golpe de Estado que le organizaron y que triunfó porque él tampoco se preocupó, llevado por esa confianza desmedida en las instituciones, de parar, preparando un plan B. Lo que hay que abrazar es el plan B que sí supo hacer la República Española. Ese decir «nos tumbarán, pero vamos a resistir durante tres durísimos años que van a inspirar al mundo y van a traer a España a brigadistas internacionales de todo el mundo, porque se va a ver en España un lugar de resistencia frente al fascismo». Ese confiar en las posibilidades de la democracia republicana, pero a la vez preparar también un plan B. Eso Allende no lo hizo, no lo supo hacer o no lo quiso hacer y eso condujo a un grandísimo desastre, a la muerte de maneras espantosas y horribles de muchísima gente. Y eso está bien descartarlo también. Tenemos que mirar al pasado con la pasión interior de quien quiere descubrir algo valioso, pero también con la frialdad de quien sabe separar, de quien sabe ver que hay cosas que deben permanecer enterradas, que está bien que permanezcan enterradas, y que hay otras muchas que podemos rescatar y que pueden ser muy diversas.
Al final, uno puede ser hereje de la tradición a la que en principio pertenecía. A veces, cuando te preguntan en redes sociales cuál es tu ideología (había esa casilla en Facebook, en su momento, de creencias religiosas, ideología política, y tenías que poner una etiqueta). Tienes que pensar una etiqueta para ti: yo soy anarquista, soy socialista, soy comunista. Estos identitarismos tan fuertes que se ven a veces en en Twitter… A mí me daba rabia que, en esos contextos, escoger una etiqueta me obliga a comerme todo lo malo que hay en esa etiqueta y no voy a poder reivindicar lo bueno que hay en otras. Yo quiero ser capaz de reivindicar al mejor Lenin, pero también a Durruti y también a Olof Palme. ¿Por qué no voy a ser capaz? Podemos hacerlo. Podemos abalanzarnos sobre esa escombrera, ir descartando lo malo y rescatar al Olof Palme que se paseaba con una hucha por Estocolmo pidiendo dinero para la solidaridad internacional con el antifranquismo español; podemos rescatar a Durruti y podemos rescatar las mejores intuiciones de Lenin; podemos rescatar la bioagricultura cubana del periodo especial mientras a la vez podemos descartar, porque debemos descartar, los campos de trabajo a los que se envió a homosexuales en los primeros tiempos de la Revolución Cubana. Podemos hacer esa labor de heterodoxa iconoclasta de rescatar todo lo bueno, descartar todo lo malo y con todo lo bueno que acopiemos, reunir lo disgregado en la Primera Internacional. Estamos en un momento en el que, como decía alguien en Twitter en un momento dado, pensamos que estamos ante el final del proletariado, de ese proletariado fordista, organizado, etcétera, pero en realidad estamos ante el regreso del proletariado; ante los inicios de una nueva era en la que volvemos a ser proletarios precarios que tienen que imaginar nuevas formas de hacer sindicalismo y de luchar por la justicia social. Y dado que estamos en ese momento, podemos ponernos a reunirlo disgregado en la Primera Internacional con la técnica del kintsugi de los japoneses, que es una cosa preciosa…
Allí, cuando se rompe un jarrón no corren a pegar los fragmentos y procurar que aquello quede lo más indistinguible posible, que dé el pego o que no parezca que el jarrón se rompió alguna vez. Lo que hacen es pegarlos con un hilo de oro que haga que se vean los trozos en los que el jarrón se rompió y que, a la vez, esos trozos estén unidos, recuperando su forma original. Pero no se pierde la visión de las fracturas de ese jarrón que se rompió y cuya rotura no deja ser parte de la historia del propio jarrón. Podemos reunir lo disgregado sin refundirlo, sin volverlo indistinguible y manteniendo las distinciones que puede haber entre cada uno de los trozos de eso que se rompió; haciendo de esas roturas algo hermoso, algo bello y recuperando la forma del jarrón.
Comentábamos al principio de la entrevista que cada gran momento revolucionario de la historia tiene su máquina emblemática: el de la revolución neoliberal y el de la posmodernidad ha sido Internet. Internet, y ahí cito a Agustín Fernández Mallo, es algo así como el mar de las perlas de Hannah Arendt. Él dice que Internet es una especie de mar en el que hay muchas cosas dentro, cosas de distintas épocas; en internet está todo, puedes leer la última noticia del día, aprender sobre historia o verte un vídeo de un telediario de los años 70. Agustín Fernández Mallo dice que la posición que ocupan en ese mar las cosas que lo forman (más superficial, más o menos profunda), no depende de su antigüedad, sino de su densidad. Lo que se decanta, lo que se hunde, va a ser lo denso, no lo más antiguo ni lo más moderno, sino lo tenga una fuerza interior, una fortaleza que haga que eso se convierta en una de esas perlas para que tú puedas bucear, fijarte y rescatarla. Yo creo que tenemos que hacer eso con nuestro propio pasado, con el pasado de la izquierda: mirarlo con vocación iconoclasta, con vocación de rescate de todo lo bello que hay en él y, con ello, construir los arietes con los que nos lancemos al asalto de las fortalezas infames del siglo XXI.
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