Evelyn Waugh y el mundo moderno
Ya en vida, que normalmente es cuando se suele hacer más daño, Evelyn Waugh, al que por otra parte nadie discutía su estatus de genio de las letras, se había ganado fama de borde. Abusón y deslenguado, era temido por sus pullas inmisericordes, que no respetaban rango ni edad, ni tan siquiera la propia: en su alocada juventud como estudiante en Oxford había arruinado la reputación de su tutor, al que tenía especial inquina y al que dedicó serenatas en las que le acusaba de zoofilia (y esto no fue todo, no solo Waugh usaría el nombre del profesor, Cruttwell, para bautizar a algunos de sus personajes más despreciables a lo largo de toda su carrera novelística, sino que hijos y nietos mantuvieron la tradición; no es de extrañar que el pobre Cruttwell acabara loco); y ya en la edad madura Evelyn adquirió la costumbre de usar su trompetilla (remedio ya por entonces anticuado para intentar aliviar la sordera) como nuevo método de agravio: cuando no le interesaba lo que alguien le estaba contando, simplemente se la apartaba del oído. Y entre una maldad y otra, una vida llena de injurias, insultos y desprecios. Afortunadamente para él, quizá por eso de ser inglés, lo que conlleva que hay que mantener las formas ante todo, este carácter agriado nunca tuvo como consecuencia que se llevara la buena paliza que más de uno pensaría que se merecía, aunque su biografía sí que incluye la típica escena en la que una mujer se acerca a él en un restaurante de alto copete y le riega la cabeza con el contenido de su copa (champán, por supuesto).
Pero si la imagen pública de Waugh mientras vivió no era precisamente la de un nice chap, después de muerto desde luego no se produjo el milagro de que se convirtiera en un santo. Creyendo que la había dejado entrampada de por vida, su viuda Laura vendió apresuradamente sus diarios íntegros a una universidad americana, y cuando estos escritos se hicieron públicos, Waugh pasó a ser considerado no ya una mala persona, sino un monstruo. Racista, misógino, extremadamente conservador, católico ultramontano, no ahorraba insultos ni a sus propios hijos, a los que podía referirse como «la imbécil» o «el sapo». Sin duda no se trataba de uno de esos diarios de escritores pensados para ser publicados; en ellos Waugh había dado rienda suelta a sus peores instintos. Allí no se veía una imagen idealizada, planificada por el propio autor para pasar a la posteridad, sino que quedaban al aire sus peores instintos, sus más mezquinos pensamientos.
Lo que no significa que este fuera el verdadero Waugh. Como advierte Janet Malcolm, a la hora de elaborar la biografía de una persona, hay que tener cuidado con no caer en las generalizaciones. Normalmente, cuando nos adentramos en la vida de alguien que por cualquier motivo nos fascina, solemos encajonarlo en un arquetipo, es bueno o malo. Pero sabemos que las personas reales no son siempre así. Que Waugh, aparte de todo lo dicho, fuera la persona más graciosa de su época y uno de los más refinados escritores en lengua inglesa del siglo XX no lo redime. Que fuera un cascarrabias y un malencarado tampoco lo convierte en una abominación. Sí, puede que su desprecio hacia cualquier cosa que oliera a progreso, su desdén por la clase trabajadora, tan pedestre ella, o su indisimulable odio por el mundo moderno en general y el mal gusto en particular (alegrémonos de que no viviera lo suficiente para ver el advenimiento de los pantalones cortos, los tatuajes o Dolce & Gabbana) hayan creado una leyenda de ogro antipático, pero si hay quien considera que hasta Hitler tenía su corazoncito, no seamos menos generosos con Waugh. Eso sí, lo que sin duda era Evelyn es un esnob. Y orgulloso de serlo.
Para empezar, una aclaración. Normalmente se confunde los conceptos de «elitista» y «esnob», que, a pesar de ser concomitantes, no significan exactamente lo mismo. Elitista, en el contexto en el que nos movemos, el de la cultura, es aquel que piensa que solo un grupo muy determinado de personas tiene la preparación y el gusto exigidos para apreciar las más sublimes representaciones del arte. Por su lado, esnob es el que, desde una posición inferior, admira sin tapujos y con idolatría a una clase superior de elegidos. Perteneciente a una familia de clase media (su padre, Arthur, era lo que antes se calificaba como hombre de letras, o, mejor aún, hombre de lettres, gran aficionado a la poesía y el teatro, escritor ocasional y destacado editor), Evelyn siempre observó a la clase alta, a la nobleza inglesa, con una fascinación que bordeaba lo patológico. Para él, lo único que merecía la pena en este valle de lágrimas (como buen católico, extraño ejemplar, al menos en este aspecto, Evelyn no ansiaba otra cosa que el paso a la vida eterna, lugar de dicha y reposo después del sufrimiento que suponía la existencia carnal) era el lujo y la distinción que representaban los siempre peculiares miembros de las clases privilegiadas. Y, claro está, este era un mundo desaparecido, un mundo que había podido atisbar en sus felices años en Oxford, pero que después de la Segunda Guerra Mundial se había desvanecido. Y ya solo le quedaba la literatura para poder volver a acercarse a ese estado de plenitud.
No deja de ser extraño que Retorno a Brideshead siga siendo hoy el libro que viene inmediatamente a la cabeza cuando se piensa en Waugh y el que supuso el mayor éxito de su carrera (en Estados Unidos vendió más del doble de ejemplares que el resto de su obra en conjunto, lo que le desagradó profundamente: si un pueblo tan vulgar como el americano la apreciaba tanto, es que la novela no era de tan buen gusto como él pretendía). Y es raro porque, más allá de sus indudables cualidades literarias, sea una historia precisamente sobre la superioridad de la clase alta y sobre el poder salvífico del catolicismo, asuntos que en principio no se encuentran entre las principales inquietudes del hombre común, tan denostado por Waugh, la que le concedió una popularidad (y unos ingresos) que siempre había anhelado pero que nunca hasta entonces (ni después) había podido disfrutar. Pero antes de llegar a Brideshead, en una fácil imitación de la novela, echemos la vista atrás, a la Arcadia de Evelyn.
Et in Arcadia ego
Si alguien conoce un periodo más fascinante que los años 20 en París y Londres, que me lo cuente. Sí, bueno, ya desveló Woody Allen en Midnight in Paris que toda edad de oro es falsa, que para los que lo viven es un momento de la historia tan aburrido como cualquier otro y tal. Pero ya hemos comentado en otros artículos que pocas veces se ha producido una conjunción de talentos tan apabullante como durante estos años, además marcados por las ganas de pasárselo bien, lo cual no suena muy trascendente, pero sí divertido. Y Waugh compartía esta opinión: aunque se podría decir que él no fue miembro de pleno derecho de la Bright Young Thing (grupo de aristócratas del que ya hablé al respecto de las chicas Mitford), sí que se le puede considerar como su cronista oficial gracias a títulos como Decadencia y caída y Cuerpos viles, escritas antes de cumplir los treinta, en los que, con un ritmo cinematográfico (cinematográfico de la época muda, es decir, acelerado y sincopado, no como el de las películas pretendidamente ultrasónicas de ahora, en las que se confunde el número de planos con la velocidad) describe una sociedad (la alta) solo preocupada por ir de fiestas, banal, superficial e inmoral. No como él, que pese a disfrutar como el que más y a no ser precisamente un modelo de conducta (borracho, irreverente, irresponsable), siempre dejaba espacio en estas obras soberbiamente divertidas y alocadas para el desencanto y la crítica. Y no es que Waugh echara el sermón, era mucho más sutil que eso, pero no es difícil adivinar en estas novelas frívolas la mirada del moralista agazapado.
Por supuesto, una constante en la vida de Waugh fue su preocupación por el dinero. Fue solo el semi éxito de su biografía sobre el artista prerrafaelista Rossetti (o éxito total, si se compara en sus anteriores empeños fracasados por convertirse en pintor, tipógrafo o carpintero) lo que le hizo decidirse por las letras. Pero aunque sus primeras novelas causaron sensación y le permitieron tener un sustento e incluso casarse (para su desgracia), para mantener su (como detestaría que se dijera así) elevado tren de vida, tuvo que combinar la escritura de novelas con colaboraciones en la prensa (para las que siempre exigía un caché inflado) que incluían reseñas literarias (no sé cómo de precisas serían, pero llegó a firmar la crítica de ochenta y cuatro libros en dieciocho semanas) y cuentos originales de desigual calidad (que es como no decir nada), además de la redacción de biografías y libros de viajes, con los que al menos cubría gastos. Así, entre Decadencia y caída y Cuerpos viles emprendió un viaje por el Mediterráneo que dio como resultado Etiquetas, libro en el que descubría que Málaga es la ciudad más fea del Mediterráneo y describía su fascinación por Barcelona, y especialmente por la obra de Gaudí (como en tantas otras cuestiones, aquí tengo que ponerme del lado de Orwell, casi el perfecto negativo de Waugh, quien consideraba la Sagrada Familia como la iglesia más espantosa de la cristiandad) (de todas maneras, no deja de ser llamativo que alguien tan refinado y elegante como Waugh tuviera en lo que respecta al arte un gusto estético tirando a horterilla).
Posteriormente, Evelyn escribiría otras biografías, como las dedicadas a los religiosos Ronald Knox (casi tan divertido y desagradable como él) y Edmund Campion (además de la biografía novelada Elena, sobre la madre del emperador Constantino -de la que se podría decir que tiene la culpa de todo- en la que los personajes, a pesar de vivir en el siglo III, hablan en argot de los años 20: lo mejor que se puede decir de este libro es Oh my God!), y otros libros de viajes, como Robbery Under Law (directamente financiado por un magnate del petroleo para atacar al presidente Cárdenas y su política de nacionalizaciones; Waugh, que además de apreciar el alivio económico que suponía este encargo, compartía la posición política de su benefactor, no puso ninguna objeción a este deontológicamente cuestionable patrocinio, que por contrato debía permanecer oculto). Si Waugh se aburrió mortalmente en estas excursiones, su habilidad como escritor no fue suficiente como para no contagiar a los lectores, al menos en parte, de su tedio.
Ya de regreso en Inglaterra, Waugh fue abandonado por sorpresa por su mujer (que también se llamaba Evelyn, para distinguirlos se los conocía en sociedad como She-Evelyn y He-Evelyn), y qué mejor remedio para su melancolía que volver a irse, en esta ocasión a Abisinia (actual Etiopía) (y hay que ver lo que le gustaba a este hombre tan xenófobo y eurocéntrico él viajar por el mundo, aunque solo fuera para criticar), donde asistió a la coronación de Haile Selassie, y que le dio para escribir, además de Gente remota (otro libro de viajes en el que seguía insistiendo en lo mucho que se aburría), Merienda de negros, novela que ya desde su título apunta maneras, desigual y a veces desagradable, pero con irresistibles puntazos cómicos.
Ciclotimia y temblor
De nuevo en casa, Evelyn firmaría una de sus obras maestras, Un puñado de polvo, en la que vuelve a retratar a la clase ociosa, pero esta vez, resentido por su fracaso matrimonial, con un punto de vista todavía más afilado. Es inolvidable la escena en la que la protagonista, que se ha buscado a un amante completamente idiota para pasar el rato, respira aliviada cuando descubre que el John que ha muerto es su propio hijo y no su enamorado. La decepción y la amargura ya han hecho presa de Waugh, y aunque su capacidad para provocar carcajadas sigue intacta, ahora el velo de crítica es más evidente.
Sin embargo, en su siguiente novela, Evelyn volvería a la comedia más pura. ¡Noticia bomba! es para algunos su libro más divertido (¡hola!), un regreso a Ishmaelia, la falsa Abisinia, en plena lucha por su soberanía. En el mundo real Abisinia se había enfrentado a la conquista de la Italia fascista y Waugh prácticamente al resto del mundo en su apoyo a Mussolini. Como cuenta Selina Hastings, si durante sus años en Oxford Evelyn había simulado una pose derechista solo para epatar, ahora el personaje se había apoderado completamente de su pensamiento y sus ideas reaccionarias iban muy en serio. Así que no es de extrañar que fuera precisamente el Daily Mail (periódico que te odia, aunque no lo sepas, y que serviría para bajar los humos a cualquier británico que se considere superior) el que, valorando su prestigio como escritor y su conocimiento del país, le enviara a cubrir el conflicto. Como era de esperar, el desempeño de Waugh fue tirando a patético. Ni se enteraba de nada ni tenía la habilidad de sus colegas más curtidos para inventarse noticias. Y, para colmo, cuando dio con una verdadera exclusiva, tuvo la idea de enviarla a Londres en latín, para evitar que se la copiaran, solo que no tuvo en cuenta que en la redacción se tomarían la ocurrencia como otra de las bromas del viejo Evelyn y mandarían su nota a la papelera. En cualquier caso, bien vale la pérdida de tiempo y el desprestigio profesional si el resultado es algo como ¡Noticia bomba!, una novela cínica, por momentos surrealista, y siempre hilarante que se puede leer una y otra vez sin que pierda su gracia.
La invasión de Abisinia fue solo otra más de las señales de que algo muy malo se estaba preparando, y que no solo un remoto país de África del que poca gente en Europa parecía conocer su existencia se vería afectado. Es sabido que el gran ensayo general de lo que estaba por venir se produjo en España, y no es de extrañar en alguien tan derechista y católico como Waugh que durante la Guerra Civil se pusiera del lado franquista (venga, hagámoslo más odioso). Pero cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, su lealtad estuvo clara desde el primer momento (lo que no se puede decir de todos sus amigos aristócratas), aunque, más adelante, la alianza de su país con la Unión Soviética no le hizo ninguna gracia.
En la mitad de su treintena, y sin ninguna preparación militar previa, Evelyn, ansioso por ponerse al servicio de su país, tuvo que mover muchos hilos para conseguir un puesto en el ejército, pero una vez colocado, su experiencia no pudo ser más decepcionante. Siempre de acá para allá, sin entrar en acción, Waugh se vio rodeado de hombres comunes que le despreciaban tanto como él los despreciaba a ellos (cuando su nombre se apunto para cubrir cierto puesto de mando, un oficial advirtió al responsable del nombramiento de que alguien podría disparar a Waugh, y ante la réplica de que ese era un peligro común en una guerra, el oficial tuvo que aclarar que el culpable de disparar a Evelyn podría ser cualquiera de los hombres a su cargo) (uno de los pocos amigos de Waugh en el ejército fue Randolph Churchill, hijo de Winston, y todavía más odiado que Evelyn, a quien se parecía mucho). La decepción sería todavía mayor cuando finalmente pudo entrar en combate y contemplar en primera línea la poco caballerosa actuación de quienes para él habían ejemplarizado lo mejor del ejército británico.
De esta experiencia saldría Más banderas, de la que, francamente, poco recuerdo. Pero, de manera más permanente, la guerra, como no podía ser de otra manera, afectó profundamente al carácter de Waugh, que se volvió todavía más sombrío y pesimista (rasgo común en la mayoría de los artistas que, de una forma u otra, participaron en el conflicto, ahora me viene a la mente el caso paradigmático de John Ford). La alegría y desenfado de sus libros anteriores dio paso a una visión cada vez más oscura del ser humano y de la vida en general. Novelista reputado, casado con una mujer que, ella sí, era una santa, con una familia creciente (llegó a tener siete vástagos, e incluso quiso mucho a una de sus hijas), sin grandes agobios económicos, Evelyn pasó toda su vida entre la desesperación y graves ataques depresivos que, alimentados más que aliviados por su adicción al alcohol y el cloral (que usaba para luchar contra su insomnio), marcaron su existencia. Y así nos lo encontramos cuando nos topamos de nuevo con Retorno a Brideshead, el regreso a la felicidad.
Ya he estado aquí antes
Quizá este sería un buen momento para hablar sobres las diferencias entre alta literatura y literatura de entretenimiento, sobre la verdad subyacente respecto a la superioridad de una sobre otra y sobre si una obra cómica puede considerarse gran literatura. Porque si Waugh fue sin duda un excelente escritor, sin embargo no podría considerarse que esté en la liga de los más grandes, al menos según el canon establecido (Proust, Joyce, Faulkner y creo que hay un cuarto). No obstante, sí que podemos nombrar a Waugh, junto a P. G. Wodehouse, como el más grande escritor cómico del siglo XX (obviamente, en esta liga solo juegan autores ingleses y judíos). ¿Merecía la pena abandonar el terreno que dominaba con una superioridad aplastante (por seguir utilizando molestas muletillas deportivas) para adentrarse en uno más ambicioso, sin duda más prestigioso, pero en el que siempre quedaría en un segundo plano? ¿Podía elegir? Ahí lo dejo.
La cosa es que, abrumado por lo exterior (la odiosa guerra) y lo interior (sus accesos de nihilismo), Evelyn encontró en su rememoración del esplendor en la hierba un alivio para sus males. Y quizá sea este reflejo de lo maravilloso, este retorno a la Arcadia, lo que ha fascinado a tantos lectores de Regreso a Brideshead durante tanto tiempo. Porque la exaltación de ese tiempo pasado que siempre fue mejor (al menos en el terreno de esa vieja mentirosa que es la memoria) no solo le sirvió a él para recuperar la alegría de la vida, sino que también transmite al lector su pasión por una época que, en su caso, ni tan siquiera vivió, pero que al leer la novela siente como suya. Por eso poco importa los pocos convincentes devaneos sentimentales de sus personajes, o la machacona imposición del catolicismo, lo que queda es el aura de un tiempo de gloria ya perdido y que solo la literatura puede hacernos vislumbrar.
El éxito ya comentado de Brideshead no solo dio unos meses de alivio a Waugh, sino que le permitió subirse a la parra en sus pretensiones económicas. Convertido en una celebridad (tanto como puede serlo un escritor), Evelyn demandaba retribuciones exageradas para cada una de sus colaboraciones en las revistas de mayor prestigio… y se las daban. Entre la producción de este periodo feliz tengo que destacar el relato largo La Europa moderna de Scott-King, aunque solo sea por estar situado en España. En 1946 Waugh había sido invitado a participar en unas conferencias en honor de Francisco de Vitoria, el fraile dominico que cinco siglos antes había sido pionero en derecho internacional. Con un buen recuerdo de sus vacaciones pasadas años antes en España, Evelyn llegó a Madrid con ganas de pasar unos días agradables y despreocupados, pero lo que se encontró fue un disparate tras otro, con conferencias insulsas, y una gira por Valladolid, Burgos o Vitoria en la que no faltaron exhibiciones flamencas y danzas folclóricas. Pero lo peor fue que cuando todo hubo terminado, las autoridades patrias se olvidaron de él y le dejaron sin recursos para volver a Inglaterra, teniendo que recurrir a la misericordia de un delegado británico para que le consiguiera un puesto en un avión gubernamental. La venganza de Waugh fue Scott-King, retrato de un país imaginario pero claramente identificable con la España de Franco, en el que nada funciona y todo adquiere tintes de sainete, es decir, que pese a su forma satírica en el fondo es bastante realista.
Tanto el momento de felicidad personal como la complacencia pecuniaria duraron poco, y el aburrimiento, ese gran monstruo que siempre fue el mayor enemigo de Waugh, regresó. Resignado, y pensando que unas vacaciones no le vendrían mal, decidió viajar a Estados Unidos junto a Laura, y así por lo menos conocer a esos primos salvajes que son los americanos, y recaudar algo de dinero, a ser preferible libre de impuestos. Porque con la llegada de sus odiados laboristas al poder, las cosas en casa se habían puesto complicadas. A estos mindundis se les había metido en la cabeza establecer un estado del bienestar en el Reino Unido, como si todo el mundo debiera tener acceso a los mismos derechos, y para financiarlo, a esquilmar a los ricos. Descartada la idea de exiliarse en Irlanda (eran católicos, cierto… pero también irlandeses), y teniendo que hacer frente a unos impuestos disparatados, Evelyn tuvo que recurrir a todo tipo de tretas (como cobrar en especies) para poder dar de comer a sus hijos (más tarde fundaría Save the Children, en realidad una operación de ingeniería fiscal que le traería más de un quebradero de cabeza).
El viaje a los Estados Unidos, donde visitó a algunos expatriados ingleses en Hollywood y tuvo tiempo para enemistarse con casi todo el país (también en esto Inglaterra se le había quedado pequeña), le dio para pergeñar Los seres queridos, una parodia sobre la obsesión de los americanos por la muerte, y en especial su ridícula adoración por las mascotas. Se trata de un librito divertido y regocijante, pero lejos de los logros de Brideshead. Nada mejor se puede decir de su siguiente obra, la ya citada Elena, así que pasemos directamente al siguiente proyecto de Waugh, este sí de una gran ambición y excelsa ejecución: la trilogía Espada de honor.
La cabeza de la Medusa
Según las películas, hubo tantos momentos decisivos en la Segunda Guerra Mundial en los que la victoria se pudo decantar de uno u otro lado, que la conclusión lógica sería pensar que ganaron los Aliados por pura chiripa (mucha chiripa). De la misma manera, hay tantos libros calificados como «la obra definitiva sobre la Segunda Guerra Mundial» (especialmente de Historia), que parece que cada semana sale un nuevo título que da la vuelta a todo lo que creíamos saber. Pero, como su propio nombre indica, esta guerra fue tan amplia que sería ridículo esperar que un solo libro pretendiera abarcar todas sus dimensiones. Sin embargo, dentro de sus limitaciones (autoimpuestas) que circunscriben la narración a la vida de un regimiento británico, esta trilogía (compuesta por Hombres en armas, Oficiales y caballeros y Rendición incondicional), puede ser vista como uno de los grandes logros no solo de Waugh, sino de la literatura británica de la segunda mitad del siglo XX.
Apreciado sobre todo por sus logros cómicos, por su habilidad narrativa, para algunos por su profundidad moral, el propio Waugh se tenía a sí mismo sobre todo por un gran estilista. Siempre preocupado por cuestiones lingüísticas (no se separaba de sus diccionarios) y por encontrar la forma más precisa y elegante de expresión, para él la trama y los personajes eran algo secundario, lo que realmente le obsesionaba era el uso del inglés. Así, en 1957, con cincuenta y tres años (una edad en la que un novelista todavía puede dar lo mejor de sí mismo, pero eran cincuenta y tres años muy mal llevados), Waugh se atreve con un tour de force en el que, de vuelta de todo, decide situarse más claramente que nunca como el sujeto de su ficción. El resultado es La prueba de fuego de Gilbert Pinfold, en la que recogía una tragicómica experiencia propia (durante otro de sus viajes había sufrido una intoxicación por bromuro, que le produjo alucinaciones y la teoría de que un grupo de psiconanalistas ejercían la telepatía con él y espiaban todos sus pensamientos para luego discutir sobre ellos) que le había hecho mucha gracia (iba presumiendo por ahí de que se había vuelto totalmente loco) para legar su última gran broma.
No obstante, los ánimos de Evelyn distaban mucho de ser exultantes. Espada de honor había tenido una gran acogida, y podía estar muy satisfecho del resultado de Gilbert Pinfold, pero no podía obviar el hecho de que en general era visto como un escritor de otra época. Percibido como un anacronismo, despreciado por su mal carácter, vilipendiado por la multitud de enemigos que se había labrado a lo largo de toda su vida, quizá todo esto incluso le proporcionara cierto orgullo. Pero habría que añadir que sus periódicas depresiones eran cada vez más largas y profundas, que ya no encontraba ningún consuelo en el arte, que estaba harto de su familia (incluso su querida Margaret le había traicionado al casarse con alguien que, sin duda, no estaba a la altura), y hasta su Iglesia parecía haberle abandonado con esas moderneces que había introducido el Concilio Vaticano II. Así las cosas, este hombre que tantas carcajadas había provocado, pasó los últimos años de su vida sin otro anhelo que morirse de una vez.
Una educación incompleta, la primera y única parte de su autobiografía (los otros dos tomos se quedaron en el cajón de los proyectos inacabados) terminaba con el relato del frustrado intento de suicido del joven Evelyn. Dispuesto a acabar con sus penas y sus fracasos, Waugh se adentra en las frías aguas del mar, solo para salir pitando después de ser picado por una medusa. Se trata de una historia seguramente falsa, pero que en cualquier caso pone de manifiesto el impulso autodestructivo que acompañó a Evelyn durante toda su vida. Al final, no tuvo que recurrir a ningún gesto dramático ni grandilocuente. A lo mejor solo le hizo falta rezar para conseguir lo que tanto quería. Irónicamente (algo muy apropiado en el caso de Waugh), murió un Domingo de Resurrección. No sabremos si después de tanto esperar se sentiría triste o desilusionado con lo que se encontró.
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