«Get Out»: Eugenesia, piel y gore
Si lo pensamos bien, parece haber una fascinación del cine estadounidense con el horror de lo cotidiano. Parece, entonces, que una mirada profunda al idilio de la clase media, urbana o semi-urbana, implica, casi de forma inevitable, desentrañar inquietantes historias de poder y perversión, tortura y sectarismo, violencia reprimida y pasiones desvariadas. Así pues, en Blue Velvet (1986), la cámara de Lynch nos llevaba por el afable jardín de un barrio residencial hasta enfocar el primer plano de una oreja cercenada, y el Bullet Park de Cheever incidía en la desquiciada mente de un vecino cualquiera convertido en asesino en serie. Al creador estadounidense le ha obsesionado (y con razón) el pase al suburbio como un verdadero descenso a los infiernos. Get Out (Déjame salir; 2017), el horror superventas de Jordan Peele, a ratos sátira posmoderna y a ratos alegoría contestataria, se inserta en esta misma corriente.
Un fotógrafo afroamericano decide aventurarse a pasar el fin de semana en casa de su novia blanca, una cómoda mansión en medio de la nada, quizás un enclave perdido en el Sur profundo de Estados Unidos, o una suerte de pseudo plantación contemporánea, resistente a todo tipo de cambio. El escenario, por supuesto, como el de Lynch o el de Cheever, depende de una curiosa paradoja: el terror parece tan evidente, pero solo a partir de exagerar lo no terrorífico. Es la rutina, en este caso, de racismo, lo que de verdad asusta. Chris Washington es el nombre del protagonista, interpretado con astucia por Daniel Kaluuya, quizás uno de los actores más radicales de Hollywood, acostumbrado a asumir roles evidentemente políticos, desde el maniático antisistema que amenaza con suicidarse en vivo en 10000 Merits (2011), de Black Mirror, hasta el líder de izquierda revolucionaria en Judas and the Black Messiah (2020). Aquí, Chris es político, pero a su manera: observando. Desde el momento en que llega a casa de Rose, su novia, solo observa. Observa de forma detallada, hasta impertinente, observa, pero guarda sus observaciones. Su mirada será un elemento central para la historia más adelante. Por lo pronto, antes de la masacre, Chris presta atención a la forma en que el pueblo produce, a partir del micropoder cotidiano, el mismo racismo de siempre. Los pocos otros afroamericanos presentes, además de trabajar en el servicio, solo son descritos y nombrados en relación a sus funciones o su vinculación con otro blanco. Es, pues, la única razón de su presencia. Los blancos hacen lo posible por exacerbar (de forma casi caricaturesca) la fascinación que tienen por lo afroamericano, casi como un espectáculo de proporciones incalculables, al que quieren asistir de gratis.
Por supuesto, el viaje de un fotógrafo afroamericano a un pequeño pueblo de blancos, esos que extrañan la confederación, el separados pero iguales y los viejos valores cristianos, de por sí ya es terrorífico, pero nada nos prepara para los trucos bajo la manga de Peele. Chris, como lo suponemos, será abducido por la familia de Rose, pero nadie podrá sospechar el motivo. Peele aprovecha el contexto de ultraderecha, identity politics y auge del fenómeno Trump en EEUU para convencernos de la desquiciada práctica de los Armitage, fanáticos de la eugenesia y la experimentación racial, que extraen los cerebros de blancos y los trasplantan a cuerpos no blancos. Es estremecedor. En la escena más controversial del film (más porque se siente algo forzada), el paciente que quiere a Chris (o más bien, a su cuerpo) le narra detalladamente el proceso, con la naturalidad con la que cualquier cirujano detalla un proceso clínico. Notemos el curioso contraste: un racismo carnicero, mucho gore, pero vinculado a prácticas biomédicas, muy limpias. ¿Podríamos creer que algo así se cuece en un pequeño pueblo sureño? En el contexto de febril violencia racial y creciente radicalismo, la existencia de perturbadoras sectas supremacistas parece muy razonable, al menos, posible.
La familia de Rose es racista, pero no racista como podríamos pensarlo. Ellos no niegan la valía del afroamericano. No niegan la virtud de sus cuerpos y, en ocasiones, de sus mentes. No. Para ellos, el racismo tiene un componente algo distinto, vinculado, si nos ponemos pretenciosos, al biopoder. El control de los cuerpos. Los cuerpos afroamericanos, dispuestos a la venta, al comercio local y translocal, jerarquizados y categorizados según su valía. Los cuerpos que pueden ser tomados y poseídos por el otro. La ciencia dura (las nuevas investigaciones en cognición, cirugía neurológica y genetismo) dispuesta para el servicio del dominante. Peele no solo confronta al racismo institucionalizado, sino también al progresismo blanco, tibio y condescendiente, que lo replica. Esencializa los cuerpos negros y los magnifica, rozando la hipérbole, desde una visión paternalista y disonante. Narra la opresión afroamericana a partir de su mirada salvadora y empática. Y, por supuesto, eso se nos hace inquietante. ¿No es acaso el mayor síntoma de terror las constantes referencias del padre de Rose a sus ídolos afroamericanos, casi como una obsesión religiosa? El paciente que recibirá el cuerpo de Chris dice que no le interesa su color de piel: quiere sus ojos. Pero sí importa la piel: ¿acaso creería que puede apropiarse fácilmente de un cuerpo blanco?
Me gusta el estilo de Peele porque, a diferencia de otras propuestas de horror alegórico, cada parte del escenario parece haber sido pensada previamente y parece servir para un propósito. La puesta en escena de la mansión blanca replica una suerte de estética vintage, quizás de una historia de terror de los sesenta (la casa lúgubre con taxidermia y armas antiguas), replicando la paradoja de que, aunque todo haya cambiado, poco de verdad cambia. La elección de un montaje limpio y plano, que permita la concentración de la audiencia. La efectividad de las escenas en el subconsciente, filmadas con particular simpleza, pero cuidadosamente retocadas. Con el plano general de Chris hundiéndose en un fondo negro, Peele da con la inusitada belleza del abismo, una fantasía onírica aterradora, y muy bien filmada. Esas tomas (de lejos las mejores de Get Out) sirven, además, para recordarnos el propósito de la película: el combate al racismo no es estrictamente un acto social, sino también una lucha espiritual, que se pugna en la cabeza del oprimido. El trauma de Chris es el leitmotiv del film y la puesta en escena parece constantemente recordárnoslo.
Esta misma atención a los detalles también se percibe en el diseño de escenas y en los diálogos. Pensemos en una de las escenas iniciales, en las que el padre de Rose le hace un tour a Chris por la casa. Dean Armitage se presenta como un hombre afable, neurocirujano, y deja muchos detalles (aparentemente sin relevancia) que nos ayudan a entender el puzle del film. Dean dice que «querían preservar a sus padres», sin que notemos que está confesando, casi alegremente, haber llevado sus cerebros a los de los empleados afroamericanos. Así otras referencias, desde el interés por la hipnosis de Missy, esposa de Dean, hasta lo referido al control de cuerpos y preservación de culturas: todo está, aunque no lo veamos. Peele sigue jugando con nosotros y nuestras expectativas. Y, como audiencia, nos gusta que sea así. Por supuesto, esta atención al detalle viene con sus riesgos: para que funcione, la historia debe ser bastante lineal y simplona, casi como una excusa o un experimento mental, y, por tanto, es probable que la audiencia que mire Get Out sin prestar tanta atención pueda sentir que no se ha contado mucho.
Es un riesgo, sí, pero que Peele sabe llevar con estilo. Deja que la comedia fluya, que los personajes rocen el absurdo, que, bien que mal, la película se sienta como suya. Hay algo de Spike Lee en ese estilo. Una pizca de ese humor combativo y visceral que ha caracterizado al cine político estadounidense. Pensemos en el humor. En Get Out, más allá del alivio cómico que supone el personaje de Ron, agente de TSA y amigo de Chris, casi todos los chistes funcionan en la constante yuxtaposición de lo políticamente correcto y lo absurdo del racismo. Funciona, entonces, como un recordatorio (algo cruel, eso sí) de la fragilidad del contrato socio-étnico en Estados Unidos, tan marcado por las contradicciones como por los puntos no resueltos. En la misma onda pienso en Sorry to Bother You (2018), la violenta sátira de horror dirigida por Boots Riley (y que, pensándolo bien, también es protagonizada por Lakeith Stanfield) que imagina un EEUU distópico donde ser afroamericano es erradicado a través de distintas tecnologías, desde la manipulación de la voz hasta el juego genérico. Me gustaría pensar que algo así es imposible en la realidad. Luego pienso en Get Out, la generación Trump y el progresismo de cartón, y ya no estoy tan seguro.
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