NELINTRE
Arte y Letras

Hermann Hesse, exactamente un individuo

«Aquel que verdaderamente no quiere más que su destino no tiene ya semejantes y se alza solitario sobre la Tierra, teniendo sólo en torno suyo los helados espacios infinitos».1

La narrativa de Hermann Hesse (Calw, 1877 – Montagnola, 1962) está estrechamente vinculada al concepto de la novela de formación, género con el que se sintió cómodo, en parte, porque vivir es propiamente la construcción de una persona a lo largo de toda una vida, y él reflejó muchos de estos aspectos biográficos en su ficción; pero también, y puede que principalmente: «por ser un género moderno, íntimamente ligado al individualismo y a la consiguiente centralidad del yo en la cultura moderna. En segundo lugar, por ser una forma literaria muy ligada a la tradición cultural germánica, de la que Hesse había extraído sus principios tanto artísticos como existenciales. El propio nombre del género, Bildungsroman, hace referencia a un concepto central en la cultura alemana, Bildung, que alude no tanto a una formación práctica para la vida en sociedad como a un autocultivo y desarrollo integral del individuo, en pos de metas como la perfección o la armonía»2 (Irene Martínez Sahuquillo).  Así pues, es un género que abordó a lo largo de su vida en diferentes obras y desde distintas perspectivas, pero al que volvía una y otra vez.

La aparición de aspectos propios de la vida de Hesse en su obra es innegable, y esto, su amigo y biógrafo, Hugo Ball, lo dejaría plasmado en la biografía que escribió en torno a su figura: «Hesse ha dado forma casi en todos sus aspectos a lo esencial de cada época de su vida, el biógrafo, confuso, se pregunta qué debe decir sin correr el peligro de repetir, con mucha menos fortuna, lo ya dicho y acuñado, esto es, de limitar su libro a las citas»4. Como bien afirmó el escritor dadaísta, vida y ficción se entremezclan en las páginas que fue escribiendo a lo largo de su vida; obras que desvelan aspectos de una vida, errática durante su juventud, la de un hombre que no encajaba en un sistema anquilosado: «Todo intento de hacer de mí una persona útil, acababa en fracaso»3 (página 23).

Desde muy joven estuvo probando e intentando encajar, dándose cuenta de que el sistema se encuentra muy limitado, y que no encajar dentro de sus límites obliga a buscarse la vida por sí mismo y emprender un incierto camino: «desde los trece años sabía claramente que quería ser escritor o nada. Pero a esta certeza se añadió poco a poco una dolorosa evidencia. Uno podía hacerse profesor, sacerdote, médico, artesano, comerciante, empleado de correos, también músico, pintor o arquitecto; para todas las profesiones del mundo había un camino, existían condiciones previas, había una escuela, un aprendizaje para el principiante. ¡Para todos menos para el escritor! Estaba permitido, e incluso era un honor, ser escritor: es decir, triunfar y ser famoso como escritor, claro que para entonces solía estar uno ya muerto. Hacerse escritor era, sin embargo, imposible, querer serlo, algo ridículo y vergonzoso, (…) y probablemente los profesores estaban empleados y formados precisamente para impedir en lo posible el desarrollo de seres admirables y libres y hechos grandes y admirables»3 (página 23).

No obstante, hasta cierta edad, fue un alumno aplicado, pero con la llegada de la pubertad llegó el cambio y la adolescencia se convirtió en todo un torrente de problemas y contradicciones: «por aquella época hice amistad con los golfos y los estudiantes mayores de mala fama, aprendí a pasar las noches en la taberna y a beber mucho a pesar de tenerlo prohibido. Algo de esto aparece en Demián»3 (página 16). Para su padre, esto resultaba un grave problema: ¿Qué iba a ser de su hijo de adulto? Temiendo el posible descarrilamiento de Hermann, intentó por todos los medios buscarle algún lugar donde encajar. Así, entre fugas y expulsiones de institutos y trabajos, el joven pasa la adolescencia como aprendiz en un taller mecánico, en una fábrica de relojes, como ayudante de su padre o como aprendiz de comerciante (en el que solo permaneció unos pocos días y culminó fugándose y permaneciendo varios días en paradero desconocido). Todo parecía abocar al fracaso: «durante más de cuatro años, todo lo que emprendían conmigo salía irremediablemente mal»3, pero a la vez sentía una notable curiosidad y durante algunos años, desde los dieciséis a los veinte, se dedicó a embeberse de la nutrida biblioteca que disponía en casa, perteneciente a su abuelo materno. Durante esa época leía literatura alemana, también filosofía e historia del arte y realizó sus primeros escritos. Luego se haría librero, un trabajo con el que por fin se sintió cómodo y encontró cierta estabilidad después del vaivén de cambios que había supuesto la adolescencia. Más tarde se pasó a librero anticuario, un trabajo que le causó más satisfacción y que desempeñó hasta que pudo dedicarse a tiempo completo a la escritura. A diferencia de otros muchos autores y artistas que seguían trabajando por pura perseverancia, a él le empezó a ir bien. Consiguió cierto éxito de ventas desde su primera obra, Peter Camenzind (1904), que publicó a los veintisiete años obteniendo una notoriedad que le allanó el camino para dedicarse a la escritura de forma exclusiva. Sentía que el tiempo le había dado la razón, incluso todos aquellos que pensaban en su descarrilamiento lo felicitaban y alabaron su determinación. Alcanzó con ello tranquilidad y alegría.

Sin embargo, años después su vida dio un giro cuando a un puñado de personas con el poder necesario para hacer posible una catástrofe, la desencadenaron: se desató la locura colectiva a causa de la Primera Guerra Mundial, en aquel verano de 1914. En un primer momento sintió el impulso de ser útil y pensó que podría ser voluntario, pero poco después fue consciente del error: «Me hallaba de visita en un gran hospital militar, buscando la manera de acoplarme de algún modo como voluntario a ese mundo transformado, lo que entonces aún me parecía posible. En aquel hospital de heridos conocí a una vieja señorita, que había pertenecido a la clase acomodada y prestaba allí sus servicios de enfermera. Me contó con entusiasmo conmovedor lo contenta y orgullosa que estaba de haber vivido en aquella gran época. Me pareció comprensible, ya que aquella dama había necesitado la guerra para hacer de su vida apática y egoísta de solterona una vida activa y más valiosa. Pero mientras me comunicaba su dicha, en un pasillo lleno de soldados vendados y destrozados, entre salas llenas de amputados y moribundos, me dio un vuelco el corazón. Por mucho que comprendiera el entusiasmo de aquella solterona no podía compartirlo, no podía aprobarlo. Si a cada diez heridos correspondía una de estas enfermeras entusiastas, la dicha de esas damas había tenido un precio algo elevado»3 (páginas 25-26).

Por razones obvias, cuando desde una institución utilizan la propaganda para atraer a la población a que se comprometa con la causa, siempre olvidan mostrar la verdadera cara de la guerra; se les olvida mostrar el desastre y el horror, como lo olvidó en su momento el Tío Sam en el llamamiento a los jóvenes estadounidenses, como lo olvidan los anuncios de exaltación de las fuerzas armadas… Hermann Hesse quedó horrorizado al ver la realidad de la guerra desde el exterior de esa locura generalizada y, ante esta situación, expresó su punto de vista. Esta postura pacifista le trajo consecuencias: la prensa se volvió contra él, se vio abandonado por muchas amistades y recibió cartas de odio hacia su persona, por una parte de la población alemana que sintió su actitud como una traición hacia el propio país. Por supuesto, esta situación también afectó a su condición de escritor: muchos libreros le hicieron saber que retirarán sus obras de las librerías.

Esta situación produjo que renaciera el conflicto con todo su entorno, al igual que le ocurrió en su juventud: «De nuevo, me salía todo mal, de nuevo estaba solo y era desgraciado, de nuevo todo lo que pensaba y hacía era interpretado mal y hostilmente por los demás»3 (página 27). Pero esta vez Hesse buscó dentro de sí cuál era el verdadero problema. Y entendió que ese era el camino que debía seguir y que elegirlo implicaba un riesgo al propio individuo; que lo que le sucedía era una consecuencia de alejarse del camino de la multitud, como aquella cita de Louis Ferdinand Céline que Jean Paul Sartre registró en el epígrafe de La náusea: «Era un muchacho sin importancia colectiva, exactamente un individuo». De pronto, el autor celebrado cayó en el ostracismo y junto a esta quiebra, otra serie de golpes durante esos años (la muerte de su padre, la enfermedad de su hijo Martin y de su esposa) terminaron por sumirlo en una crisis que lo llevó a someterse a psicoanálisis con J. B. Lang, un discípulo de Carl Gustav Jung (al que más tarde conoció y con el que compartió correspondencia). En su conjunto, fue el germen para un cambio en su persona y en su escritura, un punto de inflexión en su vida, que le hizo mirar la sociedad y el mundo de otro modo, y que inexorablemente dio lugar, ya finalizada la Primera Guerra Mundial, a sus notables obras: Demián (basada en su propia experiencia con el psicoanálisis), Siddharta, El lobo estepario, El juego de los abalorios, etcétera.

«Afortunadamente, antes de que comenzasen los años de colegio yo ya había aprendido lo que es más importante y valioso para la vida: tenía sentidos despiertos, delicados y finos, en los que podía confiar y de los que podía obtener mucho placer; y aunque más tarde sucumbí irremediablemente a las tentaciones de la metafísica y hasta mortifiqué y descuidé de cuando en cuando mis sentidos, la atmósfera de una sensualidad delicadamente desarrollada, sobre todo en lo que se refiere a la vista y al oído, me ha sido siempre fiel y actúa vitalmente en mi mundo intelectual. Mucho antes de entrar en el colegio ya había adquirido cierto bagaje para el resto de mi vida. Conocía bien mi ciudad natal, los gallineros y los bosques, los huertos y los talleres de los artesanos, distinguía los árboles, los pájaros y las mariposas, sabía cantar canciones y silbar con los dientes y otras cosas valiosas para la vida»3  (página 21).


1–  Hermann Hesse, Demián. Trad. Luis López-Ballesteros y de Torres. Editores Mexicanos Reunidos, México 1985, página 162.

2– Irene Martínez Sahuquillo, La novela de formación de Hermann Hesse como testimonio de una identidad y una filosofía de la vida: la construcción del outsider en El lobo estepario. Universidad de Salamanca. Espacio, Tiempo y Forma, Serie V, Historia Contemporánea, 23, 2011, página. 81.

3– Hermann Hesse, Obstinación: Escritos autobiográficos. Traducción de Anton Dietrich. Alianza Editorial, Madrid. Primera edición: 1977. Reedición de 1987

4– Citado en reseña: Santiago Sanjurjo, Hermann Hesse. Su vida y su obra, Hugo Ball. Revista de Filología Alemana vol. 18, 2010 – pág. 365-366  ISSN: 1133-0406.

Rubén J. Triguero
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