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Arte y Letras

Alejandro Gómez Arias: La herencia de una sinfonía inenarrable

Sigue mirando las estrellas con los ojos cerrados, ¡oh dulce juventud!; labra el porvenir sujetando con grilletes eternos los desastres y ascendiendo a la montaña, cuando, cual nuevo Cuauhtémoc, clava el firmamento con tu dardo diamantino el sol eterno y blanco de la paz

Alejandro Gómez Arias, 1928

Personal e íntimamente, me veo seducido por la floridez y el contenido de una pieza de oratoria o una narración extraordinaria. Es triste, sin embargo, pensar que una de las artes más bellas de las cuales somos denominación de origen se haya constituido con el pasar de los siglos en una herramienta intrínseca de la demagogia. De hecho, hasta cierto punto me atrevería a decir que, indudablemente, tanto los grandes héroes, como los grandes tiranos de la historia convergen en algo: casi todos han sido oradores espectaculares, personajes con habilidades discursivas dignas de admirar.

No obstante, históricamente quien tiene el don de la palabra, tiene la obligación moral de usarla para defender los ideales que le representan a él y la justicia social que pretende. Hoy mi propósito es precisamente rendirle homenaje a un hombre que con su garganta echa clarín defendió el paradigma de un mejor mañana. Quien, aunque no es necesariamente un icono popular de la cultura latina, indiscutiblemente ha dejado una huella indeleble a la luz de los panoramas contemporáneos: don Alejandro Gómez Arias.

Para los desentendidos en el tema, este nombre posiblemente les recuerde a quien fuese el primer amor de Frida Kahlo (y sí, así fue). Sin embargo, Gómez Arias por su parte, también cosechó una carrera llena de éxitos y conquistas, siendo siempre la constante el reconocimiento social de sus contemporáneos. Nacido en Oaxaca, se mudó a muy corta edad con su familia a la Ciudad de México. Su padre, un prominente doctor considerablemente pudiente llevaba a su familia fuera de la ciudad con frecuencia; según Alejandro, en esos viajes fue donde aprendió sobre la historia nacional y la crisis social que se vivía en las comunidades más marginadas. Al entrar a la preparatoria se agudiza su gusto por la lectura; principalmente por la literatura rusa, de la cual sus autores favoritos eran Leonid Andréiev y Sachka Yegulev, de quienes admiró su búsqueda inagotable por la identidad. Hacia esos años conoce a Frida; de hecho, él le acompaña el día de su trágico accidente.

En la universidad la oratoria concretamente llega a su vida, coronándose campeón nacional de El Universal, el certamen más prestigioso de México, que hasta la fecha se sigue celebrando cada mes de junio. Propugnando los valores imberbes de la época de manera romántica y florida, insistiendo siempre en que la juventud tiene la fuerza para acabar con un país de austeridad y corrupción. Su intervención le hizo acreedor tanto de fama en el circulo intelectual como de respeto por sus compañeros y camaradas.

«De los millones de hombres que han inspirado en los últimos tiempos se ha exhalado aún un grito, mezcla de desesperación y de dolor, y de ese grito ha nacido esta juventud que será menos grande por exterminar los residuos dolorosos pasados que por cimentar sobre bases inconmovibles de paz el porvenir», Clamaba Alejandro en su ultima intervención de la tarde. Tras ser galardonado con el primer lugar, sus colegas oradores lo levantaron en hombros y lo llevaron hasta la vía publica, donde se regocijaba entre ovaciones. Esto marcó su ingreso definitivo a la vida pública. Debido a la dificultad de lograr ser publicado en diarios en la época, consideraba que esta (la oratoria) era la única manera de hacer público el pensamiento y el verbo libre.

Con veintitrés años era sin lugar a dudas el líder más respetado y la figura revolucionaria por excelencia de la Universidad Nacional de México. Siempre congruente con sus principios sobre la educación, luchó por una búsqueda del raciocinio así como el libre albedrío. Después de encabezar numerosos movimientos, se volvió partidario del opositor José Vasconcelos Calderón. Debido a su eminente popularidad en la comunidad estudiantil, muchos otros jóvenes se unieron a las filas vasconcelistas. Pese al empuje importante que tuvo, la campaña presidencial no rindió frutos y perdieron en las urnas. La vida para Gómez Arias se enfocaría más tarde en el periodismo; siendo el editor de la Revista Fábula, el director de la radio UNAM y asesor discursivo de distintas personalidades públicas de la época. A principios de los años 40 se distinguió por idear el proyecto que más tarde se consolidaría en El Colegio Nacional y también por ser el oficial mayor de la Procuraduría del Distrito y Territorios Federales. A pesar de ello, siempre fue un hombre de verdades: finalmente la vida política no término por ser el discurso engalanado que buscaba, por lo cual se retiró de ella a finales de la década.

Escribiendo y disertando dejó un vestigio imborrable durante su tiempo en vida: fue amigo cercano de grandes humanistas de México como el presidente López Mateos, quien ciertamente también fue un gran orador de la historia nacional. Durante la época del autoritarismo a finales de los 60 y principios de los 70, la mano derecha de Díaz Ordaz, y posterior presidente de la República Luis Echeverría lo buscó, avizorando el apoyo y consejo de uno de los líderes de opinión más respetados de la época. Su cercanía a los servidores públicos siempre fue una constante. Ya en su vejez, López Portillo y de la Madrid, en su estima por un referente del movimiento intelectual en México, lo invitaban a sus giras y a presidir diversas organizaciones, juntas con diplomáticos, así como otras formalidades. El ocaso de sus primaveras llegó en 1990. Con su último día se fue uno de los hombres más ilustres en el rubro docto del país.

A casi treinta años de su defunción, la estela de don Alejandro, aunque ya difuminada, sigue marcando una pauta en el corazón romántico de millones de mexicanos que buscan la reivindicación de los sagrados derechos del pueblo. Su visión de ante todo luchar por la justicia y la opulencia, innegablemente sigue siendo la utopía de un pueblo rezagado, pero sobretodo marginado en todos los ámbitos. Su edén de una juventud que tome las riendas de la patria sigue siendo una agenda pendiente.

El sendero que recorren miles de mexicanos buscando cambiar el mundo a través de su palabra está, inalienablemente, rodeado por los cipreses que sembró Gómez Arias a lo largo de su vida: en la impronta incontrolable de los jóvenes universitarios, sigue vivo el canto de libertad vasconcelista, al son de Por mi raza hablará el espíritu; en la sangre verde blanca y roja que corre por nuestras venas, vive con la mirada fija para siempre don Alejandro y su ideal: echar raíces en aras de un porvenir.

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