Un James Bond para el siglo XXI
James Bond es uno de los grandes personajes de la cultura popular del siglo XX por méritos propios. Creado en 1953 por Ian Fleming mientras trataba de desconectar de su próxima boda, el espía inglés por excelencia acumula a estas alturas veintiséis películas, una serie de dibujos, muchas colecciones de cómic y, por supuesto, cuarenta y seis novelas de la serie principal, además de otras dedicadas a su juventud o a las aventuras de la secretaria Moneypenny. Pero, a pesar de lo anterior, hay una pregunta que algunos nos hacemos: ¿tiene lugar James Bond en el siglo XXI? La respuesta solamente la encontraremos si nos fijamos en las producciones culturales que tratan de encontrar cómo cerrar el difícil encaje del agente al servicio secreto de su Majestad en nuestro tiempo.
James Bond fue fruto de una situación geopolítica concreta. Ian Fleming había trabajado en la inteligencia naval británica durante la Segunda Guerra Mundial, llegando al rango de comandante, aunque alejado de la acción. Su conocimiento de los servicios secretos durante el conflicto era, por lo tanto, algo adquirido de primera mano, no tanto su situación tras la Segunda Guerra Mundial, cuando empezó a trabajar para el grupo Kemsley, una asociación de periódicos que tenía el control, entre otros, del The Sunday Times.
El James Bond de Fleming era, pues, un arquetípico producto del último conflicto mundial, un espía nacido por y para la Guerra Fría. Sus secundarios y sus misiones no lo eran menos, construyendo un universo que se desarrollará hasta su muerte en 1964. Para situarnos, Ian Fleming no llegó a vivir la salida de Francia del mando militar integrado de la OTAN, ni la Primavera de Praga. Durante los once años en los que se dedicó a la escritura, el entorno en el que se movía su personaje queda muy lejos del que vivimos hoy en día.
El cine: la evolución sin paradas
La naturaleza cambiante de James Bond en la gran pantalla podría dar para muchas reflexiones. Los espectadores aprendieron relativamente pronto que estaban ante un personaje más grande que su intérprete. Todos tenemos nuestro Bond favorito, pero no por eso dejamos de reconocerle en los nuevos intérpretes: es una figura poliédrica y llena de matices que estamos entrenados para descifrar. En el fondo, existe al menos un Bond por cada actor que le ha dado vida; todos los sabemos y lo asumimos de manera natural.
Por eso la mejor manera de ver el avance del personaje en el cine es mediante los cambios de actor. En los años ochenta, por ejemplo, la figura del más amable Roger Moore dio paso a un Timothy Dalton más violento, frío y duro. Pero los noventa fueron de Pierce Brosnan. El antiguo intérprete de Remington Steele recuperó un Bond más amable y simpático, devolvió el peso progresivamente a los diferentes gadgets de M y se permitió algunos de los villanos más estrambóticos de la saga. A pesar de que Goldeneye (GoldenEye, 1995) prometiese una vuelta a los orígenes, algo que por otra parte pasa casi siempre que se cambia de intérprete, es difícil no ver en Brosnan una suerte de retorno a los tiempos de Roger Moore.
El Bond de Brosnan se agotó en cuatro entregas de calidad decreciente, hasta llegar a Muere otro día (Die Another Day, 2002). Además de tener algunos tramos vergonzosos (mención de honor para el momento del surf), la película no sabía muy bien qué estaba haciendo; presentaba un posible spin-off de la Jinx de Halle Berry, se diluía en escenarios increíbles y mostraba una saga sin norte. En cierto modo era natural: el Bond de Brosnan no tenía demasiado lugar en el mundo moderno tras el éxito ese mismo año de El caso Bourne (The Bourne Identity, 2002) o XXX (XXX, 2002). Curiosamente, más de un crítico quiso ver en esta última el golpe de gracia para esta iteración del agente 007. Cuando una película como esa se permite el lujo de matarte en el prólogo es que algo va mal.
Enfrentados a la incapacidad de Pierce Brosnan para seguir siendo el agente con permiso para matar, los productores tuvieron que estudiar con cuidado la situación. Lo primero fue acabar con los rumores de la película dedicada a Jinx: evidentemente, al nuevo Bond le lastraría que una coprotagonista del anterior intérprete tuviese su propia serie de films. Además, el tono no podía seguir siendo el mismo. Había que cambiar de época, irse a un momento en el que el agente secreto que contaba con las iniciales J. B. más exitoso se llamaba Jason y se apellidaba Bourne.
La primera película de un nuevo actor siempre trata de reducir la escala y recuperar el origen literario del personaje. En esta ocasión, se recuperó el título de Casino Royale (Casino Royale, 2006), que pese a ser el de la primera novela de Ian Fleming nunca se había empleado en la serie de películas de EON, para anunciar que nuestro espía estaba renaciendo. La nueva cara de Bond no era particularmente joven, Daniel Craig estrenaba papel con treinta y siete años, pero sin embargo se presentaba como un recién llegado a la división doble cero: un agente duro y capaz de enfrentarse a sus enemigos sin dar ningún cuartel.
La película fue un éxito de taquilla y crítica sin paliativos. A pesar de las dudas que despertaba su elección, Craig salió vencedor del envite y Casino Royale entró a toda velocidad en las listas de las mejores películas de Bond. Mucho tuvo que ver la renovación técnica de Martin Campbell a la dirección. Este veterano neozelandés tiene una de esas carreras incomprensibles que a veces suceden en el mundo audiovisual: en los años setenta se dedicó a hacer películas, entre lo erótico y lo cómico, en el Reino Unido; en los ochenta fue uno de los más notables directores televisivos del mundo británico, firmante de la magistral Edge of Darkness; en los noventa terminó convertido en un director de encargo para Hollywood tras dirigir su primer Bond, la notable GoldenEye, y acabar en la corta franquicia dedicada a El Zorro; finalmente en el siglo XXI se transformó de manera efímera en un director de prestigio gracias a Casino Royale y su remake de Edge of Darkness (en España titulada Al límite, 2010). Luego hizo Linterna Verde (Green Lantern, 2011) y desde entonces está esperando que lo olvidemos.
Casino Royale entiende que el nuevo Bond debe ser una suerte de traducción al universo de Fleming del ya mentado Jason Bourne. Esto parte sobre todo de la realización, que incluye una epatante escena inicial en blanco y negro, seguida de una persecución con abundante uso de parkour que sigue siendo tan efectiva a día de hoy como cuando se estrenó. Pero no se quedó ahí, presentándonos a un Bond que no presta atención a qué bebe en el casino, frío y distante; un hombre sin pasado pero que, sin embargo, tiene lugar para el amor en su historia. La figura de Vesper Lynd fue muy subrayada en esta suerte de nueva concepción de Bond. Nuestro héroe se enamora y eso le deja huella, se nos venía a decir. En realidad, los aficionados sabemos que ya estuvo casado con anterioridad y que el único resultado de darle una relación seria a Bond suele ser la muerte de su pareja. Lo nuevo siempre acaba volviendo a lo viejo cuando nuestro agente anda metido por en medio.
Pero Casino Royale destacó también por prometernos la creación de una nueva figura de Bond más acorde a nuestros tiempos. Las últimas escenas de un alargadísimo final, el único punto negro de la película, nos conducen a una nueva interpretación del agente doble cero que ya conocemos. 007 nace en realidad al final de la cinta, siendo lo anterior una suerte de historia de origen magnificada. Pero todo se quedó en nada, porque debieron de pensar que para qué iban a abandonar a un nuevo personaje que tenía éxito. La historia de siempre.
Así, Daniel Craig lleva arrastrando desde Casino Royale la interpretación de un Bond a medio gas. Ya sea en la deleznable Quantum of Solace (Quantum of Solace, 2008), digna de estar en un top 3 de las peores películas de la saga, en la muy interesante Skyfall (Skyfall, 2012) o en la de nuevo vergonzante Spectre (Spectre, 2015), el Bond de Craig nunca consigue convertirse en lo que nos prometió en su primera entrega. Las referencias a su pasado le consumen constantemente. Cuando no es el destino de Vesper Lynd, es su pasado familiar; cuando no es el recuerdo de sus padres, es una figura de su pasado que no le importa a nadie, pero vuelve para atormentarle. Nunca permiten que Bond vuele libre, un agente sin ataduras ni limitaciones dispuesto a hacer cualquier cosa por su graciosa majestad. Ahí radica el verdadero problema de esta aparentemente finiquitada época de Bond: en que se ha quedado en apenas el boceto de lo que podía haber llegado a ser.
A este respecto, debemos reconocer que Spectre termina resultando, con sus enormes defectos, un cierre coherente a esta particular etapa de James Bond. De nuevo el pasado persigue a un agente que muestra una incapacidad expresiva particularmente molesta, mientras decide que el servicio público ya no es lo más importante de su vida. Bond ha dejado de ser él mismo para convertirse en una figura presa de sus relaciones interpersonales, creadas a brochazos además y con una impostada profundidad que no engaña a nadie. Los autores parecen creer, puede que con razón, que los espectadores no están preparados para un auténtico Bond, que necesitan que este esté permanentemente amenazando con retirarse del servicio y cuestionando su vida, con implicaciones personales que antes no hacían falta. James Bond ya no es el agente secreto al servicio de su Majestad, sino que está permanentemente al servicio de sí mismo.
En el cine no encontraremos, pues, nuestro James Bond del siglo XXI. Lo que nos encontraremos será una suerte de pastiche que no pasa del estado embrionario pese a contar con dos grandes cintas. Cuando uno acude al cine a ver una película de Bond tiene unas expectativas concretas, y estas no acaban de cumplirse al construir un nuevo universo demasiado centrado en la psicología del propio personaje, que por cierto tampoco es que sea demasiado profunda. Al final, nos quedaremos con Casino Royale y Skyfall y siempre tendremos que decir algo como: «pero es un Bond un poco particular». Hay que reconocer que no es mala cosecha, pero esto prometía mucho más.
La novela: grandes nombres para grandes decepciones
Las novelas que continuaron la historia de James Bond tras la muerte de Ian Fleming, siempre se han encontrado con una cuestión básica: ¿mantener la cronología o cambiar la época histórica? Si en el cine la respuesta fue clara desde un principio, en la literatura las implicaciones eran más complejas. El mundo representado en pantalla siempre es más sencillo de asumir que en las letras: los detalles del fondo se difuminan y las imágenes ahorran discursos para justificar las elecciones. Pero mantener atado a las páginas un personaje aparentemente inmortal sin que rechine es más difícil.
De todos modos, los dos grandes continuadores de la labor de Fleming apostaron por llevar a Bond a los ochenta y los noventa. John Gardner primero y Richard Benson después, regalaron al mundo una larga serie de novelas en las que fueron creando una continuidad propia y separada de la gran pantalla, a menudo contradictoria gracias a que Benson decidió que iba a coger lo que le había gustado de las aportaciones de su predecesor, ignorando el resto. El resultado fue que el Bond literario acabó cayendo en una suerte de intrascendencia: sus obras eran leídas solamente por los conversos y se publicaban sin que nadie les prestara mayor atención. Para muestra, un botón: en España solamente se publicaron cinco novelas originales de Gardner y ninguna de Benson; solamente nos llegaban puntualmente las novelizaciones de las películas realizadas por ellos.
Con la llegada del centenario del nacimiento de Ian Fleming, se decidió cambiar la propuesta para intentar que las nuevas novelas de James Bond fueran acontecimientos literarios. Para ello se apostó por conseguir autores de cierta trascendencia, novelas autoconclusivas y más referencias a las novelas originales. Desde entonces, se han publicado cuatro entregas, cada una independiente del resto, tres de las cuales no resultan de interés ahora al estar ambientadas en los cincuenta (Trigger Mortis) y los sesenta (La esencia del mal y Solo).
La novela que nos atañe ahora, sin embargo, fue curiosamente la que tuvo más trascendencia mediática en el momento de su lanzamiento. Carta blanca (Carte Blanche, 2011) se lanzó al mercado como si se tratara de un auténtico acontecimiento literario de primer nivel. Todo fue orquestado por Ian Fleming Publications de manera impecable para que lo fuese.
Lo primero fue conseguir un autor de prestigio y fama mundial. El elegido fue Jeffery Deaver, mayormente famoso por su serie de novelas dedicadas a Lincoln Rhyme, una de las cuales fue adaptada a la gran pantalla con el título en español de El coleccionista de huesos (The Bone Collector, 1999). Deaver llegó a ganar un Nero Award por la novela homónima y es a día de hoy un superventas indiscutible en el mundo anglosajón, aunque en España no haya alcanzado la misma fama. Su anuncio fue un terremoto en la industria, acostumbrada a que los seguidores de Fleming se movieran en un nivel de trascendencia menor. La presentación se convirtió en una suerte de fantasía en la estación de San Pancracio de Londres, con un Bentley pintado para la ocasión, la presencia de miembros de las fuerzas especiales británicas, una chica Bond haciendo stunts y toda la parafernalia que uno pueda imaginar. La pena es que la novela resultó mucho menos divertida que la presentación.
El nuevo James Bond ha nacido en 1979 y es un veterano de Afganistán que trabaja para el Overseas Development Group. Hemos abandonado la Guerra Fría, el MI6 ya no es suficiente y ha sido necesario crear una nueva organización británica que pueda actuar en el extranjero de manera impune. Así, nuestro Bond se ha convertido en algo que a ratos se parece más a un terrorista por cuenta ajena que un agente secreto; actúa como quiere, donde quiere y no parece tener que rendir cuentas a nadie. Es cierto que el viejo agente terminaba haciendo básicamente lo mismo, pero al menos el entorno social en el que se movía lo justificaba de una manera más efectiva.
La trama en sí no da para mucho, y además se complica en exceso. Por un lado, tenemos un magnate de la basura que parece obsesionado con la muerte y que sirve como ejecutor de una farmacéutica en un plan tan complicado que resulta absurdo; por otro, una organización supuestamente sin ánimo de lucro que reparte comida por el continente africano. Y en medio, algunos tiroteos, un par de huidas increíbles y demasiadas referencias a marcas de todo tipo. Porque eso termina siendo durante bastantes páginas la novela: un sinfín de citas de nombres de vinos, relojes, trajes y todo lo que nos podamos imaginar. Parece que el verdadero trabajo de documentación de Deaver fuera ese: conseguir una lista de complementos de lujo que poder sacar a colación en el momento menos esperado y así acabar con la ficción que ha creado.
James Bond, como espía de la Guerra Fría, se situaba como un ideal inalcanzable para la ciudadanía, que todavía podía creerse que los agentes secretos vivían en un mundo de lujo sin parangón. Pero en el siglo XXI, nadie espera que alguien como este James Bond se haya hecho poco menos que millonario luchando por los intereses del Reino Unido. Ese aspecto tal vez sea el más difícil de mantener desde las obras originales de Fleming, acabando con toda sensación de verosimilitud y haciendo que a menudo uno tenga que dejar la novela un rato para no saturarse de todo tipo de referencias a una riqueza que resulta ridícula. Leer a un agente secreto preguntarse si en una comida de trabajo debe tomar Côte de Beaune o un Chablis para terminar quedándose con un Alex Bambal Puligny, por poner un ejemplo, te saca de la acción, la verdad.
Sí es curioso que, al igual que en el cine, el pasado de Bond sea un elemento que persigue al agente. En esta ocasión, sin embargo, es algo secundario de la acción y no se convierte en la parte esencial de la misma, pero igualmente las investigaciones del protagonista sobre sus padres tienen un peso específico a la hora de crear el personaje. En esta ocasión, sus dudas vienen de saber si alguno de sus progenitores era un espía y fue asesinado por los rusos. El resultado será una trama abierta para posibles continuaciones que seguramente nunca lleguen.
Porque este James Bond del siglo XXI ha sido abandonado aparentemente por la editorial, que ya ha publicado otras dos novelas ambientadas en los 60 y los 50, mientras Deaver ha vuelto a sus personajes habituales y no parece que vaya a volver a encargarse del agente secreto más famoso del mundo. El problema final es que a este nuevo Bond le pasaba lo mismo que al Craig de la gran pantalla: no era diferente a todos los operativos de nuevo cuño que llenan páginas y minutos de cine. James Bond debe ser único y reconocible para funcionar, y cuando el reconocimiento llega solamente por aspectos puramente decorativos como el nombre es que vamos mal. La novela de Jeffery Deaver es tan olvidable como las de sus antecesores y un fracaso rotundo en la creación de una nueva continuidad para su protagonista.
El cómic: el éxito inesperado
La historia de James Bond en los cómics es mucho menos notable que en el resto de medios. Existieron tiras de prensa y cómics que adaptaban al personaje en mercados secundarios como España. El caso más notable fue el de Semic Press, una editorial sueca; sin embargo, vamos a fijarnos sobre todo en el mercado americano, que no en vano es el natural para la marca James Bond a nivel global.
La primera editorial americana que produjo sus propios cómics del personaje fue la difunta Eclipse en Permission To Die, un producto nacido de la compra de los derechos del personaje para la adaptación oficial de Licencia para matar (Licence to Kill, 1989). De todas formas, fue algo coyuntural y sería Dark Horse la primera editorial que trataría de explotar al personaje durante tres años, hasta 1995, sin un éxito de ventas demasiado elevado. Desde entonces, quitando una adaptación de GoldenEye que quedó incompleta, James Bond desapareció del mercado.
Tuvo que llegar el año 2015 para que Dynamite, la compañía que más franquicias ajenas al cómic acumula, decidiera lanzarse a la aventura de recuperar a James Bond para el cómic. Para aquellos que no la conozcan, esta editorial americana destaca sobre todo por acumular propiedades intelectuales ajenas que van desde El Zorro a La Sombra, pasando por Betty Boop, El ejército de las tinieblas o hasta los mismísimos Kiss. Esto no evita que también tenga obras propias, pero nos indica que estamos ante una editorial que sabe perfectamente aprovechar personajes ajenos, en ocasiones de manera sobresaliente, como demostró su magnífica serie dedicada a El LLanero Solitario, tristemente incompleta en España.
Para su nueva colección de James Bond, Dynamite quiso dejar claro que iba a por todas desde el principio. El equipo creativo elegido sería capitaneado por el guionista Warren Ellis, con el apoyo del dibujante Jason Masters. Una idea ganadora. Warren Ellis no es solamente uno de los principales guionistas del mundo anglosajón, sino que además ha probado en diferentes ocasiones su capacidad para relanzar series y personajes. Así lo hizo recientemente con El Caballero Luna, lo que le sin duda le sirvió como tarjeta de presentación para esta nueva aventura, demostrando que sabía recrear el personaje sin dejar de lado su personalidad, a pesar de que las aventuras individuales podrían haber sido escritas para cualquier justiciero semejante.
Warren Ellis dijo que al prepararse para su nuevo trabajo, aprovechó para releer muchas de las obras de Ian Fleming y acercarse a aquellas que se le habían escapado, tratando de acercarse al Bond primigenio. De hecho, el autor británico subraya que el suyo es el Bond de los libros, sin ninguna relación con las películas y sus tópicos. Y vista su primera saga, de complicado nombre VARGR, no miente. Además se ocupó de que James Masters no se inspirase en ninguno de los actores que dio vida a Bond, sino en un dibujo encargado y aprobado por el propio Ian Fleming. Warren Ellis ha creado el único Bond viable para el siglo XXI, y lo ha hecho en el cómic.
Lo primero que comprende Warren Ellis es que Bond no necesita una motivación externa para vivir sus aventuras. Su familia no le atañe, tampoco relaciones personales anteriores: es un agente que vive por y para su trabajo, lo que curiosamente consigue humanizarle al ver como se relaciona con su propia vida. La trama no necesita más acicate que la muerte de otro agente doble cero, 008 en esta ocasión. La elección del número no es banal: en la novela Goldfinger James Bond pensaba que si él moría sería 008 quien le vengaría, que era un buen hombre y más cuidadoso que él. De ahí que su muerte sea vengada por nuestro agente secreto en las primeras páginas, dando lugar a un diálogo con Ian Fleming y a un planteamiento que nos ahorra la necesidad de ningún añadido adicional para que sea personal.
El Bond de Ellis es violento, pero encantador, coquetea con Moneypenny y tiene en M un jefe que debe ser comprensivo con él pese a que siempre le meta en problemas. Además, es conocido por sus amigos como un mujeriego y su jefe le dice que aún no podrá retirarse a vivir en un casino. Pero sobre todo es un agente, un hombre guiado por una misión y que no muestra remordimientos, ni dudas. 007 es el perfecto agente del MI6, por eso funciona como personaje y por eso sigue vivo a día de hoy; cuando tratamos de convertirlo en un hombre falible y atrapado por su propio pasado, lo estamos convirtiendo en algo diferente. Parece que solamente Warren Ellis lo ha entendido en este siglo XXI.
En VARGR se esconde el mejor Bond contemporáneo que podemos encontrarnos: no nos caerá simpático cuando empiece la acción y no conoceremos su psicología, pero querremos que haya alguien como él para frenar los pérfidos planes de quien quiera que amenace nuestro estilo de vida. Ese es el secreto de James Bond: ser nuestro oscuro objeto de deseo, el hombre que todos querríamos ser, un agente secreto con licencia para matar que siempre la usa por el fin correcto, sin pensárselo dos veces, ni comprometer la misión.
Conclusión: pero, ¿quién es Bond?
Lo cierto es que existen muchos James Bond. Para empezar, está el de Ian Fleming; luego cada actor ha creado uno nuevo en la gran pantalla; faltan también los delineados por los diferentes escritores… James Bond es una idea cambiante dónde cabe casi cualquier cosa, esa es su mayor fortaleza y su mayor debilidad. Porque del mismo modo que podemos admitir nuevos elementos en la configuración del personaje, también puede llegar el momento en el que nos demos cuenta de que nos lo han cambiado demasiado, de que ya no es nuestro James Bond, sino otra cosa.
Ese peligroso equilibrio entre lo universal y los elementos de autoría crean un espectro amplio donde se esconde la riqueza de James Bond. ¿Realmente ha sido el mismo o es un nombre en clave empleado por diferentes agentes del MI6? ¿Pertenece a una época concreta o puede seguir en activo hasta el final de los tiempos? Las posibilidades son infinitas y su exploración es fascinante incluso cuando el resultado no es el mejor posible.
A la hora de juzgar las diferentes versiones, debemos entender siempre el ecosistema en que se crean. Evidentemente, la influencia de otros personajes es mayor en el cine que en la literatura o el cómic, debido al mayor coste de una película. Sin embargo, queremos creer que existe un valor añadido en la fidelidad al personaje, algo que en el fondo no deja de ser una decisión personal que no podrá entender un recién llegado a la saga. ¿Realmente es malo un James Bond que no se parezca al de Ian Fleming para el que nunca ha leído al autor británico? Lo dudo; sin embargo, es inevitable usar esa vara de medir cuando uno se acerca con algo más de bagaje.
Como siempre, al final el juicio definitivo lo emite el tiempo. En este caso, la verdadera duda es si estas nuevas interpretaciones del personaje conseguirán mantenerse en pie en el futuro y aportar nuevos elementos a la historia del mismo. Aquí hay que atreverse y solamente la propuesta de Warren Ellis parece capaz de conseguirlo. En cuanto Daniel Craig abandone la franquicia, su Bond pasará a la historia de manera inevitable y seguramente todos sus rasgos de personalidad sean borrados de un plumazo; el de Jeffery Deaver parece claro que terminó sus aventuras en el momento en el que cerramos Carta blanca y nadie pensará nunca que Bond nació en 1979. Sin embargo, el de Ellis si parece capaz de ir construyendo nuevos elementos que sumar a los ya conocidos, de proponer una manera de entender al personaje intemporal y que sigue siendo tan vigente ahora como en los años 50.
Ahí está el tan buscado Eldorado, el paraíso de las franquicias y las sagas. Ahí se encuentra el corazón de Bond, una esencia atemporal que a menudo se nos olvida y dejamos que se mezcle con la contemporaneidad, sin entender que si ahora seguimos hablando de 007 es porque existe en el mundo de las ensoñaciones y no de la realidad, fuera de todo anclaje terrenal. Así es con todos los grandes personajes que en la cultura popular han sido, arquetipos que solamente debemos superponer sobre nuevos fondos para descubrir que siguen funcionando tan bien como el primer día. ¡Larga vida a James Bond!
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