Hay veces en las que las buenas películas pasan a la historia por aquello que esconden en lugar que por aquello que cuentan. En mi opinión ese debería ser el caso de As Bestas, aunque no parece que esto vaya a suceder. Este genial thriller de Sorogoyen tiene la capacidad de hacernos enmudecer ante la sórdida crudeza de la violencia vecinal, al tiempo que nos introduce en uno de los grandes debates de nuestro tiempo: el papel de las energías renovables en las comunidades rurales y el efecto NIMBY. Sin embargo, aunque la trama nos conduzca con sus delicados giros hacia el dilema de los daños colaterales del nuevo modelo energético, hay un fascinante debate de fondo que creo que enmudece todo lo demás. Xan y el francés no son enemigos por la cuantía de la indemnización, lo son porque tienen dos visiones muy distintas del mundo. Representan el cisma de perdedores y vencedores de la globalización.
De las muchas virtudes que tiene el fascinante momento que vivimos, seguramente una de las más significativas sea la cantidad de información de la que disponemos para componer nuestra imagen de la realidad. Nunca antes un don nadie como usted y como yo tuvo acceso a semejante magnitud de información sobre cualesquiera que sean los temas que queramos escrutar. Somos en muchos sentidos, sociedades sobreinformadas. Ese exceso de información es capaz de cosas maravillosas, que día a día percibimos en el frenético desarrollo en el que se encuentran embarcadas las sociedades contemporáneas. Somos la generación de la inteligencia artificial, la vacuna en tiempo récord, el metaverso o los viajes a Marte. Sin embargo, ese vertiginoso devenir de flujos de información tiene un reverso destructivo. Comprender el mundo de hoy se ha tornado en una tarea tan difícil de abordar como compleja de ejecutar. Estamos ante la paradoja de que nunca tanta información dificultó tanto comprender lo que sucede. Sin lugar a dudas, esta es una de las grandes causas de la enorme guerra cultural en la que nos encontramos.
Viendo As bestas, uno podría pensar que la trama gira sobre la disyuntiva de dos vecinos ante una indemnización insuficiente de una empresa que quiere montar unos molinos eólicos. Y en cierto modo así es. Puede que Xan y el francés no se hubiesen liado a mamporros si la empresa noruega se hubiera estirado en sus condiciones económicas. Sin embargo, la idea que me empujó a escribir este artículo es precisamente la opuesta. Creo que la raíz del enfrentamiento trasciende la coyuntura, porque nos encontramos ante dos símbolos de la dialéctica sociológica más actual. El francés representa esa capa de la sociedad que ha triunfado en el ecosistema social del capitalismo tardío. Es una persona cultivada, proviene de una profesión liberal, ha sido capaz de acumular capital hasta el punto de poder abandonar su empleo y mudarse a una aldea gallega a vivir de la tierra. Es, en muchos sentidos, un triunfador de la globalización capaz de dar forma a su sueño vital. Enfrente tenemos a los hermanos Anta. Una familia de ganaderos que sobrevive a duras penas en un mundo que se desprende poco a poco de su oficio. Sin formación ni más perspectiva que la de comprar una licencia de taxi, estos párrocos que jamás salieron de su aldea representan a un mundo que se fue en lo económico, pero que persiste en lo social. Son los parias de la globalización, gente que no comprende con exactitud la raíz de sus circunstancias pero que está frustrada y enrabietada con ello. Puede que Xan y el francés no se hubieran matado en una reyerta con una indemnización mayor, pero habrían chocado en muchos otros frentes de su vida.
Con todo, el problema no es que la globalización genere vencedores y parias, eso no es algo precisamente novedoso. Todas las grandes transformaciones de la historia albergaron en su seno fuertes desequilibrios. Así lo fue la neolitización con los últimos pueblos nómadas, como nos cuenta James C. Scott en Contra el Estado. Y así lo fue también cuando la Revolución industrial dejó un reguero de pobreza en los campesinos europeos, tal y como narra brillantemente Polanyi en La gran transformación. El auténtico problema es que, a diferencia de otros procesos previos en los que los protagonistas no tenían las herramientas suficientes para comprender dichas transformaciones, hoy el escenario es bien distinto. Los campesinos de las Uvas de la ira no sabían si emigrando a California iban a encontrar un contrato estable de trabajo, pero Xan puede saber a ciencia cierta que una licencia de taxi es más cara de lo que se piensa (tal y como adelantó el francés en sus últimas discusiones). Xan puede desconocer la cuantía final de la licencia que quiere, pero debería saber que los taxis compiten con Uber y Cabify y que es posible que no le quede dinero para comprarse un piso en la ciudad. Esta es la dialéctica de nuestro tiempo, la colisión entre aquellos que son capaces de exprimir el medio en el que se desenvuelven porque han gozado de las herramientas necesarias para hacerlo y los que no pueden porque se han visto privados de esos medios.
Pero la cosa no termina aquí. Porque el problema se convierte en dramático cuando estos perdedores del mundo moderno son instrumentalizados. Cuando desde determinados centros de poder se convierte su miseria en paradigma y se utiliza su frustración como combustible. Y esa instrumentalización a día de hoy se cimenta sobre un edificio de medias verdades y mentiras amorales. El viejo siglo XX (que albergó en buena medida a estos parias de la modernidad) nos ha dejado como su secuela más sarcástica el resurgir de los movimientos de extrema derecha como la presunta cura de estos vencidos de la globalización. Estos parias del sistema agrupados en torno a los Trump, los Meloni o los LePen de turno conforman un torbellino ideológico que aleja elección tras elección las salidas a este callejón sin salida. Así lo pudimos comprobar en el teatrillo de la moción de censura del pasado martes. Creo sinceramente que existen muchas (muchísimas) cosas que achacar al gobierno en general y al presidente en particular, pero dudo sinceramente que convertir a España en una autocracia sea precisamente el mayor riesgo que tenemos a día de hoy. Seguramente si Tamames y Sánchez se hubieran sentado delante de una botella de albariño en una taberna gallega no habrían llegado a las manos en su discusión. Y no lo habrían hecho entre otras cosas porque Tamames, como Sánchez, sabe que España no es una autocracia, que subirle los impuestos a las grandes fortunas no es amoral, que la Guerra civil no empezó en 1934, que los inmigrantes no les quitan el trabajo a los nacionales y que el Covid no fue diseñado en un laboratorio. Pero claro, eso no lo puede admitir.
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