La lucha por el relato. Historia y política en los tiempos modernos
Puede que, otro año más, el día de la Hispanidad llene las redes de titulares de medio pelo, debates artificiales o frases de Ramiro Ledesema. Pero desde luego ya no debería sorprender a nadie. Por desgracia, nos hemos acostumbrado a que nos secuestren los debates históricos y los deformen hasta ridiculizar su trasfondo. La historia está más de moda que nunca en el país de los debates nacionales (ese que Luisa Elena Delgado denominó nación singular). Somos el país que más debate sobre su pasado porque muchos de nuestros grandes dilemas colectivos pivotan sobre nuestra identidad. Pero no nos engañemos, nada de lo que nos está sucediendo es nuevo ni extraño. En realidad, el relato del pasado es parte consustancial del poder en la Edad Contemporánea, lo que pasa es que algunos casi lo habían olvidado. Repasemos brevemente por qué estamos en este punto.
Durante una de las interminables sesiones de los juicios de Núremberg, el arquitecto y hombre de confianza de Hitler, Albert Speer, hablaba en estos términos: «mediante los productos de la técnica, como la radio y el altavoz, ochenta millones de personas pudieron ser sometidas a la voluntad de un único individuo». La frase, ciertamente, tuvo mucho éxito y ha sido usada en multitud de ocasiones como punto de partida a la hora de hablar del régimen de terror nazi y sus políticas propagandísticas. Aunque Speer trabajó fundamentalmente como arquitecto del reich, su trabajo fue pieza clave del potente discurso propagandístico. Con Goebbles desde el ministerio de Propaganda y la labor de la policía política, los jerarcas nazis lograron amplificar y difundir el mensaje esencialista hitleriano. Valiéndose de todos los canales a su disposición, aquel discurso removió los sólidos cimientos de la sofisticada sociedad alemana. En apenas diez años, la sociedad y la cultura alemana habían sufrido una transformación sin precedentes basada en la corrupción de los valores humanos más fundamentales. El racismo, la violencia, el culto a la sangre y una cosmovisión utópica sobre la raza aria fueron el combustible de odio de aquella sociedad. Pero la historia a veces está cargada de ironías. Y las mismas ensoñaciones construidas sobre mentiras y medias verdades, alimentaron la decadencia de las dictaduras fascistas. Poco a poco, estos regímenes fueron entrando en crisis presa de sus propias incoherencias. La guerra aceleró el proceso de destrucción y supuso un punto y aparte a esta retórica. Pero eso tampoco fue el final. Las estrategias de aquel destructivo proyecto no murieron con la victoria de los aliados. Esa maquinaria creadora de mitos, que superó las peores ensoñaciones de Huxley en Un mundo feliz, resultó ser muy útil en el mundo de la postguerra. Muchas de las practicas totalitarias ideadas por el régimen nazi para ejercer su control social sobrevivieron al conflicto y fueron reflotadas sin demasiado pudor por los vencedores. Hoy, estas estrategias perviven convertidas en rutinas de control social que, de forma más elegante y sofisticada, practican muchas democracias occidentales.
Sin embargo, no todas las viejas estrategias de propaganda nazi fueron originales, ni todas perviven de la misma manera. Uno de los grandes pilares del proyecto ultranacionalista que implantó el fascismo de los años treinta fue el de la revisión de su pasado bajo una óptica maniquea y populista. Desde un punto de vista estratégico, la historia podía convertirse en un escenario más de la guerra ideológica para justificar las ensoñaciones utópicas fascistas. Los ideólogos fascistas se sumergieron en el pasado de las naciones modernas en busca de las herramientas necesarias para justificar su discurso. En eso, los fascistas no fueron muy originales, dada la importancia de la historia para la articulación de las sociedades contemporáneas. Todos los proyectos nacionales contemporáneos se han valido de potentes dosis de historia para justificar su existencia. En su ensayo La invención de la tradición, E. Hobsbawm destripó sin piedad muchos de los símbolos y mitos históricos de las viejas naciones occidentales en busca de la autenticidad del relato. Y lo más sorprendente es que ninguno sobrevive a una revisión en profundidad. La mayoría de los casos estudiados por Hobsbawm caían en falsedades y medias verdades presentando una versión del pasado a medida de sus intereses. De esta forma, la historia era útil porque justificaba el presente y podía esgrimirse como argumento en la arena política. El gran erudito de los estudios sobre el fascismo, Emilio Gentile, explicaba brillantemente en su ensayo El culto del littorio el funcionamiento de la lógica propagandística fascista. Los fascistas italianos aprovecharon la arquitectura ideológica del Risorgimento para articular su religión secular: el culto a la patria. El pasado glorioso pertenecía al imperio romano (momento de unidad de los pueblos de Italia), mientras que los momentos de división de la patria se correspondían con su decadencia. Por tanto, para devolver a Italia su lugar en el mundo se debía recuperar la gloria imperial romana. Este revisionismo histórico de brocha gorda tuvo mucho éxito en el siglo XX y sigue presente en muchos países cuya historiografía cae demasiadas veces en el nacionalismo obtuso. Si miramos hacia nuestro pasado, el caso español no difiere demasiado de lo que venimos tratando. Con la victoria franquista de 1939, el programa ideológico fascista de la Falange se impuso en todas las esferas. La base del nuevo Estado fue la represión del viejo y el colectivo quizás más duramente reprimido fue el de los maestros. El decreto del 10 de diciembre de 1936 de la Junta Técnica del Estado depuró a todos los maestros que ejercieron bajo la república acusados de ser «envenenadores del alma popular». El engendro que salió de aquello fue la denominada doctrina nacional católica; una combinación de elementos tradicionalistas, ultracatólicos y conservadores que recompusieron el relato oficial de la historia de España. Esta nueva historiografía debía justificar al menos dos cosas: de un lado, la necesidad de la cruzada para eliminar los males de España; y del otro, la rearticulación de la identidad española bajo el paradigma ultracatólico y tradicionalista del dictador. Y con estas mimbres la España huérfana de intelectuales salida de la Guerra Civil se sumergió en cuatro décadas de nacional catolicismo. La herencia de este desaguisado está muy presente en los debates de la España contemporánea y está por ver cuánto le deben los grandes dilemas patrios a la perversa ideología del régimen franquista, en la medida en que estos le sean herederos reales o no.
Pero la lucha por ganar el relato del pasado no murió en los años cuarenta. El siglo XXI venía cargado de sorpresas para las estables y previsibles democracias occidentales. Para empezar, las democracias herederas de la Guerra Fría no supieron (o pudieron) rentabilizar el crédito político de la era multipolar y entraron en una decadencia política lenta y continuada. Además, la nueva era del capitalismo global auspiciado por galopantes transformaciones técnicas revolucionó las sociedades occidentales, trastocando sus tradicionales cauces políticos. El nuevo orden mundial saliente de estos cambios generó profundos desequilibrios en los tradicionales sistemas productivos, creando una gran masa social de perdedores de la globalización. Aquella vieja clase media acomodada resultante de un mundo de certera industrialización, se sumergía ahora en las pantanosas aguas de la deslocalización, el cambio climático, la crisis energética y la decadencia de las economías occidentales. La frustración corre por las venas de las sociedades de un mundo más complejo, menos predecible, de cambios más rápidos y posiblemente mucho menos justo. Y en ese caldo de cultivo volvieron los viejos cantos de sirena. Una creciente marea de partidos de ultraderecha, configurados al estilo de derecha populista, fue cobrando peso en las democracias occidentales empujado por las crisis de 2008 y 2019. Francia y Grecia, primero, y EEUU, Alemania o España después, vieron nacer y crecer estas opciones contaminando el espacio político. Y en este contexto la batalla por el relato del pasado volvió a escena. Una creciente y provocadora corriente de divulgadores, historiadores, opinadores y políticos de esta corriente ha ido ganando peso en el debate público español en los últimos años. Sus planteamientos no son nuevos, se trata de articular un relato del pasado que aproxime al gran público a las posiciones ideológicas ultraconservadoras. Aunque no siempre tuvieron una organización política detrás, la mayor parte de estos esfuerzos han acabado conformando el núcleo del relato que VOX está poniendo en el foco. El historiador Alejandro García Sanjuán lleva años observando este proceso y lo ha analizado en múltiples artículos especializados sobre la Edad Media. Lo detectó con el concepto de Reconquista, pero también sucede con la influencia islámica en la Edad Media peninsular, la conquista de América, el estallido de la Guerra Civil, el relato de la Transición y, por supuesto, el imperio español y el concepto de hispanidad. El modus operandi es siempre el mismo: disfrazado de enfoque actual, esta pseudo historia quiere recuperar las grandes bases ideológicas del nacionalcatolicismo de forma sutil pero progresiva. El fin justifica los medios y poco importa que el rigor, las fuentes o el método usado estén en las antípodas de una producción científica seria. En esta performance pseudohistórica resulta tan importante el mensaje directo (cuidando mucho la temática a tratar), como la omisión estratégica (ocultando debates que socavan la legitimidad de su discurso) o la provocación del rival político (tan importante o más que reforzar su discurso lo es socavar el del rival). Pero no nos engañemos, este populismo histórico (denunciado por Edgar Strahele en un reciente artículo) no tiene como objetivo el conocimiento histórico. Su producción es en esencia política: quieren un nuevo relato histórico que desafíe los grandes consensos historiográficos que han dejado fuera su nicho ideológico. Y lo están consiguiendo. Los Pío Moa, Roca Varea, Simón y compañía están rearmando ideológicamente a la ultraderecha social, ante la atenta mirada de medios de comunicación displicentes, editoriales sedientas de beneficios y políticos de dudoso liderazgo. Conviene no banalizar las repercusiones de este proceso. Si, como decía Speer, el altavoz y la radio auparon a Hitler al cielo de los líderes alemanes, Internet y las redes sociales podrían hacer lo propio con los demagogos envenenados del siglo XXI.
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