Tan lleno de tópicos está el mundo del heavy metal, como de pruebas de que estos no son reales a poco que uno se acerque al mismo con las orejas abiertas y los prejuicios se dejen abandonados debajo de la taza del váter. Más allá de la caricaturizada imagen de orangutanes melenudos que cantan al sexo, las drogas y las valkirias, se esconde en el heavy un mundo lírico bastante más profundo e interesante de lo que podrían soñar aquellos que intentan legitimar con un trasfondo pseudointelectual estilos infinitamente más banales como los de la música indie. Un claro ejemplo es el de Metallica, una de las bandas más grandes que ha dado la historia de la música pesada, y que ya desde sus primeros discos dieron buena cuenta de que literatura y reflexión no estaban reñidas con aporrear un doble bombo y tocar guitarras eléctricas como si te hubiese poseído el Diablo de Tasmania. One es la mejor muestra de ello.
Musicalmente, este tema es la evolución natural y el cénit de esas baladas progresivas en la línea de Fade to Black o (Welcome Home) Sanitarium, complejas e instrumentalizadas composiciones a las que Metallica pondría su sello de marca registrada y que indicaban que estábamos ante mucho más que un grupo de puro nervio. Fue en 1988, con el bajista Cliff Burton tristemente desaparecido (algo paradójico si tenemos en cuenta que fue él precisamente el mayor valedor de este tipo de composiciones), cuando alcanzaron la cumbre de estas particulares lides. Y es que One es una obra maestra que redondea un disco mayúsculo como …And Justice For All, cuyo éxito dejó claro que Metallica era una banda con un potencial que trascendía de largo el ámbito underground del género.
Pero One también fue para muchos el principio del fin. Porque algunos de esos tópicos de los que hablábamos sí que se cumplen, como el que relaciona a una parte de la forofada metalera con la militancia de un talibanismo inmovilista que ve con malos ojos cualquier tipo de acercamiento a la popularidad. Ya se sabe: dejar de molar cuando te conocen fuera de tu pueblo. Aunque razones para el mosqueo había: el cuarteto de San Francisco, en un alarde de ingenuidad juvenil, había dejado dicho que nunca grabarían un videoclip musical, suponemos que por un sentimiento de independencia asimilable precisamente a ese talibanismo comentado. Sin embargo, tal afirmación, además de insostenible, se acabaría volviendo con el tiempo una estratosférica ironía del éxito masivo que los acabaría convirtiendo en el grupo de rock más grande de su época.
Sea como fuera, Metallica incumplió dicha promesa con One. Y es que la ocasión lo merecía. El primer video musical de su carrera fue dirigido por Bill Pope y Michael Salomon, y combinaba imágenes de la banda tocando con escenas de Johnny cogió su fusil, film dirigido por Dalton Trumbo, autor también de la novela homónima en la que se había basado James Hetfield (cantante y letrista de la banda) para escribir el texto de la canción: un alegato antibelicista que narraba el horror que sufre un soldado mutilado de la Primera Guerra Mundial al despertar totalmente impedido (sordo, mudo, ciego y sin extremidades). En el videoclip, música, imágenes y letra se funden por igual en un canto desesperado por la humanidad extinguida en un cuerpo muerto en vida y el sinsentido de la guerra. Con ello, Metallica estaba haciendo una apología a la eutanasia mucho antes de que Clint Eestwood nos hiciese conmovernos con la quebrada boxeadora de Million Dollar Baby (2004). Y lo hacía con más de siete minutos de música. Vendidos, vale, pero a lo grande. Del oscuro y lento inicio que refleja la confusión de su protagonista, al cortante desespero del tramo medio de la canción, hasta llegar al rabioso grito final, One demuestra que el heavy metal puede invitarnos a la más seria de las reflexiones acerca de la vida y de la muerte.
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