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The Twilight Zone, 2 – 5

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Continuamos la serie de Ismael Rodríguez dedicada a los legendarios capítulos de The Twilight Zone

Uno para los ángeles (One for the Angels)

El segundo episodio de La dimensión desconocida nos regala el primer ejemplo de la trascendencia de la serie. En esta ocasión, tenemos una historia firmada de nuevo por Rod Serling y que nos presenta la forma característica de la serie tal y como ha pasado a la historia: un conflicto localizado, una idea central y un final con moraleja y sorpresa.

Uno para los ángeles sigue el último día de Lew Bookman, un bonachón vendedor callejero de juguetes y todo tipo de mercancías que descubre que la propia Muerte, interpretada por un elegante hombre vestido de traje, le visita para decirle que la próxima medianoche le corresponde morirse. Dado que será una muerte tranquila y poco traumática procede a avisarle para que ponga sus asuntos en orden. Lew descubre, sin embargo, un posible truco: si tiene un asunto por resolver de la suficiente trascendencia, su partida puede retrasarse.

Con este punto de partida la historia encuentra su giro perfecto. Lew cree engañar a la Muerte, vendiéndole la idea de que necesita realizar una gran venta para que todos se sientan orgullosos de él. Tras su engaño, decide que no volverá a trabajar nunca más, evitando su muerte. Pero el tiro le sale por la culata cuando la Muerte le informa de que entonces tendrá que conseguir a alguien en su lugar: una niña de su edificio a la que Lew tiene mucho cariño.

Enfrentado a la posible muerte de la niña, Lew descubre que su única opción es retrasar a la Muerte, puesto que si no está con la niña a las 0:00 perderá su ocasión. ¿La respuesta? Venderle todo su catálogo y entretenerle hasta que pase la hora, en la que sin duda será la mejor venta de su vida. Una venta digna de los ángeles que termina siendo la que le hace partir con la Muerte y salvar a la niña, sonriente y contento con el resultado. Así, al final, parece que la Muerte nunca quería llevarse a la niña, sino simplemente que Lew cumpliese su deber.

La historia anterior podría sonarle a cualquier lector de Terry Pratchett. Y es que esta Muerte es claramente una precursora de la del Mundodisco. Es amable, simpática y no duda en tratar bien a su objetivo, que es el único que puede verla. A la vez, también es una trabajadora que parece exasperarse cuando alguien no cumple con su deber. Uno puede verla frente a Rincewind con facilidad, exasperándose por la negativa de este a estar exactamente donde debe para morirse.

El director elegido por Sterling fue Robert Parrish, un hombre muy cumplidor que había sido ya actor y montador. Su carrera terminaría uniéndole a Peter Sellers en varias películas, llegando a ser uno de los directores de Casino Royale (id., 1967). En la actuación tenemos un duelo muy interesante entre Ed Wynn, que ese mismo año sería nominado al Oscar a mejor actor secundario por El diario de Anna Frank (The Diary of Anne Frank, 1959), y Murray Hamilton, un actor secundario de larga carrera. Ambos están excelentes y nos trasladan perfectamente la comedia de la situación, contrastando la seriedad del segundo con la comedia gestual del primero.

En resumen, Uno para los ángeles es un episodio que muestra ya aquello a lo que podía llegar la serie, con una idea genial de gran recorrido en la ficción, hasta el punto de que sus reflejos se llegan a ver en la obra de Terry Pratchett.

El Sr. Denton en el fin del mundo (Mr. Denton on Doomsday)

En el tercer episodio de La dimensión desconocida llegamos a la ambientación del western, un terreno con el que lo fantástico siempre ha tenido una vinculación bastante curiosa. No hay tantas películas previas a este episodio como uno podría desear: podemos citar aquí ejemplos como el serial The Phantom Empire (id., 1935), pero las más famosas El valle de Gwangi (The Valley of Gwangi, 1969) o Billy the Kid vs. Dracula (id., 1966) son posteriores. También se adelanta seis años a la mítica serie Jim West (The Wild Wild West, 1965-1969).

En realidad, estamos ante una historia que junta perfectamente un ligero toque de fantástico, alguna relación con el episodio previo de Uno para los ángeles y una trama propia del western. Seguimos así la historia de Al Denton, un antiguo pistolero convertido en un borracho del que la gente se mofa en un pequeño pueblo del oeste americano. Allí, solamente cuenta con la amistad de Liz, mientras los matones del pueblo disfrutan riéndose de él.

Sin embargo, un extraño hombre, que descubriremos que responde al sugerente nombre de Henry J. Fate, hace que una pistola acabe en sus manos y le devuelve de manera inesperada su habilidad con la misma. A partir de aquí, su situación cambiará. Y eso le desespera porque sabe que ser un gran pistolero simplemente significa que otros correrán desde todos los lugares imaginables para enfrentarse a él; que tendrá que matarlos o morir. Una existencia condenada que nos puede recordar a la que años más tarde desarrollaba el protagonista de Mi nombre es ninguno (Il mio nome è Nessuno, 1973). Esa idea del pistolero cuya habilidad es su maldición resulta tan interesante que no se acaba de explorar con estos dos ejemplos.

El resto de la historia sigue su enfrentamiento con un joven que llega al pueblo, como él ya imaginaba, para tratar de hacerse un nombre. De nuevo, el destino jugará con él y su rival, dándoles acceso a ambos a un elixir que les convertirá en los más rápidos y hábiles pistoleros. El empate les salvará la vida y permitirá liberar a Denton de su pasado al tiempo que libra a Pete Grant, su retador, de su futuro.

El director fue el poco destacado Allen Reisner, habitual de la televisión americana en ese momento. Su trabajo es efectivo, pero palidece ante la presencia de unas actuaciones magistrales por parte del siempre efectivo Dan Duryea y el entonces todavía poco conocido Martin Landau, coincidiendo con su perturbadora aparición en Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). Ayudados por la presencia efectiva de Jeanne Cooper y Malcolm Atterbury las actuaciones elevan el conjunto hasta lo memorable.

Con El Sr. Denton en el fin del mundo estamos ante un ejemplo muy temprano del weird western, dotado de personalidad y que sabe aprovechar lo sencillo de su trama para hablar de aspectos profundos. La sombra de ese buhonero que esconde algo llega hasta ejemplos tan cercanos como La tienda (Needful Things, 1993), adaptación del libro de Stephen King, y sigue a su manera la estela de la Muerte presentada en el anterior episodio, mostrándonos una tipología muy clásica: la de ese personaje casi todopoderoso que manipula a los que le rodean, en estos casos de manera benévola.

Un santuario de 16 mm (The Sixteen-Millimeter Shrine)

El mundo del cine, la reflexión sobre el propio pasado del medio, es uno de los lugares comunes que más gusta a Hollywood. A día de hoy lo seguimos teniendo presente en cintas como Érase una vez en… Hollywood (Once Upon a Time in… Hollywood, 2019), Babylon (id., 2022), Los Fabelman (The Fabelmans, 2022)… No obstante, esto ya era algo conocido en 1959, cuando una obra como Un santuario de 16 mm llevó a todo el mundo a pensar en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, 1950) o La estrella (The Star, 1952), aunque es importante indicar que se adelantó tres años a ¿Qué fue de Baby Jane? (What Ever Happened to Baby Jane?, 1962), posiblemente el otro gran clásico con el que se puede relacionar.

La historia es una crítica a la nostalgia y el no saber seguir adelante en la vida. Nos habla de una vieja estrella de cine que vive atrapada en el pasado, encerrada en un salón que se ha convertido en su sala de proyección personal, en el lugar en el que ver sin parar sus viejas películas, atrapada en una gloria perdida por los años. Solamente se trata con su amigo y agente y con su sirvienta. Este primero trata de sacarla de su apatía consiguiéndole un papel en una película, pero entre la relación de la vieja estrella con el encargado del estudio y su incapacidad para admitir su edad, el resultado es un fracaso.

El amigo también trata de que se dé cuenta del paso del tiempo trayendo a verla a su viejo compañero cinematográfico, un viejo galán convertido ahora en dueño de supermercados y que, frente a la gallardía que ella guarda en su memoria, no es más que un anciano. Incapaz de aceptar esa realidad, la antigua estrella se recluye todavía más en el mundo que ha creado en su sala, hasta límites imposibles de superar.

La historia tiene una resonancia especial gracias a la maravillosa elección de su protagonista. Ida Lupino había sido la segunda directora en trabajar para los grandes estudios de Hollywood y había firmado obras tan destacadas como El autoestopista (The Hitch-Hiker, 1953), además de ser una pequeña estrella frente a la pantalla por méritos propios. Esa figura de actriz conocida pero no deslumbrante hace que Un santuario de 16 mm funcione aún mejor, porque le da verosimilitud a lo narrado. Algo parecido a lo que pasaba con Bette Davis en La estrella o ¿Qué fue de Baby Jane? o, de nuevo como referencia ineludible, con Gloria Swanson en El crepúsculo de los dioses. Por suerte, Ida Lupino no era una muñeca rota, sino que llegaría a ser la única directora de un episodio de la misma La zona desconocida.

Junto a la gran protagonista de la función destaca la presencia de Martin Balsam, actor que provenía del Actors Studio y que ganaría un Tony a mejor actor y un Oscar a actor secundario por El payaso de la ciudad (A Thousand Clowns, 1965). Además, también aparece en Psicosis (Psycho, 1960), Desayuno con diamantes (Breakfast at Tiffany’s, 1961) y otras muchas películas, actuando aquí de secundario de lujo junto a la vieja estrella Jerome Cowan; el Miles Archer de El halcón maltés (The Maltese Falcon, 1941), y John Clarke, que luego tendría mucha fama por su presencia durante treinta y nueve años en el culebrón Days of Our Lives (id., 1965-). A la dirección Mitchell Leisen, responsable unos años antes de la nominada al Oscar Si no amaneciera (Hold Back the Dawn, 1941).

Un santuario de 16 mm es un ejemplo de cómo casi todo lo que entendemos como nuevo ya existía hace mucho tiempo en Hollywood. La mirada a sí mismos y la denuncia de la nostalgia entendida de manera errónea ya era algo presente en 1959. En este tiempo presente, en el que la mirada al pasado con el filtro de la falsa Arcadia es tan habitual, está bien darnos cuenta de que la cultura popular lleva avisándonos contra ella casi desde su concepción.

Caminando largas distancias (Walking Distance)

Lo primero que tenemos que aclarar es que la traducción del título de este episodio cambia bastante el significado del mismo. Walking distance significa, en realidad, que algo está cerca, a un paseo de distancia, para entendernos. El nuevo título tiene sentido, pero curiosamente hace que la idea de que el pasado, como veremos, está ahí al lado se convierta en lo contrario. El corto paseo que nos puede llevar a la memoria falsa de un tiempo pasado se ha convertido en una larga distancia.

En realidad Caminando largas distancias es otra historia sobre el peligro y la realidad de la nostalgia. Rod Serling, curiosamente, demuestra estar bastante obsesionado con el tema de ese eterno retorno al que nos vemos casi obligados debido a la mera naturaleza de nuestra existencia. El protagonista es el vicepresidente de una empresa de publicidad, atrapado por su trabajo y que tiene que parar en una estación de servicio apenas a un par de kilómetros del pueblo en el que creció. Teniendo que esperar una hora y dándose cuenta de que está a un paseo de distancia, decide acercarse.

Sin embargo, una vez allí descubrirá que la ciudad parece haberse quedado atrapada en el tiempo, hasta el punto de que sigue siendo el mismo lugar que en su infancia. La revelación llega a incluir el hecho de que se encuentre consigo mismo y con sus padres, con los que intenta establecer una conversación sin éxito ante la sorpresa de estos porque ese señor adulto diga ser su hijo.

El punto álgido de la historia, sin embargo, llega cuando el protagonista trata de hablar con su yo del pasado y la posterior conversación con su padre, que ya ha asumido que se trata de su hijo. En ese momento el episodio nos transmite sus dos verdaderos mensajes, escalonados para que funcionen. Por un lado, el viajero del tiempo le dice a su yo infantil que disfrute de esos momentos, que son maravillosos. Por otro, su padre le dice que debe dejar de estar atrapado en el pasado y ha de vivir en el presente, volver a su tiempo y dejar de mirar atrás. Tiene que mirar adelante y encontrar los nuevos carruseles de su época en lugar de tratar de volver a los de su pasado.

El episodio descansa sobre el trabajo del actor protagonista, algo que como ya hemos visto es bastante habitual. En este caso le toca el honor a Gig Young, actor de larga carrera y muy polémica muerte que ya contaba con dos nominaciones al Oscar a mejor actor secundario, una de ellas el año anterior por Enséñame a querer (The Teacher’s Pet, 1958), un premio que acabaría ganando por su papel en Danzad, danzad, malditos (They Shoot Horses, Don’t They?, 1969). Su actuación aquí es impecable, manteniendo un buen duelo interpretativo en el momento clave de la historia con Frank Overton, un actor secundario más que notable de la época. A destacar la presencia de un Ron Howard de apenas cinco años de edad en el episodio.

La dirección le correspondió de nuevo a Robert Stevens, director del piloto y del que ya hemos hablado. Si merece la atención fijarse en la banda sonora del mítico Bernard Herrmann, encargado en general de la serie pero que aquí nos regala un trabajo particularmente notable.

Caminando largas distancias se convierte así en un nuevo episodio que nos habla del peligro de cerrarnos en nuestro pasado y no aceptar nuestro presente. En unos EEUU que ya empezaban a mirar con nostalgia al pasado, lo que nos decía Rod Serling es que había que fijar nuestra vista al futuro, un mensaje que se correspondía con el presente en la ciencia ficción de la época o, sin ir más lejos, con el que animó unos años más tarde a Gene Roddenberry para poner en marcha ese monumento a la ciencia ficción y el espíritu humano que es la toda la franquicia de Star Trek.

Ismael Rodríguez Gómez
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