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Narrativas del odio: el dilema de la Europa intolerante

En septiembre de 2024, la inmigración fue señalada como el principal problema para los españoles según la encuesta del CIS, un hito inédito en la historia del país. Lo irónico de este resultado es que España, con una de las tasas de fertilidad más bajas del mundo (1,3 hijos por mujer), necesita con urgencia una renovación demográfica. Además, solo un 13,7 % de los encuestados admitió que la inmigración les afecta personalmente. Estas cifras, que parecen chocar entre sí, revelan que el debate sobre la inmigración en España (aunque también en Europa) no se basa en hechos objetivos, sino en una compleja amalgama de percepciones y miedos que distorsionan la realidad. La narrativa del inmigrante problemático es una simplificación que ignora factores demográficos y económicos mucho más amplios, y demuestra lo lejos que estamos de un análisis serio y equilibrado sobre la cuestión migratoria. Quizás sea un buen momento para reflexionar sobre esta contradicción.

El primer problema estructural que debemos superar no es otro que la visión de la migración como una cuestión pasajera y extemporánea. Los movimientos espaciales humanos son una constante histórica irrefutable. Independientemente de lo que las rotativas digan sobre los cayucos o la valla de Melilla, es un hecho que hubo, hay y habrá migraciones. Es más, que esa movilidad ha sido una constante como elemento dinamizador es otra de las realidades que tenemos que asumir. Allá por los años cuarenta del siglo pasado el economista Karl Polanyi, en su ya mítica obra La gran transformación, le dedicó un sesudo análisis a cómo la mercantilización de la mano de obra fue esencial para el éxito del capitalismo industrial. En esa primitiva sociedad industrial de comienzos del siglo XIX, el éxodo rural fue combustible necesario para el desarrollo económico. El desposeído del final del Antiguo Régimen, desarraigado de su tierra y convertido en mano de obra barata y accesible, se transformó en el motor de crecimiento de las economías europeas. Esa dinámica de desplazamiento y adaptación ha marcado la evolución de las sociedades occidentales, alimentando su prosperidad. Hoy, regiones como el Sahel o el Magreb, como explica Robert Kaplan en La venganza de la geografía, están llamadas a desempeñar un papel similar en las dinámicas demográficas europeas. Estas regiones, históricamente conectadas con Europa por lazos económicos, culturales y demográficos, han sido esenciales para el desarrollo del continente y están hermanadas a nuestro ADN cultural y social. Ignorar esta relación es olvidar que los flujos migratorios actuales son solo la continuación de un intercambio constante que ha dado forma a Europa durante siglos.

La cuestión ahora es preguntarnos cómo el área del planeta que más se desangra por la despoblación rechaza de forma sistemática los aportes demográficos que recibe. La respuesta está en dos de nuestras identidades culturales y políticas más potentes: el liberalismo y el colonialismo. Son dos pilares de la cultura occidental que, aunque colisionan en múltiples aspectos, están imbricadas en la estructura ideológica de la civilización occidental. Estas modernas sociedades, hijas del liberalismo y del colonialismo a partes iguales, son víctimas de sus enormes contradicciones en materia migratoria. El colonialismo impuso jerarquías raciales que se institucionalizaron en sistemas legales y sociales, como las leyes de Jim Crow en Estados Unidos, diseñadas para mantener la segregación racial décadas después del fin de la esclavitud. Mientras que el liberalismo, aunque aboga por la libertad y la igualdad en sus bases teóricas, ha sido cómplice de estas jerarquías. Nunca hubo un liberalismo transversal, pues este dejó fuera a mujeres o desposeídos en sus inicios o a extranjeros en su fase final. Solemos olvidar a menudo que los regímenes liberales justificaron, en nombre del progreso y la competencia, programas eugenésicos que buscaban mejorar la raza humana eliminando a aquellos considerados inferiores (como se ha estudiado en países como Suecia, EE.UU. o Canadá). Es por ello que la inmigración, especialmente de personas provenientes de antiguas colonias, se convierte en uno de esos puntos calientes donde ambas herencias colisionan. Mientras el liberalismo celebra la movilidad y la diversidad (al menos en la teoría), el legado colonial empuja a las sociedades occidentales a ver al extranjero como una amenaza cultural. Esta tensión entre abrir y cerrar fronteras es una contradicción inherente al ADN de Occidente, y sigue moldeando la forma en que se percibe la inmigración hoy en día.

Quizás es fruto de esta contradicción el lacerante racismo estructural imperante en buena parte de las sociedades occidentales. Un racismo visible en las políticas de inmigración restrictivas, en la exclusión de los migrantes de ciertas oportunidades económicas o en la persistente representación negativa de los inmigrantes en los medios. La cuestión aquí no es tanto ese legado estructural discriminatorio, pues de nuevo nos enfrentamos a una realidad absolutamente irrefutable, como la percepción que las sociedades occidentales tienen de sí misma. Creo sinceramente que esa es la grieta por la que el edificio se desmorona. Para deconstruir la imagen de esta realidad desigual han sido necesarias la suma de dos elementos fundamentales: el auge de los partidos de extrema derecha y la transformación del ecosistema mediático de las sociedades europeas.

Poco podemos contar de la vuelta de la extrema derecha que no se haya dicho ya. Paxton, Zuboff, Snyder y compañía llevan años alertando de la descomposición del tejido social que soporta las instituciones democráticas. Años avisando de la degeneración del discurso político y de la contaminación del debate colectivo sin que casi ninguno de los agentes públicos mueva un dedo. Caso distinto es el que respecta al ecosistema mediático. En España, al igual que en otros países europeos, los medios de comunicación han jugado un papel central tanto en la construcción de la inmigración como un problema, como en la difusión de los nuevos partidos de extrema derecha. Este fenómeno ha sido amplificado en la era del capitalismo de vigilancia, donde la información se convierte en mercancía y las emociones en un recurso explotable para generar audiencia y ganancias. Los algoritmos que rigen las redes sociales y los grandes conglomerados mediáticos favorecen los contenidos que generan mayor interacción, lo que ha llevado a que las narrativas de miedo y odio hacia los migrantes se amplifiquen. La crisis migratoria se presenta como una invasión, y los migrantes, especialmente los provenientes de África y Oriente Medio, son deshumanizados, convirtiéndose en el blanco de discursos xenófobos y racistas. Esta manipulación mediática no es accidental. Como explicaba Van Dijk hace veinte años en su brillante ensayo Racismo y discurso en las élites, las élites políticas y económicas de herencia colonial utilizan los medios para mantener su influencia, y el racismo es una herramienta eficaz para desviar la atención de los problemas estructurales. Al centrar el debate en la inmigración, los medios evitan que se cuestionen las desigualdades internas y los fracasos de los sistemas políticos y económicos occidentales. En este contexto, la inmigración no es solo un tema de política pública, sino también un campo de batalla cultural donde se disputan las narrativas sobre la identidad nacional, la justicia social y el futuro de Europa.

El rechazo a la inmigración en Europa, y particularmente en España, no es un fenómeno espontáneo. Es el resultado de una compleja interacción entre factores históricos, estructurales y mediáticos que han moldeado la percepción pública. Sin embargo, como muestra la historia, las sociedades que han logrado prosperar son aquellas que han sabido adaptarse y aceptar la diversidad como una fortaleza. El desafío para Europa es doble: primero, reconocer su pasado colonial y el racismo estructural que aún persiste tanto en sus instituciones como en su idiosincrasia; y segundo, transformar el ecosistema mediático para que deje de ser un amplificador de miedo y odio, y se convierta en un espacio para el diálogo y el debate democrático.

Solo mediante un cambio en las narrativas, tanto en las élites políticas como en los medios de comunicación, será posible construir una Europa más justa y equitativa, donde la inmigración sea vista no como una amenaza, sino como una oportunidad para el progreso y la estabilidad. La batalla por el futuro de Europa se juega, en buena parte, en el terreno de las ideas.

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