Anime, una especia exótica en Occidente
Querido lector: Si te propongo un enigma, ¿jugarías? Apuesto a que siempre te gustaron los juegos, y a que si te doy dos pistas serías capaz de averiguar la película a la que me refiero.
Primera pista: en una escena determinada, la pantalla se llena de símbolos de color verde sobre un fondo oscuro. Segunda pista: en otra de las escenas, el protagonista, vestido de negro y con gafas de sol, entra armado en el vestíbulo de un edificio y comienza un tiroteo que destroza el lugar. Es más, en un momento de esa misma escena, se refugia detrás de un pilar, parapeto que va menguando según los disparos enemigos van destrozándolo, dejándolo cada vez más al descubierto. A estas alturas ya sabrás la respuesta, que… No, no es Matrix.
El largometraje al que me refería es Ghost in the Shell (Kokaku Kidotai, 1995), película de Mamoru Oshii que nos relataba la historia de la policía cíborg Motoko Kusanagi en su Sección 9 combatiendo los delitos tecnológicos. Presentaba un futuro oscuro y sombrío a lo Blade Runner (Ridley Scott, 1982), con una ambientación deliciosamente cyberpunk y una excelente banda sonora, más que inquietante. Una producción original e inspiradora a tal punto que los hermanos Wachowski, a la hora de crear su genial película Matrix (The Matrix, 1999), copiaron sin pudor ni tapujos escenas enteras de esta película de animación, robando también, en cierto modo, parte de su atmósfera y esencia. Lo maquillaron, claro, de una forma que nos resultara más cercana, más occidental, poniendo al guapo protagonista del momento, Keanu Reeves, a su maestro en la ficción Laurence Fishburne y al enemigo en la piel de Hugo Weaving, por citar algunos de los actores que se volvieron icónicos por entonces (ninguno de ellos asiático, por cierto). Matrix se convirtió en una película de culto fundamental en el subgénero cyberpunk de la ciencia ficción del nuevo siglo que se avecinaba y, merecidamente, sus creadores recibieron una excelente crítica con la que consiguieron cuatro Oscar de la academia.
A menudo, para algunos cinéfilos de pro, mezclar los cómics con el séptimo arte es una herejía similar a ponerle gaseosa a un buen vino. Quizás sea así en algunos casos. Tal vez, al combinarlos, se pierda lo que hace interesante tanto a una parte como a la otra; pero hay combinados que se vuelven excepciones dignas de reseñarse. Para todos los aficionados a los cómics del país del sol naciente hay un terreno común y conocido: el mundo del anime o, en castellano, del cómic en movimiento. Los dibujos animados japoneses.
Akira (Akira, 1988), fue uno de los primeros en llegar a España para implantar una nueva manera de ver las cosas, a través de ojos almendrados, en los años noventa: una película de animación que te trasladaba desde tu cómodo sillón a un Japón post-apocalíptico, a lomos de la moto de Kaneda, dejando un haz de luz a tus espaldas mientras peleabas a toda velocidad con sectas religiosas, grupos extremistas y pandillas callejeras; era un lugar donde tenías que salvar al mundo (tú, un adolescente, cómo son las cosas) de un marrón impresionante. Para los que éramos púberes espinillosos en esos tiempos, Akira no solo te llenaba los ojos de luces de colores, sino la mente de preguntas (con semilla de respuesta, que diría Bunbury); te hacía disfrutar como un enano del exquisito lápiz de Katsuhiro Otomo.
Pocos años antes nos había venido a visitar Neon Genesis Evangelion (Shin Seiki Evangelion, 1995), o lo que es lo mismo, aquello que Mazinguer Z (Majinga Zetto, 1972) siempre soñó ser. Esta serie corta mezclaba sin pudor filosofía, psicología, religión, robots gigantes y marcianos (¿quién querría más?) creando un estilo, dentro del anime, llamado realismo épico. Relataba cómo en un futuro no muy lejano, la tierra se tiene que enfrentar a unos seres extraterrestres gigantes llamados Ángeles. Para ello usaban unos gigantes biomecánicos llamados Evangelion (EVA) que, ¡oh, destino!, solo podían ser pilotados por adolescentes. Ahí entraba en escena nuestro amigo pánfilo Shinji, capaz de combinar la laxitud más exasperante con un modo berserker de resolver los problemas. En aquella época, para los habituados al modo de pensar cristiano, resultaba sumamente perturbador ver cómo usaban sin tapujos la iconografía religiosa, dejando entrever que aquel era un castigo que caía del cielo. Si en aquellos años pre-internet alguien soñaba con meterse en una mente japonesa, esta era la suya. Evangelion era otro rollo.
Aparte de la mencionada Ghost in the Shell, El viaje de Chihiro (Sen to Chihiro no Kamikakushi, 2001) se convirtió en la particular Alicia en el país de las maravillas nipona, con dos padres convertidos en cerdos y un paisaje adornado con variedad de espíritus que le servirán de guía a la joven que protagonizaba la aventura. Ganó un Oscar en la categoría de mejor película de animación (el único anime que lo ha ganado) y un Oso de oro en el Festival de Berlín del año 2001. Ahí es nada.
A la par que podíamos empezar a degustar, con delectación, estas películas en forma de tarde festiva de videoclub, empezó a ser habitual que el público general consumiese series manga (historieta en japonés) o lo que es lo mismo, culebrones animados. Aparecieron en nuestros televisores series como Bola de dragón (Doragon Boru, 1986), Los caballeros del Zodiaco (Sento Seiya, 1986) o Campeones: Oliver y Benji (Kyaputen Tsubasa, 1983). Ante el altar catódico de nuestros salones sacrificamos horas lanzando hipótesis sobre cómo sería el próximo capítulo. Nos mantenían en vilo cada día, a veces mezclando la insatisfacción total de los capítulos de relleno y prescindibles (nunca un campo de fútbol fue más largo), con la mayor de las sorpresas (Trunks acaba con Freezer en un momento, después de habernos tragado mil capítulos en su titánica lucha contra Goku). Cada tarde, no obstante, acudíamos obedientemente a su llamada, pues consiguieron cambiar la manera de ver los dibujos animados en nuestro país: de ocupar la media hora antes de la película del fin de semana o la primera franja horaria de las mañanas, antes de ir a la escuela, se convirtieron en seriales semanales y regulares que obligaban a ver cada episodio en el momento justo de su emisión, o no verlo jamás. Finalmente, existía un último mundo que había que descubrir a través de la sección de novedades de los videoclubes: Gundam (Gandamu, 1979), Rurouni Kenshin (Rurouni Kenshin Meiji Kenkaku Romantan, 1996), Naruto (Naruto, 2002)…
Y es que antes del siglo XXI, los dibujos japoneses no eran para un público que lo buscara y visionara en idioma original, subtitulado en inglés, sino para aquel que buceaba en videoclubes y algunas grandes superficies. Nada sabíamos entonces de tribus urbanas que se disfrazarían de sus personajes favoritos (cada cual se divierte a su manera), o que generarían, con el tiempo, subclasificaciones de anime y manga para satisfacer a todos los gustos: shojo (anime dirigido principalmente al público femenino en el que prima la comedia y el romance), kodomo (con un toque infantil), josei (dirigido a las mujeres jóvenes solteras), shonen (de pelea y acción, al estilo de Bola de dragón), mecha (los que involucran robots o máquinas pensantes), hentai (los eróticos y quizá más conocidos) y otras variedades sexuales y perversas, surgidas de la imaginación nipona, que no citaré (aunque alguno las conocerá o al menos podrá imaginarlas).
A veces, para el público occidental, que suele tener el gusto amaestrado por la industria del imperio cinematográfico estadounidense, resulta extraño el sabor o la mentalidad del oriental. No es extraño, por otra parte, porque durante décadas nos hemos empapado de sus series, su cine, su forma de hacer televisión y nos hemos contagiado de sus modas. Además, hemos de reconocer, lo hacen mejor que los europeos. Dentro del tsunami de ideas novedosas que salen de Japón, algunas se reciben con sumo agrado, como hemos reseñado con Matrix, ya que presentan ideas nuevas y ofrecen algo que ni se nos había pasado por la imaginación. Pero lo cierto es que muchos disfrutan como enanos de las ideas del lejano oriente, eso sí, cocinadas a la americana: con kétchup y mostaza, beicon y doble de queso y con una Coca-Cola light como bebida.
Sucede que cuando uno se acerca, sin filtros, a la cultura del país de origen para devorar el anime o manga directamente sin diluir, sin que lo toque el gaijin americano, a menudo sufre una decepción o descubre que quizás no es tan friki como pensaba. Uno entonces nota que para el público japonés lo normal es que su tebeo favorito sea extenso y regular. En otras palabras, lo habitual es tener mucho que leer cada poco tiempo (y en blanco y negro, que tenemos prisa), y hay que admitir que a veces la cantidad no justifica la calidad, aunque eso en muchas ocasiones no importe demasiado al público al que va dirigido.
Cuando se trata de hacer una serie, por lo general sufren la misma enfermedad de la que adolece su literatura: ¿quieres ver muchos golpes, explosiones, personajes y giros de guion? ¿Quieres presenciar destrucciones de planetas, muertes y venganzas? Ve anime, te vas a hartar de todo eso. Y a menudo puede ser que descubras haber olvidado dos hechos ineludibles: primero, que el manga está orientado, o lo está principalmente, al consumidor oriental; y segundo, que somos nosotros los que acercamos ese cuenco de arroz extrañamente especiado a nuestra boca occidental. Lo bueno que tienen la película de animación en general y el anime en particular, es la libertad de creación, que está totalmente al servicio de la imaginación y la genialidad del dibujante, y que cualquier cosa plasmada en un papel puede ser transformada en una historia, por extraña y loca que sea. El anime combina sin pudor historia con tecnología, espiritualidad con paganismo; todo lo que le pase por la mente al creador, sin filtro ni limite. Y eso lo hace muy atractivo.
A pocos de nosotros se nos va a ofrecer la oportunidad de pasear por el Jardín Nacional Shinjuku Gyoen y ver sus cerezos en flor o comer sushi en Hakushu; pero, si quisiéramos acercarnos a Japón de una forma cómoda y económica, el anime será capaz de darte más información del país del sol naciente que todo eso. El anime, desde tu sofá, es capaz de dar un toque exótico a tu entretenimiento; te acerca lo que está lejos; te descubre lo que hasta ahora te resultaba desconocido y a menudo será capaz de hacerte ver que tienes mucho en común con estos simpáticos y extremadamente educados tipos que viven a más de diez mil kilómetros de ti.
Así que, a quien le apetezca dar un bocadito a la mentalidad del lejano oriente sin limitarse al sushi del bufet (casi seguro chino), quien quiera meterse de lleno en su manera de sentir, pensar y relacionarse, que piense en el anime. Quien lo afronte de una forma abierta, puede acabar viendo la vida de otra manera: oliendo un poco más a la flor del cerezo y un poco menos a tomillo de la sierra.
- Anime, una especia exótica en Occidente - 19 septiembre, 2016