Algo sobre Sanders
No es que cambiara mi cosmovisión, o que sintiera temblar la tierra bajo mis pies, pero cuando gracias a The Crown me enteré de que el rey consorte del Reino Unido, el metepatas duque de Edimburgo, es griego, sentí algo así como una conmoción sináptica. Y, sin embargo, deberíamos estar acostumbrados a descubrir que, al igual que sus primos de Bilbao, los ingleses (en sentido metonímico) nacen donde les da la gana. Ya lo sabemos, no sé, Kipling, Orwell, Lessing, Paddington… Solo hace falta que imaginemos al típico inglés de Hollywood, un tipo elegante, irónico, con acento amanerado, modales exquisitos y, por supuesto, malvado. La cara que resplandece en nuestra mente, guiñándonos un ojo con complicidad, es inequívoca: George Sanders. Tan anglo-inglés era que nació en San Petersburgo.
Desde este nacimiento tan glamuroso (según Richard Vanderbeets era hijo de la muy alta nobleza rusa) hasta su muerte (cuando nos dejó una memorable nota de suicidio en la que se despedía del mundo por aburrimiento), la vida de Sanders tuvo las suficientes vicisitudes como para despertar nuestro interés más allá de la curiosidad que nos pueda producir la biografía de uno de los mejores actores que han pasado por la pantalla. Esta curiosidad se veía multiplicada por el rumor de la existencia de unas memorias escritas por el propio actor (al contrario que las dos novelas de misterio que se publicaron con su firma en la cúspide de su popularidad, en realidad escritas por autoras de encargo). Dicho libro, según los que lo recordaban, se contaba entre los mejores escritos por un interno de Hollywood, pero durante mucho tiempo permaneció descatalogado y aparentemente sin copias disponibles en el mercado. Por suerte, en 2015 Dean Street Press decidió reeditarlo (por desgracia, parece improbable que alguna editorial española se anime a seguir el ejemplo) y hoy por fin podemos descubrir si tanta expectativa estaba justificada.
El título del libro es Memoirs of a Professional Cad (Memorias de un canalla profesional, o de un bribón, lo siento, pero todas las traducciones que se me ocurren me recuerdan a Arturo Fernández, y no), y serviría por sí solo para acabar con la antigua querella sobre la diferencia entre biografía y memorias. Porque aquí poco encontraremos de lo que se entiende habitualmente por libro autobiográfico: por ejemplo, Sanders dedica apenas dos páginas a narrar su ascenso desde actor aficionado en el Londres de mediados de los años 20 (las fechas hay que consultarlas en otros medios, pues la única que incluye en todo el libro es la que lo abre, la de su nacimiento el 3 de julio de 1906), hasta su llegada a Hollywood una década más tarde. Como contraste, Sanders reserva más del doble de espacio a quejarse de los hoteles americanos.
Como es habitual (excepto en el caso de sufridores innatos o de autores con pretensiones dickensianas), la imagen que Sanders conserva de su infancia es elegíaca. Sin ser principescos, los padres que le criaron eran acomodados y al pequeño George no le faltaba de nada. Por eso, cuando debido a la llegada tumultuosa de los bolcheviques tuvo que trasladarse a Inglaterra, al habitual trauma que supone mudarse al país del agua se le unió la tan literaria sensación del paraíso perdido. Mal estudiante, Sanders descendió un escalón más en su miseria al tener que irse a trabajar bien joven a la «mugrienta» Manchester. No es de extrañar que no sintiera ninguna pena cuando fue despedido y que no perdiera la oportunidad que se le ofreció para irse a trabajar a una empresa tabaquera en Argentina. Allí y en Chile Sanders pasaría algunos años dedicado a diversos encargos publicitarios, hasta que un duelo con el prometido de su amante acabara primero con él en la cárcel y después con su despido y regreso a Inglaterra.
Y esto sería lo más parecido a un retrato biográfico que contienen las Memorias, porque a partir de entonces Sanders se limita a espigar algún recuerdo de aquí, algún personaje de allá, ciertos viajes por los alrededores y diversas impresiones personales sobre el mundo moderno (de entonces). Quizá a esto se deba el que, a pesar de que en el momento de su publicación (1960) el libro tuviera una gran acogida, no haya vuelto a estar disponible hasta la actualidad. Nada de esos chismorreos de Hollywood que tanto nos gustan (y eso que estuvo casado no solo con la recientemente fallecida Zsa Zsa Gabor, una de las reinas del cotilleo -que en el libro siempre aparece bajo un secador- , sino también con su hermana Magda). Nada de historias edificantes (esas rutinas de ascenso y caída). Nada de épica del astro hecho a sí mismo. Ni tan siquiera elegías sobre la profesión. Aparte de eso, estas Memorias tienen todo lo demás.
Aunque se trata de una apreciación subjetiva y siempre difícil de calibrar, para empezar habría que decir es que el libro está fantásticamente escrito. Con una ironía sanderiana, la primera sorpresa es descubrir que un actor sabe escribir, pero desde luego lo que es realmente llamativo es que lo haga tan bien. Precisamente, la ironía es uno de sus puntos fuertes: Sanders en ningún momento se toma en serio y siempre tiene preparada una maldad punzante para cualquier persona o colectivo, empezando por sí mismo. Es cierto que a veces la causticidad se le va de las manos (cómo serían ciertas declaraciones suyas que, en los no especialmente igualitarios años 50, causaron escándalo por su machismo), pero en general es imposible quitarse la sonrisa de los labios mientras se lee el libro.
Frente a esos libros muñidos por departamentos de marketing al servicio de estrellas de la música, el deporte o la televisión, en los que todo es autoexaltación y odas al sacrificio, en el caso de Sanders el quitarse importancia y el desmontaje de la imagen idealizada del actor no cesan en ningún momento. George confiesa que, si finalmente se decidió por el oficio de intérprete, más que nada se debió a su acerada inclinación hacia la vaguería. Una querencia hacia el dolce far niente que le llevaría a rechazar cualquier oportunidad de entrar en el cuadro de honor de empresa. En una ocasión Louis B. Mayer, que veía en él todo el potencial de un galán de los que marcan época, le invitó a una comida en la que diseñarían el plan que le llevaría directamente a la estratosfera. Pero Sanders estaba demasiado ocupado con su telescopio (que en cualquier caso no utilizaba para observar las estrellas; no las del cielo, al menos) y dejó pasar la oportunidad sin que jamás diera muestra alguna de arrepentimiento.
Esta anécdota recuerda a la que contaba William Goldman respecto a Robin Wright. Cuando la conoció en el rodaje de La princesa prometida vio en ella el resplandor que caracteriza a las actrices nacidas para triunfar. Pero sencillamente Wright no quería, y si algo se necesita para convertirse en estrella es precisamente la ambición, algo de lo que también Sanders carecía. Para él, la actuación era algo parecido al patinaje: una vez aprendes los rudimentos, lo demás viene rodado. Y si se le daba tan bien su trabajo era sencillamente porque se limitaba a hacer siempre de sí mismo. Que algunas veces tuviera más éxito que otras se debía, según propia confesión, a lo bien o mal que se ajustara su personalidad a la de su personaje. Quizá por ello, algunas de sus creaciones más memorables, como el Addison DeWitt de Eva al desnudo o el Lord Henry Wotton de El retrato de Dorian Gray sean sofisticados caballeros, sardónicos e indolentes, con un punto de malicia, en fin, irresistibles canallas.
Su estima por la industria cinematográfica no excede demasiado la propia valoración. Muchas de sus numerosas películas (ciento treinta y cinco, incluyendo algunas series de televisión, según IMDB) ni tan siquiera recuerda haberlas rodado. Y no porque, como Gary Oldman en La letra escarlata, estuviera tan borracho que no se diera cuenta de que se encontraba en un plató, sino porque simplemente no le importaba. Y no es de extrañar tamaña falta de respeto: en uno de sus primeros éxitos, Lancer Spy, interpretaba a un nazi con monóculo, que siempre da carácter. Como tuvo cierta repercusión, en su siguiente película, Redención, en la que encarnaba a un pirata, le pidieron que se pusiera de nuevo el monóculo. Sanders protestó argumentando que en esa época el monóculo todavía no había sido inventado, pero tales pedanterías no fueron tomadas en cuenta. Total, años después, durante el rodaje de Salomón y la Reina de Saba, Sanders se encontraría en medio del campo de batalla con «mi espada de goma, mi escudo de fibra de vidrio, mi coraza de papel maché». Lo más difícil no sería encontrar los matices adecuados para transmitir la profundidad de su personaje, sino evitar echarse a reír.
Algunas de las mejores partes de las Memorias se encuentran en los viajes que, siempre por motivos profesionales, Sanders realizó por diversos países del mundo. Atraído por obras maestras como Roma ciudad abierta o Paisà, además de por la posibilidad de trabajar junto a la maravillosa Ingrid Bergman, nuestro actor no dudó en aceptar la llamada de Roberto Rossellini, aunque ni tan siquiera tuviera un guion que ofrecerle, para unirse al equipo de Viaggio in Italia (otro caso en el que es mejor mantener su título original que recurrir a su traducción castellana). Para quien esto escribe, Viaggio in Italia es una de las mejores películas jamás filmadas; para el autor de Memoirs of a Professional Cad, un desastre sin paliativos. Hoy podemos admirar la modernidad de Rossellini, su perspicacia a la hora de retratar el proceso de descomposición de una pareja, su capacidad para plasmar un milagro en la pantalla… pero lo único que vio Sanders fue a un bon vivant más preocupado por bucear que por su trabajo. Después de todo, Rossellini aseguraba que prefería que su hermano Renzo pusiera la música a sus películas a que tocara el piano en su casa. Una broma, sí, pero también una confesión de dónde se encontraban sus prioridades. En cuanto a su sistema de trabajo, cuando Sanders vio que el Maestro se tiraba toda la primera semana de rodaje filmando en el Museo Arqueológico de Nápoles los discursos de un viejo cicerone y los asentimientos de una compungida Bergman, se dio cuenta de que los europeos no tenían remedio.
Algo mejor se lo pasó en España durante el rodaje de Salomón y la reina de Saba, al menos durante su primera parte. Encantado con la sencillez y naturalidad que los visitantes de países acomodados aprecian en los subdesarrollados, la única pega que Sanders encontró durante su estancia en Madrid se debió a su decepción con el Prado. El orgullo del país era para él un lugar tenebroso invadido por cuadros espeluznantes. Por desgracia, el buen ambiente del equipo también se quebró con la inesperada muerte de Tyrone Power, persona excepcional según Sanders, que fue sustituido por el divo Yul Brynner, quien siempre iba acompañado por un séquito de siete asistentes, uno de ellos dedicado exclusivamente a pasarle los cigarrillos ya encendidos.
Puede parecer paradójico que una persona tan distendida y aparentemente a gusto con la vida como Sanders acabara suicidándose, pero un cúmulo de tragedias familiares y precisamente su falta de una visión trascendente de la existencia hacen más fácil la comprensión de este final, aunque en ningún caso intentaré simplificar o explicar los motivos que le llevaron a tomar esta radical decisión. Tampoco es necesario recurrir a tópicos como siempre pervivirá en la pantalla, expresiones que sin duda provocarían uno de sus característicos gestos de socarronería. Simplemente concluyamos este homenaje con la misma cita de William Somerset Maugham que cierra sus Memorias:
«El arte es lo único que importa. En comparación con el arte, la riqueza y el estatus y el poder no valen un pimiento. Nosotros somos los que contamos. Nosotros damos sentido al mundo. Vosotros solo sois nuestra materia prima».
- Santo Domingo y los albigenses - 1 noviembre, 2023
- Max Ophüls al cuadrado - 8 junio, 2020
- Emily Dickinson, nuestra contemporánea - 15 enero, 2020