«Blue Velvet»: Un día más en el inframundo
Cuando vi Blue Velvet (David Lynch; 1986) por segunda vez, en el UVK de la Plaza San Martín, pensé al inicio en Bullet Park, de John Cheever, la historia de una apacible comunidad en los suburbios que es afectada por las enfermizas acciones de un vecino terrorista. Recuerdo la primera mitad de la novela, que se concentra en un personaje parco y melancólico, en permanente confusión, intentando hallar su lugar en el mundo. Esa suerte de perturbación a lo desconocido, de impavidez ante la tragedia, es lo que le hace el candidato perfecto para ser testigo de hechos espeluznantes, pero que calzan muy bien con la rutina del pueblo. Lynch tiene ese mismo interés por las pequeñas comunidades, por sus necesidades ocultas y su red de secretos, por lo que produce el tabú, que está allí, en la superficie, pero nadie le presta demasiada atención.
Es la parábola del héroe común. El tipo de los suburbios con la vida sin prisas ni mayores aspiraciones, ahogado en su propia impotencia. Ese es el personaje principal de Blue Velvet, y es el primer punto de cercanía entre la película de Lynch y la novela de Cheever. No es el único, por supuesto, ya que ambas comparten la misma acidez y humor rancio al referirse a las tragedias suburbanas. Y, ambas, cada cual a su manera, implican la constante (incluso intrusiva) presencia de una voz muy propia en la narración. Si con Cheever la narración se tornaba algo cínica y juguetona, con Lynch es una historia sumida en un estado catatónico, una cámara absorta en sus personajes, que se mueve muy poco y atiende fijamente al horror en la pantalla. Es una puesta en escena que está perfectamente calculada para confundirnos. Como la novela de Cheever, Blue Velvet arriesga demasiado, no sabe cuánto contenerse y se entrega al caos y la imperfección. Eso no quita cierto poder hipnótico, capaz de hacerse con el poco alivio que le queda a la audiencia.
De hecho, la historia de Lynch va desde este conflicto suburbial y no dice mucho más. El primer plano a una oreja cercenada y perdida en un jardín lleva a la improvisada pesquisa de dos jóvenes bastante simplones, lo que desata una suerte de mini conspiración entre un matón desquiciado con extraños fetiches sexuales y sus secuaces, la cual incluye, como potencial víctima, a Dorothy Vallens, una cantante de cabaret con una voz sensacional. Jeffrey, nuestro héroe, queda prendado de ella luego de verle cantar y tal flechazo le lleva a espiarle en su apartamento, siendo testigo de su tormentosa relación con Frank Booth, el iracundo fetichista. La tragedia de Jeffrey (y su impotencia ante la vorágine de deseo, compasión y miedo que le genera todo esto) es vista desde los ojos de Sandy, la hija del sheriff local, quien pronto se enamora perdidamente de él.
La película se filma en colores muy intensos, como de melodrama. Es el azul melancólico que cubre el rostro de Dorothy en el escenario, el color vino de las alfombras, el color cuero que resalta la figura de Frank. Los colores se hacen más vívidos, incluso artificiales, conforme va avanzando la cinta, que abandona las escenas diurnas en su segunda mitad: solo queda la noche. Lynch quiere que sus imágenes funcionen como funciona el lenguaje de los sueños: imágenes muy sensoriales, pero desprovistas de suficiente coherencia, imágenes que pueden ser nítidas, pero también difusas en su interpretación, ausencia de mayor sentido lineal que la expectativa de que estamos ante una historia. Lo que hace que Blue Velvet funcione como pesadilla (y algo que, podría justificarse, no es igual con otras películas de Lynch) es que, a pesar de todo, el director no lo concibe como un ejercicio técnico y racional, sino todo lo contrario: estamos ante el desborde de emociones y sentidos, arquetipos colisionados, lo que solo incrementa conforme avanza la noche.
Prima el exceso, pero hay que verlo con cuidado. No es el exceso con lo que los personajes dicen, o con lo que los personajes hacen. Esto no es Eraserhead (1977) salida de una pesadilla post nuclear con seres mutantes y diabólicos. Tampoco es Wild at Heart (1990), con acción de carretera de por medio. Aquí el asunto está en lo que los personajes sienten y cómo lo manifiestan, pocas veces de la forma correcta. Los diálogos parecen intencionalmente artificiosos, fuera de lugar, como sacados de otra película. Las acciones, si bien perversas, no nos parecen inconcebibles. Dorothy lleva la tragedia en el alma, como si fuese la trágica heroína de una epopeya teatral, o, si somos más burdos, la protagonista de una telenovela. En contraste con la figura femme fatale de Dorothy, Sandy, como sugiere su nombre, es excesivamente ingenua, virginal, una figura sin mayores defectos y que no parece entender lo que sucede en la pantalla. Frank es ira pura, frustración, y Dennis Hopper lo interpreta con una notable sobreactuación. En el centro de todo, Jeffrey, que lleva la desidia hasta el extremo, con esa mirada confusa y en trance que Kyle MacLachlan muestra por casi todos los planos de la película. Nada de esto es accidental. Dorothy y Sandy parecen personajes sacados del cine negro. Y muchas escenas parecen emular (con cierta torpeza, además) algún melodrama de los cincuenta.
Los diálogos de cartón se van acumulando junto a las reacciones poco genuinas (aunque hiperbólicas) de los personajes. La pesadilla se hace cada vez menos nítida y la historia se difusa. ¿Estamos viendo una suerte de ritual diabólico llevado a cabo por los más poderosos en la industria de Hollywood? ¿O solo es una broma pesada de su realizador? Bien que mal, Lynch es alguien que se toma muy en serio a sí mismo. ¿Deberíamos creer que está llegando a algo nuevo con su Blue Velvet? Podemos partir con lo que nos genera. Tristeza, rabia, repudio, impotencia, pero, antes que nada, una inusitada y ardiente curiosidad, la avidez por más, aunque no sepamos por qué. Lynch filma en la ambigüedad y en el detalle a la vez: ausencia de música, cámara fija, personajes a punto de meter la pata una y otra vez, nuevas revelaciones que se aglomeran y terminan atarantando a la audiencia. El exceso en los personajes es algo que nos atrae más, porque estamos acostumbrados a verlo, pero no en una película cómo esta, lo que despierta aún más la curiosidad..
Podemos suponer lo que Lynch quiere decir. Su visión de la cultura popular, las dinámicas sociales y la narración apacible de la clase media estadounidense es fácilmente desmontada. Lo curioso es que él lo hace a partir de los elementos y productos que esa misma clase consume y conoce. No tiene que llevarlos al extremo: tan solo cambiarlos de lugar. Solo tiene que cortar y pegar con las escenas de violencia, forzar el pastiche, aunque a veces se le pase la mano. Con su Blue Velvet, la clase media transita en una insípida melancolía, una desidia ahogada en miradas complacientes, solo borrada frente a la presencia del morbo y la inquietud por lo desconocido. Nadie lo sabe más que el propio Kyle, que prontamente se da cuenta de que su fascinación por Dorothy implica mucho más que un apego hipersexual; se trata, más bien, de la necesidad de reclamar la intensidad de vuelta a su vida, de jugar al héroe y sentir el placer de salvar al otro.
Hay que confrontar el hecho de que, de cierta manera, la película pueda ser vista como una historia particularmente conservadora, una suerte de repudio al BDSM y al excesivo kink, y una suerte de activa victimización al personaje de Isabella Rossellini. No parece la lectura más probable, pero hay suficientes detalles inconclusos (y descripciones ambiguas) que contribuyen a ella. Quizás en el fondo sea una alegoría contraria, que interpela la mirada masculina al someter a su personaje principal, de masculinidad frustrada, a una suerte de voyeurismo invertido, en el que el mirón termina siendo mirado por los otros, en el que el macho se quiebra al acercarse a Dorothy. Aquí otro detalle paradójico: una serie de relaciones perversas, sexo duro y kinky, filmado a partir de la mirada de Jeffrey, pasiva y endeble, como si se tratara de un despertar sexual, con cierta emoción asociada con la primera vez. Las interacciones entre Jeffrey y Dorothy confrontan la propia mirada voyerista de la audiencia, que es igual o más fisgona que el protagonista. Irónicamente, el sistema de vigilancia que se imponen unos a otros puede dejar pasar lo más tabú del lado, hacer como que no se da, forzar una suerte de idilio, porque no conviene seguir mirando.
Al final, la secuencia de cierre de Blue Velvet, que, mediante el contraste, se filma enteramente de día, parece sellar el estatus de fábula moral de la cinta. Sandy y Jeffrey siguen adelante, sin rastros de Dorothy en sus vidas. Dorothy vuelve a ser madre y se libera del empaque de femme fatale y de la relación perversa con su ex amante. Es una conclusión mucho menos esperanzadora de lo que parece: el idilio suburbano sigue con los suyos. Vale más la pena hacer las cosas a la manera tradicional, escabullirse por las noches y regresar sanos y salvos, con música, mucha luz y sonrisas preparadas. El pequeño pueblo dela cinta, así como Bullet Park, no tiene tiempo para rescatar a los marginados y enfrentarse a lo subterráneo. Parece haber cosas más importantes que hacer.
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