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Cinefórum CCCLXXX: «Tomates verdes fritos»

Las feel-good movies han existido siempre, solo que hasta hace poco no sabíamos que se llamaban así. Toda la vida ha habido películas (y series, libros…) cuyo objetivo principal es hacerte sentir bien: historias amables, reconfortantes, que incitan al optimismo y a la felicidad. Sin embargo, no es de extrañar que por su propia naturaleza esta categoría de obras de ficción se haya ido dando de bruces con una realidad (y con una crítica de esta) cada vez más cínica y nihilista que ha dibujado en ellas un estigma de peyorativa condescendencia. Un mundo que tiene como héroe romántico a Tyler Durden solo quiere ver las cosas arder.

Como no puede ser de otra manera, el cine norteamericano ha producido películas buenrolleras de todos los gustos y colores, patentando, de hecho, un prototipo oscarizable (desde Paseando a Miss Daisy hasta Criadas y señoras, pasando por Pequeña Miss Sunshine o la reciente CODA) con el que no solo ha conseguido que nos evadamos y sonriamos durante un par de horas, sino que, de paso, ha ido colando una mirada sencilla pero crítica y significativa de su historia e idiosincrasia. En ese sentido, la invitada de nuestro cinefórum, además de compartir pigmentación cromática con la cinta de la semana pasada es la primera película de la que un servidor (por edad) tiene constancia de ser un claro ejemplo de feel-good movie. Porque Tomates verdes fritos (1991) fue para los de mi generación esa película de señoras (ay) y título extraño que parecía gustarle a todo el mundo (éxito en taquilla y dos nominaciones a los Oscar) y con la que los profesores del instituto nos amenazaban a finales de curso.

La cinta, que representa la quintaesencia del cine norteamericano medio de los noventa con una dirección de Jon Avnet tan efectiva como clasicista y una inspirada partitura sinfónica de Thomas Newman, adapta el fenómeno editorial de Fannie Flagg de 1987 (Fried Green Tomatoes at the Whistle Stop Café). Y lo hace, de hecho, con un certero guion en el que la narración se desdobla en dos líneas temporales que discurren paralelas, equilibradas y conectadas.

Por un lado tenemos a Evelyn Couch, una extraordinaria Kathy Bates que representa como nadie a la mujer norteamericana de comienzos de los noventa y que es presa de una profunda crisis personal a causa de un matrimonio insatisfactorio y una vida adulta carente de expectativas. Evelyn, que acompaña sumisa a su marido en las visitas a un geriátrico para ver a la tía de este, conoce allí a la encantadora Ninny, octogenaria rebosante de esa vida que parece faltarle a ella y con la que establece una relación de afecto y amistad sustentada en las conversaciones que mantienen. Por otro lado tenemos a Idgie Threadgoode (Mary Stuart Masterson) y a Ruth Jamison (Mary-Louise Parker), dos amigas inseparables que protagonizan los recuerdos del pasado de Ninny en la Norteamérica sureña de la Gran Depresión. Un lugar y un momento donde la violencia machista, el racismo y la sospecha sobre la homosexualidad convivían con versiones del sueño americano más o menos satisfactorias. De esta manera, los recuerdos de Ninny y el presente de Evelyn establecerán un diálogo mutuo que las hermanará, sellando su futuro al igual que sellarán la sonrisa del espectador.

En un mundo en el que se idolatran a clubes de la lucha de subnormales, nada más recomendable que disfrutar, de cuando en cuando, de una historia agradable cuyo objetivo sea hacerte feliz, aunque sea por unos momentos.

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