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Cinefórum CCLXI: «Harry el fuerte»

Clint Eastwood y Don Siegel presentaron con Harry Callahan una de las figuras paradigmáticas del género negro-criminal moderno: la del policía cínico pero voluntarioso que, en su lucha contra el crimen, no duda en saltarse las normas si las circunstancias lo requieren. Gracias al indudable magnetismo personal de Eastwood y a la maestría tras la cámara de Siegel, Harry el sucio (1971) pasó a la historia como una de las grandes renovadoras del cine negro de los setenta, personificando además, a través de su protagonista, uno de los debates centrales del género policíaco: el de si el fin justifica los medios. Porque Harry, inspector de policía en una San Francisco atestada de criminalidad, no necesita surcar la ciudad en mallas o parapetarse detrás de un antifaz para comportarse como lo que realmente es: un justiciero. Y su magnum 44 es el mazo con el que dicta sentencia.

Precisamente, su arma de referencia es la que da título en inglés a la segunda parte de la saga: Magnum Force (1973), aquí rebautizada como Harry el fuerte por aquello de que nos quedase claro que la cosa seguía tratando del mismo personaje. El éxito e impacto de la primera entrega, que fue entendida en general como una apología al antihéroe fascista, hizo que para su continuación se buscase matizar la dimensión moral de Callahan. Para ello, paradógicamente, se encargó la escritura del guion a dos de los nombres hollywodienses que más habitualmente acabarían siendo vinculados con el pensamiento reaccionario: los polémicos pero siempre interesantes John Milius (que ya había participado en la concepción original del personaje) y Michael Cimino. Con estas credenciales, sin embargo, Ted Post levantó una secuela que, virtudes cinematográficas a parte (está lejos de los logros de Siegel), venía a enmendarle la plana en cierta manera a su predecesora.

Porque Callahan, enterrado por su gatillo fácil en las inmundicias de las tareas de vigilancia, es rescatado ahora de su exilio profesional para enfrentarse a su némesis perfecta: un grupo de jóvenes policías que, cual escuadrón de la muerte, se dedican a matar a aquellos criminales que son exonerados por la justicia. Los fallos del sistema se arreglan con sus armas. De esta manera, la serie (y el personaje) da un giro sobre su propio concepto y el dilema moral que le daba razón de ser muta, aquí, en otro de los grandes temas del género: el de quién vigila a los vigilantes. Si en la primera parte se nos hacía empatizar con los actos de Harry porque entendíamos que su moralidad estaba por encima de las limitaciones de la ley, ahora se hace al propio Harry enfrentarse a una versión oscura de sí mismo. Muy oscura, hasta el punto de que el inspector parece asumir que pese a los fallos del sistema su deber es estar ahí para protegerlo (aunque de vez en cuando se le vaya un poco la mano). Es, de hecho, un Harry más humanizado, imagen a la que ayuda que contemplemos pasajes de su vida privada a costa, eso sí, de que el ritmo general de la cinta se resienta. Pero incluso en esas escenas comprobamos que, revisitando las palabras de Joe Crepúsculo, cuando vinimos él ya estaba ahí, molando.

Harry el fuerte es una cinta irregular pero efectiva, aunque más interesante por lo que propone que por la forma de hacerlo. De hecho, sus dilemas morales están tan vigentes hoy como entonces. Y pese a que intenta redimir a su primera entrega, compone con ella un díptico que se complementa de manera más natural de lo que pudiéramos creer. Hasta finales de los años ochenta le sucederían nada menos que tres entregas, todas estimables pero sin la genialidad de la primera. Una de ellas fue dirigida por Eastwood, quien parece que encontró en la serie una buena manera de financiar sus propias películas. En ese sentido, está claro que para el bueno de Clint el fin sí que justificaba los medios.

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