Cinefórum CCLXII: «Los caballeros de la moto»
La semana pasada vimos a Harry el sucio convertirse en el fuerte enfrentado a policías, jueces y verdugos que le pusieron frente al espejo, obligándole a replantearse su código de conducta. En Los caballeros de la moto, Ed Harris encarna un rey Arturo contemporáneo y lunático que, a las órdenes de un tal George A. Romero, aprieta los dientes para darle una vuelta de tuerca al ideal de caballería. De algún modo, la carrera frenética de Knightriders conduce a una reflexión sobre el sueño americano; y, aunque un jinete siempre depende su montura, el verdadero motor de esta película es el espíritu del cine de los 80.
Los protagonistas de la pieza son un grupo de feriantes motorizados que pretenden emular a los caballeros de la mesa redonda, cabalgando las llanuras sin fin del subcontinente norteamericano y buscando la felicidad en el horizonte. Pero, ya saben, acabará haciendo acto de presencia un conflicto característico de la ficción yankee: quien busca alcanzar el viejo sueño americano de la libertad positiva acaba por toparse con el capitalismo que la negativa organiza a su alrededor, precisamente, alimentada por la inacción del idealismo.
Así pues, a primera vista encontramos un desfile de personajes hilarantes e hipertrofiadas coreografías sobre ruedas, con un montón de especialistas pegándose mazados y haciendo cabriolas típicas de la época: esas que hoy día parecen ridículas pero, seguramente, acabaron con un señor en el hospital y su moto en el desguace. Pero lo cierto es que esta es la película que Romero decidió rodar tras Dawn of the Dead, la secuela de La noche de los muertos vivientes, que le debió dejar buenos dineros en el bolsillo. ¿Y qué hizo a continuación el neoyorquino? Pues contrató a Ed Harris para confundir al rey Arturo con Don Quijote, a una Harley con Rocinante, y versionar la eterna lucha de la prosaica realidad contra los ideales. Concluyó, en el rasgo más reconocible de su obra en esta película, que la autodestrucción (y por tanto la derrota) es el único camino posible para quien no pueda corromperse.
Lo que prometía ser un absurdo de dos horas y media funciona si uno se sube a la moto y abre gas a fondo. Si uno encuentra el momento y la compañía adecuados para dejarse llevar por el sinuoso recorrido que hicieron juntos un director, un actor y un personaje míticos en una vieja película de motos de los 80.
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