Cinefórum CCXCVII: «La noche de San Lorenzo»
Una huida se parece bien poco a un encierro, pero en la ficción los contrarios pueden ser sinónimos: la semana pasada, un grupo de operarios y científicos lidiaban en una plataforma petrolífera con el ejército yankee y unos extraterrestres fosforescentes que pasaban por allí. En el fondo, nunca mejor dicho y James Cameron mediante, la cosa iba del colapso de la Pachamama y los oscuros intereses que se interponen en el camino a su protección: The Abyss. Hoy, nuestros protagonistas corren hacia las barras y las estrellas (queda justificado porque huyen de los nazis) y dejan atrás su pequeño pueblo italiano suspendido en el tiempo. La noche de San Lorenzo también trata, por tanto, de un pedazo de la vida de quienes solo se tienen los unos a los otros.
Estamos en la Toscana, corazón de la Península de la bota, y por partida doble: producción y ficción se proyectan aquí a la italiana. Es decir, a través del cinismo más refinado. Quizá por eso los protagonistas quedan rápidamente divididos entre quienes parten hacia lo desconocido en busca del futuro y los que prefieren aguardar en el pueblo, confiando en la precisión de los alemanes; al fin y al cabo, son aliados y tienen la deferencia de avisar de la hora a la que van a volar sus viejas casas de piedra.
Y así todo: los hermanos Taviani, que todo lo han escrito y dirigido juntos, esbozan una historia de amor para después olvidarla y arrancarse durante un rato con una comedia costumbrista; luego pasean por las orillas del drama bélico y ahí no hace gracia ni el niño repelente, fascista, con el que hacen añicos los tonos de su propia política. El amor y el final feliz surgen y se deshacen al final, sin solución de continuidad y allí donde no acostumbramos a verlos: en el terreno de la vejez, que solo suele aparecer en el cine cuando se apodera de toda la película. Aquí no, porque La noche de San Lorenzo va de todo a la vez y de nada un poco, haciendo de ello su gran virtud y principal talón de Aquiles.
Quien esto escribe es amante no solo del cine, sino de la cultura italiana. Y dado que los más sesudos cabezones de la Filosofía todavía discuten en qué se diferencia esta de la sociedad, amar la cultura italiana es tanto como amar a sus gentes; a quienes auparon a Mussolini para luego colgarle de los pies, quitándose de encima las culpas y permitiéndose hacer cine sobre lo malos que son los fascistas que ellos mismos habían creado. En fin, que habrá gente a la que esta película le gustará menos que a mí, pero entre el 82 y el 83 los críticos de medio mundo, de los que siempre desconfío, avalaron el trabajo de los Taviani con un reguero de premios que incluyeron el Gran Premio del Jurado y el del Jurado Ecuménico (yo esto lo imagino como el Tribunal Supremo y el Constitucional, no cabe recurso) de Cannes. Así que esta vez tienen razón ellos, no yo, y sobre todo están equivocados quienes no saben reconocer la magia que siempre esconde lo italiano: un cine, un lugar, que no solo es capaz de lo mejor y lo peor, sino que es capaz de todo a la vez.
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