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Cinefórum CLVII: El gran Lebowski

Hay ocasiones en las que el protagonista de una historia necesita que algo o alguien le recuerde cuál es su lugar. Era el caso de Homer, que seguía siendo médico por mucho que ocultase sus instrumentos bajo un camastro junto a Las normas de la casa de la sidra; y no es el caso, en absoluto, de Jeff Lebowski, un tipo tan vago que no se preocupa por esa clase de tonterías y, por lo tanto, siempre es «el hombre de ese momento y ese lugar». Porque el Nota, en realidad, solo pretende surfear sin demasiado esfuerzo la ola de la vida. Al menos hasta que un chino, asiático-americano sería la nomenclatura adecuada, se mea en su alfombra. Precisamente, en la que daba ambiente a la habitación.

Así arrancaba una película, que más tarde se convirtió en un culto, de la que me resulta extraño escribir. Por una parte, cualquiera podría acertar con una escena, un simple comentario, con el que arrancar una sonrisa al lector; al mismo tiempo, las probabilidades de decir algo nuevo sobre El gran Lebowski son inversamente proporcionales a la cantidad de personajes de la película de los hermanos Coen que recordamos con cariño. ¿Cuáles trataremos de olvidar para escribir una pequeña reseña de la película? ¿A Jesús? Nadie le toca los huevos a Jesús… ¿Al narrador, que primero nos gana, en off, para la causa de la película, y luego hace acto de presencia para obligarnos a probar la zarzaparrilla? Quizá a los nihilistas, que no merecen la pena porque no creen en nada.

Solo hay una constante: cualquier referencia a una de las grandes comedias del final del siglo XX pasará irremediablemente por su trío protagonista, que diseccionó la personalidad del hombre blanco occidental antes de que Pixar repitiera fórmula con los niños millennials. Y es que el Nota, Walter y Donny se combinan como el vodka, el licor de café y la leche que dan forma a un ruso blanco, aportando a la mezcla un corazón pacífico, pero acomodado; vísceras llenas de bilis y paranoia; y, finalmente, la ternura que siempre despiertan los grandes complejos. Alrededor de ellos tres, juntos casi hasta el final, una de las historias más rocambolescas e hilarantes jamás ambientadas en «Los Ángeles, a la que la llaman la ciudad de los ángeles».

Algunos recordarán el fantástico plan de Walter, en cuya sencillez radicaba su belleza; otros, el tragicómico esparcido de las cenizas del bueno Donny; algunos más la no demasiado amistosa charla del Nota con el jefe de policía «fascista» de Malibú. Al fin y al cabo, todos pasamos por una fase en la que no podemos dejar de admirar, una tras otra, las grandes estridencias de El gran Lebowski. Sin embargo, con el paso del tiempo, personalmente empecé a apreciar sobre todo el surrealismo de los valles que comunican los sketches de la película.

Uno de ellos conforma, en mi opinión, la escena que define al Nota y su maravillosa película. Esa en la que se bebe un caucasiano en el interior de una limusina, ataviado con unas chanclas de río y un bañador. No pasa por un buen momento, el bueno de Jeff, porque para entonces ya ha perdido un millón de dólares, además de su alfombra; a pesar de ello, solo le hacen falta una copa, el buen humor de un chófer y un chiste (ese maldito chiste del que solo escuchamos el final) para animarse. De puta madre. Un instante antes el Nota estaba hecho una mierda, pero de repente recuerda que no merece la pena agobiarse. Y no sé a ustedes, pero a mí, verdaderamente, me reconforta saber que el Nota está por ahí tomándoselo con calma por todos nosotros, pecadores. Así que gracias, hermanos Coen, por haber creado una de mis películas favoritas.

Víctor Muiña Fano
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