Si hablamos de trilogías en el cine, todo el mundo va a pensar en El señor de los anillos o Star Wars, pero eso sería quedarnos en lo más evidente y superficial. Una trilogía, como han demostrado muchos creadores, no tiene por qué depender de la mera distribución de una misma historia en tres entregas, sino que puede construirse sobre una reflexión preexistente en en una de las obras, que compartirán el espíritu en lugar de la trama. Ejemplos hay muchos, como las reflexiones sobre Francia que realizó Kieślowski o, algo que vimos la semana pasada, la que realizó sobre la venganza Park Chan-wook. Al igual que con Sympathy for Lady Vengeance, hoy tenemos la tercera parte de una trilogía, pero ahora nos vamos al frío norte en lugar de a la lejana Corea del Sur.
Aki Kaurismäki se merece el honor de ser el director finlandés más importante de la actualidad. Su estilo, frío pero lleno de humor, le ha valido aplausos de la crítica y del público desde que empezó su producción a principios de los años ochenta del pasado siglo. Siempre ha sido un cineasta comprometido, crítico con la sociedad que le alumbró y capaz de mostrar la realidad de una manera conscientemente fría, donde la lejanía de la cámara consigue, curiosamente, acercarnos a los personajes. Por eso no es tan extraño que su principal tríptico cinematográfico (dejemos en un honroso segundo lugar al que dedicó a Helsinki) lleve el nombre de la trilogía del proletariado, cerrándose con la sobresaliente La chica de la fábrica de cerillas (Tulitikkutehtaan tyttö, 1990).
La película indaga, como el título avanza, en la vida de una trabajadora de una fábrica de cerillas de la Helsinki de los años ochenta. La chica protagoniza una gris existencia con su madre y su padrastro, en una cochambrosa vivienda muy alejada de las lujosas residencias que suelen venirnos a la cabeza al pensar en la península escandinava. Con su exigua paga debe encargarse de sostener económicamente el techo que comparte, pasando sus noches en fiestas donde nadie la saca a bailar. Iris, prodigiosamente interpretada por la hierática Kati Outinen, es una perfecta personificación de una clase obrera atrapada en una existencia sin sentido y cuyas ilusiones solamente sirven para empeorar su situación.
En menos de setenta minutos Kaurismäki consigue trascender la historia que cuenta, mostrarnos cómo la sociedad capitalista nos aliena y convierte en meros engranajes de una maquinaria que espera el más mínimo error para desmontarse. Los ideales del director finés siempre han sido claros y se han mostrado de manera cristalina en su cine, acusador e incisivo.
No hace tanto anunció que su cinta de 2017, El otro lado de la esperanza, sería su última película, una noticia que debería llenar de tristeza a cualquier aficionado si no fuese porque, como él mismo dijo después, era algo que suele afirmar a menudo. La pena es que alguna vez esta sentencia será cierta y entonces solamente nos quedará regresar a títulos como La chica de la fábrica de cerillas, El Havre o Un hombre sin pasado, muestras de una obra personal y única, digna de esa nebulosa categoría llamada cine de autor. Esperemos que ese momento tarde mucho en llegar. El séptimo arte sigue necesitando a Kaurismäki.
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