Bobby Sands, Officer Commanding del IRA provisional, lideró en 1981 una huelga de hambre en la cárcel norirlandesa de Maze (Long Kesh). El origen de su reivindicación se situaba en 1976, cuando el gobierno británico, en su proceso de criminalización a los presos paramilitares de Irlanda del Norte, les retiró el Estatus de Categoría Especial (obtenido precisamente gracias a otra huelga de hambre, en 1972) y por el que eran tratados, en la práctica, como prisioneros de guerra. Los reos recibían un trato especial (no llevaban uniforme ni tenían que trabajar) y, sobre todo, eran reconocidos oficialmente como la otra parte de un conflicto de carácter político. La acción de Sands, a quien acompañarían escalonadamente otros nueve presos, alcanzó una trascendencia mediática e internacional extraordinaria y supuso la culminación de una serie de acciones como las fallidas protestas de la manta (blanket protest), la protesta sucia (dirty protest) y la huelga de hambre de 1980. En el proceso, que se alargaría hasta los sesenta y seis días, el comandante del IRA fue investido diputado del parlamento británico y adquirió a los ojos de muchos la aureola de mártir del conflicto.
Este es el punto de partida de Hunger (2008), la ópera prima de Steve McQueen, realizador inglés de nombre con reminiscencias hollywoodienses y que, cinematográficamente, se ganaría fama mundial aireando la pilila saltarina de Michael Fassbender en Shame (2011) y ganando el Oscar a mejor película por la sobrevaloradísima Doce años de esclavitud (2013). Antes de eso, había protagonizado ya una sobresaliente carrera en el mundo del videoarte y las instalaciones audiovisuales, premio Turner incluido. Con su primera película, conectamos directamente con el cinefórum de la semana pasada y volvemos a recorrer los intrincados vericuetos de la Irlanda de los Problemas.
McQueen se sale de las coordenadas tradicionales del realismo británico para pintar su personal retrato histórico-político del conflicto. Formalmente, traspasa al lenguaje cinematográfico la singularidad y sensibilidad estética de sus trabajos artísticos anteriores, haciendo gala de una poética visual sugerente (aunque alejada del preciosismo efectista) que juega con el claroscuro narrativo de navegar entre el lirismo contemplativo y los estallidos frenéticos de violencia. Una violencia que vertebra el conflicto desde la raíz y que queda reflejada en la lucha contra la autoridad y en las evidentes dimensiones metafóricas que adquiere el cuerpo humano en la película, reducto final de resistencia y libertad.
El film se nos muestra como si de un cuadro de tres partes se tratara; un tríptico que se articula tomando como eje central el debate moral que esconde la decisión de Bobby Sands (expuesta en la memorable conversación con el padre Dominic Moran -casi veinte minutos de escena, la mayoría en un único plano secuencia-) y que se presenta con una primera parte de realismo crudo, en la que vemos la conflictiva relación entre guardas y reclusos en la rutina diaria en Long Kesh, para concluir con una visión trágicamente expresionista de la muerte. En este sentido, destaca sobre manera la impactante transformación física de Michael Fassbender, quien interpreta a un progresivamente demacrado Bobby Sands de reminiscencias jesucrísticas.
Además de los aciertos formales del director, que con su carácter personalísimo hacen de la dimensión estética de la película una experiencia excepcional, es estimable (aunque no del todo efectiva) su voluntad de equidistancia narrativa, mostrándonos deliberadamente los puntos de vista de los diferentes protagonistas del conflicto. Pero por encima de todo, el mayor mérito de Hunger es conseguir el objetivo último del buen cine: llevarnos a casa una buena historia en la que pensar.
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