Las huelgas suponen siempre la eclosión de una crisis y, por lo tanto, son un momento para el cine, siempre ávido de historias asimétricas en las que una parte que se reconoce subordinada a otra decide rebelarse. Las varillas de este paraguas alcanzan, desde luego, el tremendo dramatismo de Hunger, pero también la tragicomedia de Los camaradas (I compagni, Mario Monicelli, 1963), enésima muestra de un cine italiano por aquel entonces en permanente estado de gracia.
Aquello no se trataba solo de buenos guiones o del saber hacer de un director que ya habíamos disfrutado aquí con anterioridad. Fue algo que se derramó desde los creadores hasta los ayudantes de cámara, y desde los productores hasta una generación dorada de actores que aquí comanda de nuevo Marcelo Mastroianni, dando vida al profesor Singaglia, un intelectual que cambiará el rumbo de una pequeña protesta convirtiéndola en una huelga contra el orden establecido.
Sin demasiado disimulo, Monicelli nos representa unos trabajadores turineses mayormente honestos, pero pícaros para resultar graciosos; incultos, pero con sentido común para ser todavía más dignos. Frente a ellos se alza todo el poder de la burguesía piamontesa decimonónica, decidida a impedirles mejorar sus pésimas condiciones de vida. Para no perder sus beneficios, por supuesto; pero, sobre todo, para no permitir al proletariado tener parte en el dictado de las normas de su juego. Algo mucho más valioso que unas vacaciones, un seguro médico o un par de horas de trabajo a la semana.
No esperen de Los camaradas, por tanto, un ejercicio de originalidad o equidistancia. Afortunadamente, es más bien una película entregada a la sencillez, en el mejor sentido de la palabra: sencillez en los diálogos, sencillez en la narración, en los personajes…
Por encima del colaje solo se alzará el profesor Mastroianni, que parece zambullirse en el conjunto para dar sabor al caldo encarnando una figura siempre ambivalente en la historia del movimiento obrero: la del intelectual que ha dedicado su vida a estudiar y no a trabajar, y por tanto resulta tan sospechoso como necesario. Sucede que el estudioso Singaglia es, con su anteposición de unos ideales a todo lo terrenal, el mejor consejero posible. Con él, los trabajadores conseguirán poner en jaque a la patronal y, por tanto, quedan expuestos a las peores consecuencias de sus actos.
El liderazgo de aquella intelectualidad que aún era política convierte de ese modo una pequeña reivindicación en una huelga con importantes consecuencias para los trabajadores. Monicelli decide encarnarlas todas en la peor de las tragedias personales imaginable, acabando repentinamente no solo con la unidad sino también con el sentido mismo de la protesta. Para entonces, ya ha terminando de contarnos una historia con buenos, malos y un adelantado al tiempo que rodea su película: un profesor que huye del siglo XIX cogiendo un tren rumbo a la revolución, en un recorrido personal repleto de paradas en la tragedia.
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