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Edgar Wallace y la nueva España (II): La atroz bomba de Madrid

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Seguimos con nuestra pequeña recopilación de artículos de Edgar Wallace acerca de Madrid con el segundo que se publicó en Nueva Zelanda, aunque este trate un tema más tardío que el tercero de la serie. En esta ocasión abandonamos el enlace nupcial que tanto alabó en la primera entrega para conocer su opinión de la propia ceremonia.

La boda de Alfonso XIII pudo haber sido un hito realmente importante debido al intento de asesinato del monarca que se produjo durante la misma. Este fue en realidad el tercer intento de asesinato contra el rey, pero también el que tuvo más repercusión internacional por haber tenido lugar tras el enlace del monarca. El anarquista Mateo Morral, al que curiosamente Edgar Wallace se empeña en convertir en Moral, fue prontamente capturado y murió durante su traslado a la cárcel de Torrejón de Ardoz. Oficialmente se mantuvo que se había suicidado, lo que aquí señala Wallace, pero a día de hoy todo parece indicar que murió de un disparo de otra mano que no fue la suya.

El artículo de Edgar Wallace es notable por incluir una curiosa narración de la ceremonia, así como del caos que debió envolver a Madrid tras el intento de magnicidio. De nuevo destaca su visión idealizada del monarca y la idea del matrimonio como el resultado de un amor puro, además de incluir, si cabe todavía con mayor peso, la idea de que el pueblo español amaba por igual a su monarca y a su nueva esposa. Merece la pena comprobar cómo la reina pasa de llamarse Ena a ser Victoria tras el matrimonio. Hasta un británico entendía de manera casi intuitiva esos aspectos de la nomenclatura regia española.

Para mantener el texto original se ha optado no cambiar ninguno de los al menos dos nombres que Edgar Wallace reproduce incorrectamente. Así se mantiene la grafía de Mateo Moral, pese a que sabemos que el autor se refería a Mateo Morral; también se deja escrito «duque de Cornachuelos», aunque todo parece indicar que se trataría del duque de Hornachuelos.

El artículo original puede encontrarse, de nuevo, a través del siguiente enlace.

La nueva España – La atroz bomba de Madrid

Reproducido del original del periódico The Poverty Bay Herald (Nueva Zelanda), 12 de julio de 1906

Una brillante boda – De la alegría a las lágrimas

El señor Edgar Wallace, en el Daily Mail, nos da una brillante crónica de la boda real de Madrid y de la tragedia que siguió a la misma. Durante el reportaje nos dice:

Un lejano estallido de vítores y el sonido de las trompetas anunció a las nueve y media que la procesión real había empezado. Príncipe tras príncipe, con la escolta debida, pasaron antes de que llegaran los príncipes y princesas de la sangre real española, con todas las atenciones debidas a su rango y en el exacto orden que marca la etiqueta. La infanta Isabel fue reconocida inmediatamente por la muchedumbre y aclamada vigorosamente, una dama de aspecto maternal con el pelo plateado que lloraba mientras avanzaba.

Pero la mayor recepción, aparte de aquella dada a los principales, estaba reservada para el príncipe y la princesa de Gales. La dificultad de distinguir a los personajes en el carruaje real fue superada gracias a que la fotografía del príncipe se había publicado en todos los periódicos.

Cuando el himno nacional británico sonó en la distancia el entusiasmo de la muchedumbre se desató y la llegada del carruaje de su alteza real fue la ocasión elegida para una manifestación particularmente cálida. Tanto el príncipe como la princesa se inclinaron, sonrieron y saludaron a la multitud que les aclamaba con ese gesto de la mano tan característicamente español, cuyo uso agrada al español por encima de la más regia reverencia.

Una pintoresca característica de la escolta del príncipe fue el «carruaje de respeto», un carruaje vacío con los símbolos del gobierno que seguía al principal con la misma escolta que el ocupado por el príncipe. La princesa vestía de blanco.

La procesión parecía inacabable y había frecuentes paradas, pero por fin aparecieron las cabezas emplumadas de los ocho caballos blancos que tiraban del carruaje real. La bienvenida al rey Alfonso fue única. Le dedicaron vivas, le llamaron por su nombre y mostraron de una docena de maneras diferentes su amor por él. Con él iban don Carlos y un pequeño niño de cuatro años, el infante Alfonso, su primo y heredero. El niño era uno de los atractivos de la procesión, disfrutándola claramente y saludando con gran solemnidad.

La ovación a la princesa Ena

Pero, sin importar las aclamaciones con las que se saludó al rey Alfonso, la ovación del día se reservó para la princesa Ena. Para ella mostró Madrid sus mejores galas; para ella colgaron de innumerables ventanas tapices de enorme valor (una autoridad me indicó una casa desde cuyas ventanas colgaban tejidos por valor de cuarenta mil libras); en su honor los cofres familiares fueron saqueados y tesoros que no habían visto la luz en un siglo, de valor prácticamente incalculable, se colgaron junto a especímenes más modernos del arte decorativo.

Todas las novias se ven hermosas, pero la princesa Ena estaba divina. No exagero si digo que Madrid enloqueció de entusiasmo a su paso, media hora después del rey, por las calles.

Por última vez escuchó el Dios salve a la reina en su honor. Su progreso era triunfal entre la España que ama la belleza y los cortejos, y los jóvenes le brindaron homenajes como los que pocas mujeres están destinadas a recibir. La gente se agolpaba mientras lanzaba sus manos hacia ella, solamente una fuerte presencia militar evitó que alcanzaran la carroza.

Había un festín de colores al que solamente Veronés podría haberle hecho justicia, una escena junto a la cual los esfuerzos más maravillosos de los organizadores del desfile eran insignificantes. La pequeña iglesia gótica se sitúa en una pequeña elevación, solamente sus maravillosas proporciones evitan que parezca miserable. Allí estaba, un toque de color canela con delicados pináculos que se alzaban hacia el cielo azul de España.

Mientras el carruaje de la princesa Ena giraba para entrar en la amplia calle que pasa por delante de la iglesia, al sonido de los gritos enloquecidos y chillones de la gente, al saludo de miles de pañuelos, con los suaves sonidos de la música española, uno se sentía transportado a los tiempos de la bárbara belleza en la que los reyes se movían entre una neblina dorada.

Todo ayudaba a la ilusión. Había pasado por los escalones de granito gris que llevaban a las puertas plateadas una procesión de grandes de España – no con sus uniformes militares, como hubiese pasado en otros países, sino con los mantos de sus órdenes religiosos – pero no como soldados, sino como «hermanos de Cristo». Vestidos con sus capas blancas sin mácula, adornadas con la insignia de su orden, con sus sombreros emplumados medievales, eran parte de una gran y maravillosa imagen.

Finalmente, mientras la carroza real de la princesa Ena se para frente a los escalones, el cuadro estuvo completo. Porque en la cima de la escalera, bajo la gran superficie del toldo, un gran parche de rojo y dorado, le esperaba una brillante multitud para recibirla. A la derecha y a la izquierda de la entrada, sujetadas por finas alabardas de plata, estaban los toldos de los embajadores y de la iglesia colgaban tapices de valor incalculable.

En la iglesia

En la puerta de la iglesia un oficial ayudó a la novia a bajar y entonces, ligeramente por delante de las dos madres, caminó con paso ligero destacando entre el colorido esplendor que la rodeaba.

El rey, que vestía el sencillo uniforme de un capitán general con las órdenes de la Jarretera y del Toisón Dorado, esperó su llegada al final del tenue pasillo, que estaba casi en la oscuridad al abandonar el brillo de la luz del Sol, a pesar de la apagada luz de los candelabros y de las velas en el hermoso altar.

En casi cada detalle la ceremonia fue idéntica a la de cualquier otro matrimonio católico, pero fue aún así muy dura para la joven pareja por el sofocante calor que había en la abarrotada iglesia. El arzobispo de Toledo, con su báculo en la mano, avanzó y celebró la sencilla ceremonia:

«Señora princesa Victoria Eugenia de Battenberg, requiero que vuestra majestad y su majestad el señor don Alfonso XIII, rey de España y de Castilla, confirmen si existe algún impedimento para que se celebre este enlace».

La princesa respondió en español, hablando distinguidamente y haciendo las tres afirmaciones requeridas con una voz clara. Entonces, en una voz casi inaudible por la emoción, el arzobispo dijo: «Y yo, en nombre de Dios todopoderoso y de los benditos apóstoles, Pedro, Pablo y la Santa Madre Iglesia, os caso, a vos ilustre princesa y a vos, más exaltado rey. Confirmo este sacramento del matrimonio en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amen».

Era la una menos cuarto cuando el retumbar del cañón anunció que la misa que seguía a la ceremonia del matrimonio había terminado.

Tras la ceremonia

La pareja real salió de la oscura iglesia al brillante sol. La joven reina parecía pálida pero sonreía y saludaba con la mano a la gente. El rey parecía un poco fatigado por su parte, pero había felicidad en su sonrisa y miraba con entusiasmo el rostro de su reina y apretaba su brazo con verdadero deleite. Mientras estaban allí juntos bajo el noble toldo, una joven pareja junta saludando con la mano a todos los lados, mientras reconocían a amigos entre el privilegiado círculo que les rodeaba, había algo en la escena diferente de cualquier otra que uno pudiera haber visto. Sin perder una sola partícula de la dignidad de tan espléndida función todo se volvió tan natural y evidentemente feliz, tan transparente, que parecía casi algo plebeyo. Hasta la dignidad española se derritió de felicidad al ver juntos a aquellos cuyo romance había estado en boca de toda España.

La escena que tuvo lugar mientras se iban fue destacable y el viaje de vuelta al palacio estuvo marcado por manifestaciones de afecto sin igual en la historia de España. Desde los abarrotados puestos, ventanas y balcones, desde los tejados, se levantó un continuo ruido de aclamaciones. Hubo un grito de uno de los espectadores que cuajó entre la multitud y que nunca dejaré de escuchar. Decía «¡bonito, bonito!». Hasta los soldados de guardia que señalaban la ruta se dejaron llevar por el entusiasmo y levantaron sus espadas en un saludo irregular mientras gritaban ellos también «¡bonito!».

 El lanzamiento de la bomba

Un vil intento de asesinato contra el rey Alfonso y la reina Victoria tuvo lugar en la Calle Mayor a las dos y veinte, mientras la pareja real estaba regresando desde la iglesia al palacio tras la boda.

Acababa de abandonar la calle, tras ver pasar a la carroza real. La reina Victoria estaba inclinada hacia delante, radiante de felicidad y saludando con la mano a la multitud que la aclamaba. El rey Alfonso estaba echado hacia atrás, moviendo su mano perezosamente pero sin separar su mirada del rostro de su esposa.

Estaba escribiendo las últimas palabras de un despacho cuando desde una calle lejana llegó lo que sonó como una explosión solitaria.

Unos diez minutos más tarde un correo pasó al galope y nos trajo las terribles noticias. Había tenido lugar un diabólico intento de asesinato contra las vidas del rey y la reina.

La procesión real había pasado por la Calle Alcalá, donde la multitud estaba agolpada de manera muy densa, había atravesado la Puerta del Sol y había entrado en la Calle Mayor. Esta calle lleva casi hasta la entrada del palacio. Es una de las vías más hermosamente decoradas, su estrechez permite que esté llena de guirlandas y arcos suspendidos. En el lado del palacio la calle se inclina abruptamente hacia arriba y frente a la casa del gobernador civil se hace aún más estrecha.

El asesino se había colocado en un balcón que vigilaba la carretera y estaba frente a la casa del gobernador. Mientras la pareja real pasaba les lanzó una bomba.

Gracias a la providencia falló su lanzamiento. Si la bomba hubiese caído un pie más adelante nada pudiese haber evitado la transformación de la boda más famosa de los tiempos modernos en una terrible tragedia.

Lo que pasó es que la bomba explotó, matando a un número de espectadores e hiriendo a otros. En el momento de mandar el telégrafo la excitación es tan intensa que es imposible conseguir datos correctos. Pero fuentes de confianza me han dicho que hubo ocho muertos y veinticinco heridos.

Toda la procesión real fue golpeada por el pánico, pero el rey Alfonso se recuperó inmediatamente y habló desde las ventanas rotas del carruaje real y preguntó qué daño se había producido. Inmediatamente mandó a un ordenanza para que tranquilizara a la princesa Beatriz de Battenberg y a la reina madre.

Su majestad, alzando su voz, ordenó que la procesión siguiera su camino. La reina Victoria estaba pálida como la muerte pero sonrió llena de coraje.

En ese momento estaba claro que todo en lo que el rey podía pensar era en ella. Le palmeó el brazo y habló con ella sin parar durante todo el trayecto al palacio.

Había llegado ya al palacio un rumor que decía que el rey había muerto y una consternación absoluta prevaleció hasta que el carruaje real apareció ante la vista. Entonces se levantó un grito histérico de felicidad.

Unos minutos más tarde el rey Alfonso y la reina Victoria aparecieron cogidos de la mano en el balcón del palacio, sonriendo y haciendo reverencias para responder a la frenética aclamación de sus súbditos.

El rey su novia llorando

El misil cayó a la derecha de la carroza real, entre el último par de caballos y el par de ruedas frontales. La explosión mató a dos caballos y a un mozo de cuadra.

El marqués de Sotomayor, el caballerizo mayor que estaba conduciendo al lado derecho del carruaje, fue ligeramente herido. Cuatro soldados que marcaban la ruta murieron en el instante y un teniente que estaba saludando fue mortalmente herido.

La cabeza de un cornetín de la policía fue separada de su cuerpo y dos mujeres entre los espectadores también fueron asesinadas. Los heridos fueron muy numerosos e incluyeron a dos o tres personas en el balcón del segundo piso de la casa desde la que la bomba fue arrojada. Justo tras la explosión el duque de Cornachuelos se lanzó hacia delante, abrió la puerta del carruaje, cogió al rey lo arrastró fuera del vehículo, después sacó a la reina, que mostraba signos de gran emoción. Cuando llegaron al palacio se hizo notar que tanto el rey como su novia estaban llorando.

La huida del asesino

El asesino, cuyo nombre es Mateo Moral, escapó en medio de la confusión, pero dejó evidencias que indicaron que estaba herido.

Justo antes de la atrocidad la reina había señalado al rey que solamente quería llegar a casa, la explosión siguió a sus palabras. Los oficiales heridos y sangrantes se lanzaron a rodear el carruaje real y la reina, emocionada, observó con horror a los hombres y oficiales muertos y moribundos.

Un oficial yacía muerto, con su mano levantada para saludar. La reina se mantuvo firme, pero una vez llegó al palacio se derrumbó totalmente.

Mientras se emocionaba los caballeros se acercaban a ella, pero el rey los mantuvo a distancia y sujetó tiernamente a su llorosa mujer.

La bomba se lanzó oculta en un ramo de flores. Se levantó un pánico absoluto entre los que estaban en los puestos, que se lanzaron al suelo. El postillón de la guardia municipal y un oficial moro murieron en el acto.

Los cuerpos, horriblemente mutilados, quedaron tendidos en la calle. Los hombres se quitaban el sombrero frente a los muertos y a ello siguió una escena solemne. Un sacerdote de una iglesia cercana llegó para dar los últimos sacramentos a los heridos y la bendición a los muertos. El rey Alfonso se alzó cuando la explosión tuvo lugar y gritó a la gente: «No tengáis miedo, no hemos sido heridos».

[Se recordará cómo Moral fue apresado unos días tarde en la posada de un pueblo por un agente de la ley, como disparó después al agente y huyó, pero fue perseguido por los campesinos y se suicidó cuando le acorralaron].

Ismael Rodríguez Gómez
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