El antihéroe ante la tragedia: «El contador de cartas»
Paul Schrader (Estados Unidos, 1946) tiene cierta fijación con el estrecho margen entre lo sagrado y lo profano, reflejado de forma muy vívida en sus atormentados protagonistas. Su cine parece abocado a ilustrar (con cierta distancia clínica y poco compromiso con la audiencia) los malestares permanentes de la vida moderna, la evidente crisis moral (sino una crisis de fe) y el constante estado de decadencia de la sociedad estadounidense. Schrader identifica los síntomas, jamás sugiere una cura, y exhibe los estragos de su presencia, incitando algún conflicto violento como punto de partida.
La violencia en las historias de Schrader es evidentemente física, decididamente corporal (sangre, autolesión, sacrificio y marcas en la piel), pero, y más importante, es una violencia espiritual, que afecta la potencial redención y anula cualquier esperanza en sus protagonistas. La violencia purga una serie de constantes malestares: drena el dolor y la ira, ritualiza el desencanto con el mundo a través de un acto trascendente, heroico o antiheroico, y ofrece alguna especie de cierra para personajes sin mayor consuelo ni posibilidad. La misma fórmula se replica una y otra vez. Es el camino hacia el patíbulo que realiza Travis Bickle como el vengador renegado en Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) y la prueba de fe (disfrazada de atentado ecoterrorista) que realiza el reverendo en First Reformed (2019). Una suerte de desadaptado social (un hombre máquina, producido y desechado por el mismo sistema violento) tiene el deber autoinducido de sacrificarse por una causa mayor a sí mismo, una forma de consagrarse y recibir el perdón. Travis Bickle, veterano de Vietnam, se dispone a limpiar la ciudad de los otros marginados, del sexo y la violencia, fungiendo como una especie de vengador cristiano con un revólver en la mano, anunciando su presencia a partir de la prédica en un New York siempre lluvioso y aparentemente sucio, ciudad sin remedio. El reverendo Toller, desencantando con la crisis de fe que le azota personalmente (al igual que a su pueblo) se rebela ante las imposiciones de la mega-iglesia que ha comprado a su pequeña parroquia protestante y le ha forzado a la censura. Sumido en una profunda depresión, el reverendo, perdidamente enamorado de la viuda de un activista medioambiental asesinado por una malévola corporación, decide, al igual que Travis Bickle, hacerse mártir por las malas, y, con un chaleco bomba apretándole el pecho, se decide a volar la iglesia en pedazos y dejar que el dolor le gane.
En sus historias, Schrader no suele variar de protagonistas, sino todo lo contrario: tomándolos como una plantilla fija y arquetípica (así como un santo o una virgen), el estadounidense los somete a una serie de pruebas de fuego antes de la gran revelación, todo como un doloroso ensayo alegórico en torno a la crisis de turno. Es imposible concebir a Travis Bickle sin pensar en la relación entre sangre, heroína, PTSD y metralla impregnada en los cuerpos de los veteranos de la guerra de Vietnam. El reverendo es indivisible de la crisis del neoliberalismo depredador y los estragos de la teología de la prosperidad. Cada personaje, aún estando profundamente alienado de su tiempo, parece, a fin de cuentas, condenado a ser un reflejo más de él.
Este es el telón de fondo de El contador de cartas (2021), quizás la película más pesimista del realizador, no tanto por la historia que narra (hemos visto peores), sino por la lúgubre puesta en escena, fría, muy fría, incapaz de ofrecer cualquier tipo de compasión al protagonista y sus pecados. Donde Scorsese imprimía cierto sentido de melancolía y fútil esperanza en las escenas finales de Taxi Driver o en el inicio de Toro salvaje (1980), también escrita por Schrader, aquí solo queda la desidia y el desinterés, un estilo muy parco, desencantado con los personajes y la vida que llevan, en un permanente estado disociativo ante lo que sucede en la pantalla. Schrader vuelve a jugar con el formato de la pantalla, estrechando los márgenes y filmando escenas muy rígidamente, con composiciones poco flexibles y siempre enfocadas en un centro imaginario, que solo aumenta la sensación de extrañeza en el film. Los diálogos se sienten pesados, artificiosos y a los actores les cuesta pronunciarlos. La trama es demasiado lenta y la acción no parece ir a ninguna parte. Cuando la suerte está echada, no parece que a ninguno de los personajes le importe, mucho menos al propio director.
Cualquiera confundiría esta sucesión de decisiones creativas con un evidente desacierto. Habría que prestarle más atención a las motivaciones de su realizador y al trasfondo de la historia. Al inicio, parece que el protagonista, un experto jugador de las cartas, ha sabido amasar una discreta fortuna adivinando jugadas y apostado con éxito, habilidad que lleva desde la prisión. Al final del primer acto daremos con el motivo del encarcelamiento del personaje, y, por supuesto, la historia habrá encajado a la perfección: William Tell (nombre nada casual, siguiendo al protagonista del clásico de Sir Walter Scott) no fue a una prisión regular, sino a una cárcel militar, acusado de cuantiosos abusos contra los derechos humanos durante su tiempo como militar en Iraq, en plena era Bush.
Es una revelación inquietante, no tanto por parecer inesperada, sino por lo contrario: Schrader y Scorsese nos han acostumbrado a tantas historias de mafiosos encantadores y psicópatas empedernidos que, por un momento, se nos olvida que la mayoría de sádicos y amantes de la violencia son, en verdad, productos del sistema y su dominación sobre otros. La crueldad institucionalizada, defendida en nombre de la nación y la libertad, es, al final de cuentas, la herida moral que Schrader quiere examinar en la película. El tipo de violencia que se burocratiza, des-sensibiliza, que se limpia políticamente y se acomoda dentro de las expectativas del establishment; esa violencia que surge desde los altos mandos y se compartimentaliza cómodamente entre muchos responsables, que desecha los cuerpos indeseados dentro de un cálculo razonable, que racionaliza la muerte y la crueldad como piezas asumibles en la conquista geopolítica y en la lucha contra el terror.
Hay un par de escenas que sugieren el nivel de las pesadillas a las que Tell (Oscar Isaac) y otros se ven sometidas de forma constante. Son escenas filmadas toscamente, reflejando el tono amarillento y desahuciado de la prisión de Abu Gharib, y que no se alejan tanto de cómo parece verse la prisión en fotografías. En las primeras escenas no sabemos la identidad del lugar ni su relación con el protagonista. La reacción de Tell ante estas imágenes me recuerda a la propia crisis de Ari Folman en su documental, Vals im Bashir (2008), quien, azotado por las imágenes de las masacres del ejército israelí se enfrenta un permanente estado de letargo y agotamiento, también visible en la mirada descolocada de Isaac, quien intenta hacerla pasar por una actitud desapegada de la realidad, en uno de los tantos blufs que puede proponer un jugador de cartas. El peso de la violencia se acrecienta en las escenas posteriores, filmadas mediante el ojo de pez, con las formas distorsionadas, con una puesta en escena muy sensorial, que fuerza a la audiencia a percibir los gritos, hedores, tacto y horror de los prisioneros en Abu Gharib, en un acto controversial, pero valiente, que pocos cineastas se han atrevido a hacer en el cine comercial. (Quizás otro buen ejemplo es el de Brian De Palma en Redacted -2015-, otra película de un miembro del New Hollywood de los setenta que confronta a su país).
Las crisis de estos protagonistas casi siempre se viven de a tres: Travis Bickle, la inocente Betsy y la joven Iris en Taxi Driver; Jake La Motta, su mujer y su hermano en Toro salvaje; el reverendo, la viuda del activista y la presencia fantasmagórica de este en First Reformed. Casi siempre una santísima trinidad que la componen el antihéroe, un aliado inocente y aquel que, pareciendo libre de acusaciones, lleva consigo el peso del abuso y la violencia. Esa era Iris, la joven prostituta a la que Travis quiere salvar, y ese es aquí Cirk, el hijo de uno de los colegas de Tell, quien se suicidó luego del PTSD al que fue sometido. Cirk está decidido a vengarse del exmilitar (y asesor privado del ejército) que fungía como una especie de Zar de la prisión, un experto en crueldad interpretado con bastante valía por Wilhem Dafoe. Cirk quiere matarle y William se debate entre ayudarle con su acometido o brindarle una vida mejor a su nuevo protegido. Como todos los tristes marginados que componen las películas de Schrader, Tell tiene una forma muy particular de redimirse y salvar al joven por quien se siente responsable, acción que, si bien reprochable, jamás deja de ser honesta para su protagonista.
El contador de cartas decide llevar estas evidentes tensiones, tanto políticas como espirituales (si no son lo mismo) hasta la hipérbole del clímax, dejando a su paso un proyecto imperfecto, algo caótico, una película que puede alienar a la mayoría de los espectadores, incluso a fans de Schrader. Pero es, finalmente, un testimonio necesario de las manías de uno de los principales talentos del cine estadounidense y su giro más oscuro, así como una pieza memorable de denuncia ante la violencia y la crueldad en tiempos en que la guerra parece un hecho dado y no una tragedia. Eso sí es redimirse.
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