El pasado lunes, el portavoz del Partido Popular, José Ignacio Echániz, afirmó en el debate sobre la proposición de ley de la eutanasia que el gobierno de coalición impulsa la regulación de la muerte digna para ahorrar costes; para recortar las partidas presupuestarias destinadas a cuidados paliativos, camas de hospital y jubilaciones. Una afirmación pueril, pero quizá no tan improvisada como pudiera parecer: varios de sus compañeros le apoyaron, quizá no solo por simple compañerismo, y la portavoz de Vox, Lourdes Méndez Monasterio, se expresó prácticamente en los mismos términos. Y es que hace tiempo que la derecha se aproxima a las cuestiones morales desde una perspectiva meramente económica.
Para algunos analistas, la debilidad del argumentario de la oposición tiene que ver con la desorganización de la derecha tras la toma de posesión del gobierno; y algo de eso habrá, porque parece difícil encontrar un ponente menos indicado que el señor Echániz (para mayor escarnio, médico de profesión). Pero no podemos considerar una simple casualidad que el principal partido de la derecha española escoja como portavoz para este debate a un absoluto desconocedor de las elevadas reflexiones que la tradición ideológica conservadora ha dedicado a la cuestión de la vida y la muerte. El bochorno de la oposición tiene que ver, en realidad, con el hecho de que hace ya mucho tiempo que los elementos filosóficos de su pensamiento son poco más que folclore electoral dedicado a rebañar votos; reminiscencias de otro tiempo, sin verdadero peso dentro de una corriente ideológica entregada a un neoliberalismo que tiene el neodarwinismo económico como único principio. No nos engañemos: el Partido Popular y Vox destinaron buena parte de sus intervenciones a balbucear barbaries apoyadas en lo material porque eso es precisamente lo que protegen cuando ponen palos en las ruedas de la despenalización de la eutanasia. En el terreno moral, como en el económico, la derecha se posiciona según el dictado de su conciencia de clase, protegiendo unos privilegios que desaparecerán si se convierten en derechos de todos los ciudadanos.
A su verdadera clientela nunca le han faltado los medios necesarios para morir con dignidad. Tampoco para abortar en condiciones de libertad y seguridad, ni para divorciarse como dios manda. A pesar de ello, se opusieron a todo, como también se oponen a la eutanasia, porque ellos no se imaginan abocados a sufrir más de la cuenta en una seguridad social saturada, ni gastando los ahorros de una vida para atender a un ser querido cuyo sufrimiento es el propio. Se oponen, en definitiva, porque la eutanasia es la batalla pero la guerra es contra la planificación familiar: porque decidir cuándo queremos engendrar vida y cuándo queremos morir tiene unas profundas implicaciones materiales.
Por si esto no fuera suficiente, es el Estado, ese ente maligno que lo mismo multa por exceso de velocidad a un Mercedes que a un Seat Panda (el PP también se quedó solo contra el carnet por puntos), quien se erige como garante del derecho a la muerte digna. Es la pesadilla pública rediviva, que regresa de entre los muertos para arrebatarles el privilegio de morir con dignidad y, de paso, quitarles un pedazo del lucrativo mercado de la muerte.
Por supuesto, la derecha va a oponerse a una conquista social del conjunto de la ciudadanía. Y es importante tener en cuenta que lo hace de una forma lógica dentro de sus propios planteamientos: con la boca pequeña, empleando un debate que debía ir por otros derroteros para regar quirúrgicamente el miedo atávico al leviatán con jinete socialista; pivotando en las posteriores ruedas de prensa para incluir la eutanasia en su registro de renuncias históricas por sentido de Estado. Un lugar tranquilo desde el que reclamar la muerte digna (no sin cierta razón) como un éxito propio, y desde el que esperar que la izquierda no muestre la misma ambición a la hora de pisar el terreno material. Territorio enemigo.
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