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Arte y Letras

Fernando Villalón, si es verdad

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De Fernando Villalón se ha escrito tanto que ya apenas se puede saber nada sobre él. Según Jacques Issorel, la bibliografía referente al escritor garrochista supera los setecientos registros. Y es que el conde de Miraflores de los Ángeles, según su poético título, fue «nigromante y teósofo, alquimista, manirroto, la cabeza a pájaros, pitagórico, centauro, lúbrico, chamán, anticuario, poeta… y ganadero vencido en el empeño de encastar toros con los ojos verdes», de acuerdo con la no del todo exhaustiva descripción de Manuel Barrios.

Tomemos, por ejemplo, las diferentes visiones sobre su afición por el esoterismo, sin duda el aspecto de su biografía que más interés ha despertado y origen de gran parte de esos setecientos registros. Según Manuel Halcón, su primo y primerísimo comentarista, esta afición no era más que una broma. Lo mismo opinan otros estudiosos muy respetables, como Pilar Moyano. Sin embargo, autores no menos informados, caso de Barrios, dan a su gusto por la teosofía y la magia toda credibilidad. Si fuera una cuestión de estilo, nos tendríamos que quedar con la versión de Halcón. Su Recuerdos de Fernando Villalón, aparte de ser un libro exquisito, está escrito con una prosa sincera, despojada, es una evocación emocionada y cariñosa de un hombre al que admiró y quiso. Esa no es forma de mentir. Por su parte, El sacristán del diablo, de Barrios, a pesar de ser igualmente un libro de muy placentera lectura, es flamígero, novelesco, con impertinentes excursos en los que el autor da rienda suelta a su propia afición por el ocultismo. Además, cae en errores llamativos, como al decir que Villalón y Rafael Alberti fueron condiscípulos, cuando el sevillano sacaba veintiún años al gaditano.

Sevilla y Cádiz, las dos ciudades en las que se divide el mundo, si nos atenemos a la particular geografía de Villalón. Por las anécdotas que cuentan Halcón o Juan Ramón Jiménez (este sí compañero suyo en el colegio de los jesuitas del Puerto de Santa María), Fernando fue un niño bullanguero, aficionado a las bromas (como cuando toreó a un cura), siempre de buen humor y con un entusiasmo contagioso. Todas estas características las mantuvo toda la vida (cuando se le veía correr campo a través, no se sabía si escapaba de un marido o un marido escapaba de él), y claro, luego no se sabe si las cosas que decía iban en serio o era todo parte de la creación de su personaje. A ver luego con qué se quedan los biógrafos.

Es lo que pasa con una de sus citas más repetidas (aquí ya ha aparecido en el primer párrafo), lo de los toros con ojos verdes. La gran pasión de Villalón fue ser ganadero, pero desde luego no para hacerse rico (de hecho, acabó con su hacienda, que no era poca), sino para criar los mejores toros de España. Su afición por la mezcla y los experimentos genéticos se expresó en la susodicha frase, que para unos era una verdadera declaración de intenciones, para otros con los ojos hacía referencia a la punta de los cuernos (que algunos toros de la ganadería de Adalid tenían de hecho verdes, mientras que los de Mesopotamia eran más bien tirando a azules), mientras que una última interpretación recurre a lo de siempre, menuda guasa tiene este Fernando (como cuando propuso capar a todos los machos para poner fin a una plaga de langosta).

Casa natal de Fernando Villalón en Sevilla.

Hay que recordar que en estos primeros años del siglo XX el toreo despertaba en España, y especialmente en Sevilla, una pasión que es difícil de imaginar. El fútbol actual y la enajenación global que ha conquistado. Quizá. Y unas gotas de la devoción adolescente por los cantantes pop. Pero algo un poco más trascendente, por eso de la cultura milenaria, el momento de la verdad y todo el ritual que acompaña a las corridas de toros. Solo hace falta leer las descripciones de los multitudinarios entierros de Espartero o Joselito que tuvieron lugar por aquellos años para hacerse a la idea de la convulsión colectiva que representaba la, por entonces sí, fiesta nacional.

En cualquier caso, Fernando consiguió unos toros de una estampa espectacular, unos ejemplares preciosos destinados al sacrificio. Pero tan bravos que nadie los quería torear. Las figuras del momento, como Belmonte o Joselito, admiraban los especímenes, pero lo de acercarse a ellos ya era otra cosa. Estos toreros habían impuesto un estilo florido, galerista, sin quitar mérito a su valor y su mérito, pero es que, como dijo el propio Belmonte, serían los toros de Villalón los que torearían al diestro.

La indignación. Villalón era un fabricante de muerte. Un genocida. Y los toreros valientes… más bien criminales. Pues sí, eso es lo que ha pasado con Villalón, que le han atacado a diestra (era aristócrata, sí, pero progresista, con compañías peligrosas y bien raro) y siniestra (además de criar toros para la matanza, pertenecía a la nobleza, un enemigo del pueblo). Sin embargo, Fernando distaba mucho de ser el típico señorito andaluz. Solo salió una vez de España (y si París no le atrajo, es que nada en el mundo podía hacerlo) y se encontraba más a gusto con los gañanes, pasando el día en el campo, que entre la alta sociedad sevillana, entre la que ni tan siquiera pudo encontrar una mujer (aunque salió ganando con Concha Ramos, una muchacha del pueblo con quien convivió sus últimos trece años de vida sin llegar a casarse).

El plan de Villalón era establecerse como ganadero y más tarde, cumplidos los cincuenta, dar a conocer su otra gran pasión, la poesía. Porque por una parte creía que su imagen como hombre de negocios y de campo se vería empañada si aparecía recitando versitos, y por otro lado nunca se consideró un hombre de letras, aunque en realidad tenía una gran cultura y te podía citar a Proust o a los futuristas cualquier martes por la mañana; pero entre que lo de los toros no funcionaba (y él sin dejar de criticar a empresarios, toreros y público) y que su primo Halcón le dio el último empujoncito, en 1927 publicó Andalucía la Baja, el primero de los tres libros que daría a la imprenta en tres años. Se trata de un libro modernista, todavía algo balbuceante, pero en el que ya se ve su habilidad para reflejar el paisaje y el ser de Andalucía, una constante en toda su obra.

Su siguiente libro, La Toriada, aparecido un año después, supone un salto considerable. De evidente influjo gongoriano, recorre la historia de la tauromaquia desde la mitología (el décimo trabajo de Hércules, cuando tiene que robar el ganado de Gerión allá por Cádiz) en unos versos llenos de fuerza. Su último libro, Romances del 800, está casi unánimemente considerado como su mejor obra, en la que expone de manera más clara su fascinante personalidad y huye del andalucismo populachero, aunque siga manteniéndose fiel a la tradición.

Otra cuestión a debatir, si nos interesara, que no es el caso, es si Villalón perteneció a la Generación del 27. Edad, gustos y rellene la opción correcta. La cuestión es que Fernando fue amigo de Alberti, de Lorca, de Cernuda (círculo en el que entró gracias a la intermediación de Ignacio Sánchez Mejías, uno de sus mejores amigos), que cuando se pasaba por Madrid no dejaba de ir al Pombo, donde era recibido con pleitesía por Gómez de la Serna, y que Gerardo Diego le incluyó en su antología de poetas de 1915 a 1931 dándole respetabilidad. Como era obligatorio en la época, Villalón también participó en diversas revistas, como Mediodía, de la que saldría escaldado, o Papel de Aleluyas, que fundaría para darse el gusto (y minar un poco más su ya declinante fortuna). Pero no hubo conjuro que le sirviera para entrar en el Parnaso de los elegidos.

De acuerdo, un poco forzado, pero de alguna manera había que reintroducir el tema del ocultismo. Anécdotas sabrosas: que durante un tiempo (según algunas fuentes, hasta seis meses, pero ya sería menos) se encerró en un sótano solo provisto de agua y verduras y la compañía de una rana y una cabra para alcanzar el nirvana; que un día se excusó de llegar tarde a una cita porque había tenido que ir a la estación a recibir al Anticristo (las he escuchado peores); que se compró una isleta desierta en el Guadalquivir para cazar nereidas (bueno, a lo mejor eran sílfides)…

¿Se creía todo esto? Vete a saber. Uno empieza jugando con las ciencias ocultas y acaba por no poder dormir si la luz no está encendida (como le pasó a Villalón). Hay testimonios que demuestran de manera irrefutable que no solo fue un estudioso de la teosofía y admirador de Madame Blavatsky, sino que conocía rituales mágicos muy elaborados y los llevaba a la práctica. También hay pruebas incontrovertibles de que se tomaba todo esto a cachondeo, y que si tuvo una fase mística, más tarde volvió al catolicismo y sus supersticiones más establecidas y respetables.

Ni tan siquiera a la hora de hablar de su muerte se ponen los expertos de acuerdo (¿dónde he escuchado yo esa frase?). Según Barrios, Fernando fue expulsado de Sevilla por su hermano menor, Jerónimo, quien a cambio de hacerse cargo de sus deudas se quedó con su casa, la última propiedad que le quedaba, y para pasarle una cantidad mensual con la que pudiera subsistir exigió que se fuera a Madrid, para así evitar el bochorno que le suponía la presencia de Fernando, a quien las familias más señaladas de Sevilla veían como un bala perdida.

Para otros biógrafos, lo cierto es que la salud y la economía de Villalón ya estaban muy deterioradas desde unos años antes, y que su viaje a Madrid, siempre acompañado por Concha, se debió a la necesidad de consultar a un especialista sobre su enfermedad del riñón. Lo que nadie pone en duda es que ni para la operación tenía dinero, y tuvo que recurrir a sus amigos para sufragar los gastos. Una operación que de nada serviría, pues el 8 de marzo de 1930 falleció a causa de una infección. ¿Hasta dónde le habría llevado su genio poético? ¿Qué otras formas tomaría su personalidad poliédrica? Más motivos para la especulación, para el nunca lo sabremos. Mejor quedarnos con lo que hay,

Dormían las fuerzas y las dimensiones todas con los ojos abiertos,
-libros cerrados, sin plegadera de luz que abra sus hojas-.
Él solo, escucha el rugido del silencio
-hálito creador, contenido germen-.

Antonio Rodríguez Vela
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