De Tomás Felipe el Trinche Carlovich apenas hay registros. Muy pocas fotos, ninguna grabación (al menos legítima), algunas crónicas. Solo historias. Carlovich es un futbolista contado; el jugador-relato mitificado por la fantasiosa memoria futbolística. Heredada y transmitida por generaciones que multiplican y disparatan sus proezas. Es la última historia oral del fútbol.
El Trinche, leyenda que camina expatriada del recuerdo, sigue vivo y bien en Rosario. Con las piernas machacadas, no le puede pegar ni una patada a un balón. Posa con él bajo el brazo, parado. Con media sonrisa. Por no tener, no tenemos ni al viejo Carlovich para enseñarnos la sombra de la magia, como esos otros que tuvieron y retuvieron porque la fuerza se va pero el toque no se pierde. Como cuando veíamos a Luis poner las faltas donde le daba la gana en los entrenamientos y entendíamos cómo aquel señor con pinta de gañán había estado a punto de darle una Copa de Europa al Atlético de Madrid.
Carlovich no era un futbolista autodestructivo, como Robin Friday, volátil delantero de Reading (entre otros) o George Best que tocó el cielo, fue el mejor y se dio la vuelta: había cumplido. Menotti dice del Trinche que prefirió jugar al fútbol que ser futbolista. Estuvo en Rosario Central, que fue el club que lo descubrió, y en Colón de Santa Fe, pero no suma más de tres partidos en la Primera Argentina.
En Rosario Central ingresó en el 69. Para entonces ya era una celebridad local. Siempre en los potreros, en los campitos de cerca de su casa, como él mismo dice. Dice, también, que el bueno era su hermano, pero que este ni lo intentaba. Carlovich tampoco. Quiero decir que jugaba como si nada, sin hacer por ello: le salía solo. Con la camiseta azul y amarilla jugó un amistoso contra Peñarol y un partido oficial contra Los Andes. Luego se evaporó, había que ser profesional.
En Colón tuvo, cuenta, mala suerte. Llegó en el 76, de la liga mendocina, y se lesionó. Las habladurías de su excentricidad, de su manera particular de vivir el fútbol, hicieron que en el club desconfiasen de sus condiciones. Carlovich, que no engaña, abandonó el equipo. Vuelta al peregrinaje de las inferiores, a Deportivo Maipú y a su querido Central Córdoba, equipo rosarino en el cual se retiró en el 86.
Fue un futbolista de futbolistas y uno de esos que han nacido a destiempo: un jugador de los 40 en el fútbol de los últimos 70 y primeros 80. Pekerman, que jugaba de 5 en Argentinos Juniors, lo veneraba y como otros de la época iba a verlo cada vez que podía, tanto daba si jugaba partidos oficiales o improvisados; mejor incluso si eran de estos últimos, que es donde, se cuenta, jugaba el gran Trinche, Carlovich, el mejor futbolista que jamás pisó Rosario.
Dice Valdano que ser rosarino es una forma especial de la argentinidad, una suerte de quintaesencia. Rosario, dicen también, es la cuna del juego romántico y tal vez todo eso define a Carlovich: rosarino, romántico, argentino quintaesencial, futbolista lírico definitivo.
Miguel Ignomiriello, entrenador de Rosario Central en el 69, lo corta y lo envía cedido a Flandria para los cuatro meses que restan de competición. En el 70 ya está de nuevo en Rosario para empezar de verdad la leyenda. Central Córdoba, azul-rojo-blanco, se convertirá en su equipo durante distintas etapas durante las cuales logrará dos ascensos a la Primera B; en el 73 y en el 82. En Central Córdoba llegará la apoteosis del Trinche cuando la Selección argentina organice un amistoso de preparación para el Mundial de Alemania frente a un combinado rosarino.
Los 70 fueron la edad de oro del fútbol de la ciudad y el partido era de más riesgo para Argentina de lo que había valorado. Rosarinos eran el Mono Obberti, Mario Zanabria, Carlos Aimar, que había sido compañero suyo en Rosario Central, Colorado Killer o Mario Kempes. Carlos Timoteo Griguol y Juan Carlos Montes, entrenadores por entonces de Central y Newell’s respectivamente, dirigían el combinado. Griguol, que nació sabiéndoselas todas y conocía al Trinche de su paso por el equipo, lo convocó: cinco de Rosario Central, cinco de Newell’s Old Boys y uno de Central Córdoba.
«El que la rompió contra la Selección», tituló El Gráfico después del partido. Carlovich jugaba de centrocampista, un 5 singular. Los menos exagerados lo definen como una mixtura de Redondo y Riquelme; los más, como un Maradona gigante y parsimonioso. No discriminaba la derecha de la izquierda, un poco encorvado, con el corpachón envolviendo el balón y el pase decidido seis jugadas antes. Dominaba la pelota a voluntad. La hipnotiza, cuentan, o ella lo amaba, que todo puede ser. Que si se sentaba encima, que si la revoleaba sobre la espalda, que si el caño de ida y vuelta… Carlovich dice que todo eso es fantasía; la leyenda del jugador al cual vieron más rosarinos de los que jamás hayan existido.
Vladislao Clap, seleccionador entonces de Argentina, entró al vestuario del Estadio del Parque al descanso y les pidió a Griguol y a Montes que a ese lo sacaran de la cancha. Perdían 3-0.
Pese a las habladurías sobre que se marcharía a Francia, lo cierto es que Carlovich no se movió de su Rosario: solo acrecentó la leyenda. La gente lo seguía con un runrún que se hizo consigna, casi una contraseña hermética para un grupo creciente de iniciados: «Esta noche juega el Trinche».
Carlovich podía aparecer en cualquier potrero, en cualquier partidillo, y obrar el prodigio del fútbol más puro jamás jugado; y si no estabas allí para verlo era una tragedia. Carlovich hacía arte efímero. No se podía conservar, ni perpetuar; solo se podía relatar, solo pasaba.
En el 75, deja Rosario y se va a Mendoza, a disputar la Liga Provincial con Independiente Rivadavia. A la larga, la camisola azul desabotonada del club compondría la imagen icónica del Trinche: santo laico del fútbol sagrado.
La mayoría de las pocas fotos conservadas proceden de estos años. Carlovich, desgarbado, medias caídas, gesto indiferente, pelo largo, confianza y elegancia. Es un poster humano, como Sócrates con la camisola de Brasil cuando esta todavía significaba algo. Hay misterio en las fotos del Trinche, algo trascendente que hace que uno, sin saber ni quién demonios es ese tipo, piense de inmediato que debía de ser bueno, bueno de verdad. Cuando llegó a Mendoza lo llamaron el Gitano; cuando le vieron jugar lo llamaron el Rey.
Hay 800 kilómetros entre Mendoza y Rosario. Para Carlovich, como si estuviese en la luna. Melancólico, el Trinche juega a salto de mata, a la suya, y se fuga a casa a la que puede; incluso haciéndose expulsar de un partido porque perdía el transporte. Historias. Como la de cuando Menotti lo convocó a la Selección y se fue a pescar. Carlovich se ríe para adentro y dice que cómo iba a pescar, ¡si no sabía! Historias.
Carlovich, jugador secreto cruza las décadas aumentando su culto. Con Independiente Rivadavia le endosa un 4-1 a un Inter de Milán desprevenido que andaba de tournée por Sudamérica. Nadie entiende cómo semejante jugador pulula por las competiciones provinciales. Nadie excepto los clubes, que ponen un precio a las entradas si juega y otro, más bajo, si no lo hace. Y era dinero bien invertido: aunque solo lograses verlo una vez, ibas a poder contarlo para siempre. Nadie excepto el Trinche, que era feliz jugando al fútbol. Expresión total del jugador de la calle, triunfó a lo grande, le ganó a la historia desde un potrero. Golazo. Esta noche juega el Trinche.
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Prefirió jugar al fútbol que ser futbolista.
Me parece un gran frase y viendo lo que hay una filosofía de vida.