Juan Muñoz: de la autonomía heteróclita y la singularización identitaria
En su publicación Las palabras y las cosas (1966), Michel Foucault sentenció: «lo propio del saber no es ni ver ni demostrar, sino interpretar». Y cuando uno encuentra la obra de Juan Muñoz sabe inmediatamente que desea interpretarla para llegar a su total comprensión. Sin querer entrar demasiado en la biografía del artista (que, aunque fascinante, no es el tema principal de este artículo) debo decir que Juan Muñoz, (Torregrosa, 1953-2001), también conocido como el poeta del espacio y miembro de la Generación de los 80 (primer germen artístico que reintrodujo la figuración en la escena con una extraordinaria pericia para urdir narraciones en atmósferas henchidas de afectación), decantó su aprendizaje en la arquitectura en la Universidad Politécnica de Madrid, un estudio que completaría en la Central School of Art de Londres y el Pratt Centre de Nueva York donde halló su pasión por la escultura y el grabado.
Aunque se le ha considerado un escultor figurativo, su obra se caracteriza por una esfera descriptiva que rompe los límites entre el modelado y la instalación, con una gran tensión entre los espacios irreales y los tangibles, referencias al mundo de la magia, la ilusión y el misterio (recurriendo notoriamente a los espejos), sin olvidar el silencio, la soledad y la incomunicación que adquieren un especial protagonismo en su creación artística con el fin de facilitar la introspección del espectador: Muñoz rompe con los conceptos tradicionales de la escultura a través del reflejo y la figura humana (representada siempre en menor escala comparado con un prototipo real) que interactúan entre sí en el ambiente expositivo creando una secuencia viva, dinámica, en la que el espectador puede participar y sentirse involucrado; al mismo tiempo, su tendencia monocromática provoca la pérdida de los rasgos de personalidad hasta crear una sensación incómoda, turbadora y casi inquisitoria en el asistente. Justamente esas sensaciones son las que me dispondré a analizar en el siguiente artículo según la heurística anacrónica, hermenéutica y estético-filosófica, empleando como prototipo paradigmático su obra En el espejo realizada en resina (uno de los materiales predilectos del artista junto al papier maché y el bronce) en el año 1997 y expuesta póstumamente en 2006.
El punto de partida para la disertación de esta pieza lo encontramos en la consideración del disenso de Rancière; este filósofo francés refutó un antiguo criterio de validación latino llamado consensus gentium (el acuerdo del pueblo) que declamaba la trascendencia de la verdad como noción común a todo el género humano, de manera que si (por ejemplo) la sociedad hallaba en la tiranía un cariz malicioso o inconveniente, el concepto se tildaba negativamente siendo sometido a una rotunda e irrebatible verdad universal. A partir de esta máxima, Rancière abogará por el desacuerdo (especialmente en sus libros El desacuerdo y El viraje ético de la estética y la política) como actitud imprescindible en la actividad política, concluyendo que se trataba del único cimiento que permitiría llevar a cabo con éxito las acciones de debate; esta diferencia y tensión de opinión entre los miembros de una comunidad sería precisamente la que produciría el diálogo, y por ende el consecuente crecimiento y mejora de la comunidad (una visión quimérica que en el pensamiento contemporáneo actual se nos hace difícil de alcanzar).
En esta escultura-instalación, el artista invita al espectador a aunarse dentro de la acción del personaje principal, a debatir con él y mantener un coloquio basado en la diversidad de opinión y experiencias, lo que nos lleva a una serie de consideraciones de gran interés. Por un lado, está el concepto de Barthes, desarrollado en La muerte del autor, que comienza a instituir la diversa significación de la obra en relación con el tipo de espectador, siendo este interpelado a la recapacitación e introspección; nos señala que la materia creativa debe permitir la alteración de la idea artística, de modo que percibamos multiplicidad de opiniones entre el autor, el lector, el personaje e incluso el efecto presentista en el que se desarrolla, sin que ello incurra en una incoherencia.
Por otro lado, el contexto de la obra variará según las experiencias culturales que la rodean a ella y al propio espectador, ya que la pieza se constituye por un tejido proveniente de mil focos de cultura cuyas palabras no desprenden un sentido único y que cada individuo comprende de manera unilateral. Estamos pues ante una exégesis que presenta la confluencia de todas las ideas e interpretaciones posibles del público, cuya labor individual es precisamente decantarse por unas u otras según sus experiencias y valores hermenéuticos, dándole una significación personal e intransferible; será a partir de estos diversos puntos de vista que la obra podrá sostenerse al disenso ya mentado de Rancière sin desestimar nunca la justificación del sujeto contemporáneo.
Es precisamente esta individualización la que nos lleva a otro interesante punto tratado por Foucault en El sujeto y el poder, y es que en el conjunto social, la masificación impera por encima de la personalización como modo de control, con lo que provocar una opinión subjetiva en el espectador se puede considerar casi un acto de radicalización y sublevación. «El poder interviene en la vida cotidiana, categoriza al individuo, lo marca con su propia individualidad, lo ata a su identidad, le impone una ley de verdad que debe reconocer y los demás deben reconocer en él», nos señala el teórico. Nos encontramos por ende con la predisposición al envite que la materia artística provocará en el espectador, una corriente de ideas que pretende revelar esa parte adormilada por la regulación autocrática en una suerte ya tratada por el pensador en la máxima existencialista «qu’est-ce que je suis et qui je veux être?», es decir, «¿qué soy y quién quiero ser?». El espejo, uno de los elementos más llamativos de la instalación, será el encargado de incitar a esta cuestión.
Este objeto, que casi podría ser tomado como una referencia a nuestra narcisista cultura contemporánea pagada del físico por encima de cualquier otra virtud, sugiere en realidad una conversación muda, un intercambio de información entre el yo espectador, el yo del reflejo (que realiza su simbiosis con la obra) y la escultura. El primer eje se presenta fuera de la escena unido al personaje por medio del reflejo efímero de su presencia, provocando una alteridad en la pieza y en el asistente: este se ha convertido en un ente vital para la interpretación y recreación del conjunto, sin que la figura que la protagoniza se inmute o salga de su ensimismamiento como mero objeto estático; ello permitirá la transformación y evolución constante (mutable en su encarnación) tanto de la creación artística como del propio visitante partícipe, puesto que le induce al desarrollo y crecimiento del ser. Y, ¿cómo se articula esta evolución tan atropellada y vertiginosa? me podrías preguntar, querido lecto. Y la respuesta se resumiría en un único concepto propio del pensamiento de Jacques Derrida: la construcción a partir de la deconstrucción. Al rechazar lo que somos, es decir, al de-construir el precepto que la comunidad ha creado para nosotros (con sus cargas e implicaciones sociales), construimos lo que podríamos ser y nos liberamos de la masificación y totalización de las modernas estructuras de poder. Por simplificar este concepto: nos desembarazamos de la dependencia análoga para presentar, lo que yo denomino, una autonomía heteróclita.
Enfocándonos más en la escultura y menos en la instalación, Muñoz nos presenta a un hombre entrañable, trajeado, que sonríe mientras se observa en el espejo, satisfecho de su imagen y ajeno a cualquier otra actividad; capta inmediatamente nuestra atención una marca azulina en el centro de su rostro que tiene como función primera perturbar al espectador y romper lo idílico de la escena. Su interpretación sin duda es tan libre y subjetiva como la instalación en sí, pero quisiera referirme a las palabras del propio Muñoz en una entrevista que concedió en 1996 al Centro Gallego de Arte Contemporáneo de Santiago de Compostela para ilustrar mi siguiente juicio: «En ocasiones, mis personajes se comportan como un espejo que no puede reflejar. Están ahí para decirnos algo sobre nuestra mirada, pero no pueden hacerlo, porque no nos permiten vernos a nosotros mismos si no a nuestro yo menos consciente». Centrándonos en estas palabras, es ineludible el hecho de que nuestras experiencias vitales legan una profunda cicatriz emocional capaz de alterar nuestro comportamiento y percepción del entorno (de nuevo la consideración de hermenéutica o del juego del lenguaje hace escala aquí), sin embargo debido a un principio ya tratado por Foucault, tendemos a adecuarnos a la sociedad para no sentirnos marginados. En sus propias palabras: «el Estado moderno integra a sus individuos con una condición, que su individualidad adopte una nueva forma y se someta a un conjunto de dispositivos específicos ya marcados, […] por ende el sujeto se encuentra o bien dividido en su fuero interno, o bien dividido de los otros».
Este precepto señala con gran atino la necesidad de integración que se hace inherente al ser humano, y la búsqueda infructuosa de esa Arcadia mística en la que no perderemos nuestra identidad en pos de una aproximación colectiva cedida. Precisamente la obra de Muñoz parece interpelarnos de manera silenciosa con esta máxima, nos susurra y critica quedamente (desde su sonrisa) por haber renunciado a nuestra singularización identitaria y haber caído en la seguridad de un automatismo baldío, ahondando siempre en la vivencia del espectador que de pronto se encuentra aislado en el abrupto páramo de la realidad. Precisamente para ello es fundamental el recogimiento y la preceptiva del espectador que, como preludiaba Walter Benjamin en Discursos Interrumpidos, debe recogerse ante la obra, sumergirse y comprenderla desde el discernimiento de sí mismo.
Muñoz nos pide que nos desliguemos de todo, incluso de la ética (que para Rancière es tan solo «un pensamiento que establece la identidad entre el entorno, la manera de ser y el principio de acción») y nos centremos en el conocimiento del yo más profundo de nuestro subconsciente, más allá de la situación de control atávico, de explotación y dominación litigante que el entorno ejerce sobre el individuo. Se trata de un choque entre la realidad de poder y las circunstancias del sujeto que debe saldarse con el auto aprendizaje y la toma de consciencia, en un acto de rebeldía que no significa la ruptura con la sociedad si no la libertad de subsumir al ente inalienable en el anacronismo heurístico y presentista de la hibridez colectiva.
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