La Historia tiene menos que ver con el pasado que con el futuro porque es una herramienta que se utiliza como promesa de los tiempos venideros. Eso es palpable en el uso que hace de ella el nacionalismo. En Cataluña, los independentistas hablan del triunfo de movimientos secesionistas pasados con un mensaje muy claro: «ellos lo consiguieron y nosotros seremos los siguientes». El problema es que así distorsionan los acontecimientos, reducidos a luchas épicas en las que nadie sufre, en las que no hay un precio a pagar. Del mismo modo, cierta publicación catalanista mostraba el dibujo de un árbol de la hispanidad del que habían caído todas las hojas, es decir, las actuales republicas latinoamericanas. Sólo quedaba una: Cataluña. Se omite de esta forma que la emancipación de los territorios que abarcan desde México hasta Argentina se consiguió al precio de terribles guerras civiles en medio de una violencia inaudita por los dos bandos. Por desgracia, la libertad, una vez alcanzada, vino de la mano del desastre económico y la inestabilidad política.
El teórico marxista Eric Hobsbawm afirmaba que la pluralidad política queda mejor garantizada en estados multinacionales que en pequeños países que tienden a la búsqueda de la uniformidad. Si echamos un vistazo a lo que ha sido la historia del siglo XX, encontraremos muchos motivos para darle la razón. La pretensión de crear naciones uniformes se saldó, demasiado a menudo, con el desplazamiento forzoso de las minorías. Los turcos, por ejemplo, se dedicaron a expulsar a los griegos de Asia Menor en los años veinte. Más tarde, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, Polonia y Checoslovaquia se deshicieron de su población germana. En la práctica, como señala Hobsbawm, el nacionalismo de las pequeñas naciones fue tan intolerante con la diferencia como los grandes imperios. Cuando una cárcel de naciones se desmembraba, los Estados resultantes reproducían las mismas pautas de comportamiento, solo que a una escala más reducida.
Precisamente porque la realidad muestra poblaciones mezcladas y no químicamente puras, determinadas independencias no han podido realizarse sin el precio de la partición del territorio. Sucedió en Irlanda, donde los protestantes del Ulster apostaron por continuar como británicos. Sucedió también en la India, de la que Pakistán se separó en 1947. Bangladesh, a su vez, se separaría de Pakistán en 1971.
Si hacemos caso a ciertos discursos, Cataluña sería una colonia como las de África o Asia. Pero en ninguno de estos continentes el territorio sometido era más rico que el de la metrópoli. En cambio, han sido los andaluces o los extremeños los que han emigrado hacia Cataluña, no los catalanes al sur de la Península porque, si nos ponemos a hablar en serio, la supuesta Blancanieves ha sido una privilegiada. Se lo decía Benito Pérez Galdós a Narcís Oller en el siglo XIX: «¿Separatismo por parte de los hijos mimados de la nación?». Las medidas proteccionistas beneficiaban su industria a costa de los intereses de las zonas agrarias, que veían así como se encarecían los productos que debían comprar.
A muchos catalanes se les ha presentado una historia centenaria de agravios, pero se les ha omitido que la relación con España no se limita a los desencuentros. Se han escrito libros con citas de lo que cualquier bárbaro ha escrito contra Cataluña, con lo que parece que ningún castellano le dedicara palabras de afecto, como las de Cervantes en su célebre elogio a Barcelona. El autor del Quijote, por cierto, consideraba que la mejor novela del mundo era una escrita en catalán, el Tirant. ¿Y quién es uno de los mejores estudiosos de esta obra? Un tal Mario Vargas Llosa, al que los nacionalistas acostumbran a tomar por el coco porque no confunde Cataluña (donde pasó algunos de sus mejores años y de la que habla con gratitud) con los que dicen hablar en su nombre.
Se supone que el denominado derecho a decidir constituye el mecanismo para la solución de ciertos problemas espinosos, además de ser una cuestión de principios, con independencia de sus efectos prácticos. Lástima que cuando descendemos desde el Olimpo de la abstracción a la realidad concreta, este es un camino que conduce con frecuencia al callejón sin salida, al colocar a los ciudadanos ante disyuntivas cuando menos dolorosas, porque las supuestas independencias no van a tener lugar en el vacío sino en un contexto determinado, el de la Unión Europea. Por eso en Cataluña, aunque el discurso oficial lo niegue, decir sí a un nuevo Estado equivale a decir no a Europa, con independencia de cuál sea el sentir de los votantes. Porque el hecho objetivo es que el Principado forma parte de una entidad supranacional en tanto que parte constitutiva de España. Fue Felipe González y no Jordi Pujol el que firmó el tratado de adhesión a la CEE.
Independencia significaría, por otra parte, un déficit de pluralidad. De vez en cuando leemos en los periódicos declaraciones de nacionalistas que desearían que el catalán fuera la única lengua oficial. Para ellos, el castellano es tan extranjero como el francés, el inglés o el ruso. Tampoco faltan radicales que afirman que los emigrantes procedentes de otras regiones no son sino colonos. Cuando ellos organizan actos como la Feria de Abril, hay quien lo toma casi como un insulto. Porque lo andaluz sería, por definición, algo ajeno. Se olvida así una evidencia palmaria: la identidad colectiva ha llegado a ser lo que es a través del cambio. En 1491 ningún catalán podía deleitarse con un buen pan con tomate, sencillamente porque el tomate proviene de un continente, América, que aún no había sido descubierto. Sin embargo, ese préstamo foráneo llegó a ser un elemento constitutivo de la catalanidad. Por tanto, ¿qué problema hay en que las sevillanas lleguen a ser tan propias como las sardanas? Lo catalán, como lo español, no debería ser una esencia inmutable sino un reflejo de lo real. Si este razonamiento es correcto, García es un apellido mucho más catalán que Pujol o Vilaseca. Sencillamente porque son mucho más los ciudadanos que lo llevan.
La izquierda catalana prefiere aliarse con la derecha, en nombre de la nación catalana, a defender a los trabajadores. La autodeterminación sería un valor irrenunciable de los ideales progresistas. Tal vez los que así piensan no se han tomado el trabajo de leer a Rosa Luxemburgo, más roja que nadie y más crítica que nadie con las desviaciones nacionalistas de los que iban de rojos. Para ella, todas las formas de separatismo no eran más que «simples trampas burguesas».
- Fontana, el último romántico - 24 junio, 2020
- Dios salve a la reina - 11 diciembre, 2019
- La historia deformada del nacionalismo - 15 mayo, 2017
Podrías poner tu nombre real en vez de expresar tu opinión tras un seudónimo