La historia: eterna asignatura pendiente (una aproximación a la historia de Cataluña)
Decía Andrés Trapiello que «la historia es el verdadero opio de los pueblos, pues al final no hay historia que no se adultere en mito». Últimamente estamos viendo mucho supuesto especialista en historia que en realidad no es más que un especialista en mitos, y mucho público muy predispuesto a creer que esos mitos son la verdadera historia. ¿Cuál es el precio que tiene que pagar Fernando de Antequera, noble castellano, para ser elegido rey de la Corona de Aragón en el Compromiso de Caspe en 1412? El pactismo, ese es el precio. ¿Y qué es el pactismo? Que el rey no puede hacer nada sin el visto bueno de las Cortes, que el rey necesita a las cortes para gobernar, y que, en caso de enfrentamiento, las Cortes son las que tienen la última palabra. Eso para un rey, y más para un rey que viene de Castilla, es algo humillante e intolerable, y si acepta esas condiciones es porque no le queda más remedio. Pero no se conforma. Y, en cuanto puede, empieza a demostrar que piensa hacer todo lo posible por recuperar el poder perdido.
Sin embargo, no nos engañemos, que el rey se tenga que someter a las cortes (y en la Corona de Aragón, no hay unas cortes sino varias, están las valencianas, las aragonesas, las catalanas, etc.), no quiere decir que estemos en un escenario que podamos llamar ni remotamente democrático. Las Cortes son oligárquicas, las Cortes representan a la oligarquía, a la nobleza y la iglesia, y aún cuando representan a las ciudades, representan a las oligarquías urbanas. El pueblo se queda fuera, como siempre. Y cuanto más débil es el rey, más depende el pueblo de los nobles y de la iglesia.
«La culpa de la guerra fue de unos cuantos», decía Juan II, el sucesor del llamado rey magnámimo, un rey (Alfonso V de Aragón) que se pasó casi todo su reinado fuera de la península, en Nápoles, y del que sólo le interesaba de las Cortes una cosa: que le dieran dinero para sus campañas italianas. Pues bien, después de un rey ausente, la Corona de Aragón se encuentra frente a un rey absolutista. Sí, absolutismo es una palabra que no se suele emplear para el siglo XV, que nos remite al siglo XVIII y la llegada de los borbones, pero la realidad es que el pensamiento de Juan II es totalmente absolutista, y esto se ve muy claro cuando dice que el rey está por encima de las Cortes y que «solo tiene que rendir cuentas ante Dios». Por supuesto a las Cortes, esta mentalidad absolutista les parece humillante e intolerable y harán todo lo posible, incluso la guerra, para pararle los pies al rey.
La culpa de la guerra fue de todos, nos dice Santiago Sobrequés i Vidal, uno de los principales expertos en la edad moderna catalana, en su libro póstumo: Catalunya al segle XV: De la sentencia de Casp al regnat de Ferran el Católic. Y eso incluye también, por supuesto, al rey, que después de una terrible guerra que duró más de una década, sigue sin reconocer ninguna culpa. El rey se salta cada dos por tres la Capitulación de Villafranca que era lo único que podía mantener la paz en los condados catalanes. Y sus partidarios más radicales no dudan en echar más leña al fuego cada vez que tienen ocasión. Pero los nobles rurales y la oligarquía urbana hacen exactamente lo mismo, atacando al rey y a sus partidarios con cualquier excusa, y así «dos minorías radicales e intransigentemente opuestas fueron capaces de llevar al país al desastre».
Con Juan II empieza una guerra civil en la que además de la lucha entre el rey y la vieja oligarquía feudal también tienen un papel muy activo los campesinos, que a veces parece que apoyan al rey y a veces parece que hacen la guerra por su cuenta, o incluso los comerciantes y artesanos urbanos, que apoyan a un bando o a otro según sus intereses particulares. El Consell del Principat piensa que con detener a la reina la situación se controlará fácilmente. Pero la reina recibe ayuda de los franceses y lo que iba a ser un paseo triunfal se convierte en una endemoniada guerra que nadie sabe cómo parar, y en la que cada paso parece más absurdo y más desesperado que el anterior. Para libarse de Juan II el Consell pide la ayuda del rey castellano, Enrique IV, que meterá un ejército castellano en Cataluña y que acabará reclamando el título real (y de hecho lo obtendrá, pues el 13 de noviembre de 1462 los catalanes de Barcelona le juraban fidelidad en la persona de su lugarteniente Juan de Beaumont). Pero los franceses, ya lo hemos dicho, entran para apoyar al rey Juan II y a su mujer, y esa ayuda tiene un precio: Perpiñán pasa a manos francesas en 1463. No contento con eso, el rey francés Luis XI se ofrece como posible rey de Cataluña. Y esto hace que los catalanes, alarmados ante la expectativa de acabar siendo otra provincia de Francia, y ante el abandono del rey de Castilla, que llega a un acuerdo con el rey francés a cambio de la villa navarra de Estella, buscan una posible salida, que resulta fallida, en la figura de Pedro de Portugal, al que reconocen como Pedro IV de Cataluña. Y con esto se alarga aún más la guerra. ¿Y alguien recuerda como actúan los ejércitos en esa época? Pues saqueando y robando lo que pillan, viviendo del terreno que pisan, y sin distinguir muchas veces si las cosechas que esquilman son de amigos o de enemigos.
En resumen, lo que empieza siendo una lucha por limitar el despotismo de un rey legítimo, acaba enredándose en una serie de guerras civiles (como la guerra de Remensa y la guerra de la Busca y la Biga) y en una guerra internacional que supone que los condados catalanes pasen, de hecho, a depender de monarcas extranjeros cuyo único interés es el beneficio económico que puedan obtener de su nuevo reino. La situación es tan compleja que ni la muerte del rey portugués soluciona el conflicto, pues el Consell del Principal, y aquí cito textualmente a Santiago Sobrequés i Vidal: «escandalizando a amplios sectores del país y sembrando el estupor en Europa, nombró rey de Cataluña a Renato de Anjou, duque de Provenza, y miembro de un linaje que había sido enemigo acérrimo de Cataluña». ¿Y todo para qué? Al final, Juan II ocupará una a una las ciudades rebeldes y todo volverá a la calma, pero esa calma habrá costado la ruina económica de una de las regiones más prósperas de la Corona de Aragón. La crisis del siglo XV será una de las peores crisis de todos los tiempos. No fue todo culpa de la guerra, por supuesto, pero la guerra lo precipitó y lo empeoró todo.
Y pese a todo tenemos a un Juan II que muere sin reconocer error alguno. Luego, en el siglo XVII los catalanes volverán a vivir una situación parecida. Con el Corpus de Sangre de 1640 el pueblo de Barcelona se subleva contra las tropas castellanas, que estaban allí para luchar contra los franceses. Se declara la república catalana pero la situación se vuelve incontrolable. La Generalitat catalana pide ayuda al rey de Francia y permite la entrada de un ejercito francés para la defensa de su territorio y para controlar a los campesinos y grupos sociales desfavorecidos, que dan rienda suelta a todo tipo de ataques contra la nobleza y la burguesía urbana. El rey castellano Felipe IV envía otro ejército, esta vez para recuperar el territorio rebelde, y eso lleva finalmente a la oligarquía catalana a reconocer como conde de Barcelona al rey francés, con lo que de facto pierde la independencia política. Durante los años siguientes los catalanes tienen que mantener a un ejercito francés en su territorio (situación que provoca las mismas quejas y graves inconvenientes para los campesinos que provocaba anteriormente el mantenimiento del ejercito del conde-duque de Olivares), y tienen que ceder una parte de la administración a los franceses (que favorecerán el establecimiento de mercaderes extranjeros, con la consiguiente competencia frente a los locales). Después del Tratado de Wesfalia, en 1648, la situación se vuelve propicia para Felipe IV que prepara una nueva invasión, esta vez con éxito. En el Tratado de los Pirineos de 1659 las monarquías francesa y española firman la paz definitiva y el territorio de Cataluña es reintegrado en su mayor parte a la corona castellana.
De manera que podemos decir que la historia se repite. Para escapar de una situación acabas cayendo en una situación peor. ¿Y por qué se repite la historia? ¿Por qué se olvida, por qué no se ha aprendido, por qué no se quiere aprender?
¿Pero quién quiere la historia si ya tenemos el mito?
- Maneras de mirar el mundo - 13 junio, 2018
- La historia: eterna asignatura pendiente (una aproximación a la historia de Cataluña) - 30 octubre, 2017
- Shanghái Express - 2 enero, 2017