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Arte y Letras

Los amores fallidos: Seth, Gopegui, McEwan…

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El amor es como una goma elástica que dos personas sujetan cada una por un lado; cuando una de las dos la suelta al otro le da en la cara.

Enrique Jardiel Poncela

La diferencia entre los amores que se te dan hechos y los buscados por uno mismo está en que los últimos consisten en un juego, y en un juego mucho más duro que el rugby o el póquer. Uno deja de ser niño o niña el instante mismo en que activa el radar y se pone en actitud de alerta para gustar o ser gustado. Antes de entonces, y si has tenido suerte, el amor tan solo era una piscina hospitalaria y tibia en que chapoteabas con tu familia, algunos amigos, tres personajes de Pixar y Naruto Shippuden, por referirme a la actualidad. Súbitamente, elevas la cabeza de ese caldo confortable como si fuera un periscopio y empiezas a mirar fuera, con el hambre característica de aquel tipo de la canción de Richard Thompson que salía de la cárcel dispuesto a romper corazones. Decía Borges, con la ironía acre propia del feote (y en una reseña de juventud poco leída), que el amor consiste en la magnífica oportunidad de que dos seres se encuentren mutuamente milagrosos. La pregunta es si el amor romántico, tal como lo hemos heredado y practicamos fervientemente, consiste en encontrar lo sobrenatural en la persona del otro o más bien en que él lo encuentre en ti. Mis alumnos piensan que es lo primero, pero yo me temo que se equivocan de edad, y que si eso es también posible (el amor no correspondido, por ejemplo, que elogiaba Rilke, o el llamado platónico, que no está así en Platón…) no lo es desde luego en el teatro de la adolescencia. ¿Quién renunciaría al juego de ser sumamente especial para alguien, aunque tú te conozcas bien o medio bien y, en cualquier caso, seas tan especial para ti mismo como lo pueda ser una pantufla en tu dormitorio? (Por cierto, que los filósofos del realismo Especulativo han descubierto toda una nueva ontología a partir de las pantuflas…). Ya digo que, en el momento en que pagas tu entrada en ese baile, dejas de ser un niño para el cual el amor es un milieu y pasas a ser un mendigo tirado en la calle y sin blanca suplicando amor a la vez que un director de recursos humanos del amor. El amor de pareja es peor que el rugby, peor que el póquer, peor que el bingo, si me apuráis; si acaso es una especie de strip poker, ya que lo que te juegas es la aceptación de los demás y con ella la de ti mismo en pelotas. La seducción consiste, de hecho, en un jugar a las prendas, con el objetivo de quedarte finalmente sin prendas. El sexo es lo menos importante, el sexo seguramente lo hagan cien veces mejor que en las películas porno un matrimonio tradicional de pueblo cada sábado en la era cuando los niños están dormidos y entran las ganillas, aunque tu cónyuge no se depile y huela a establo. Lo que se viene a llamar un caliqueño, vamos, y no hay caliqueño como Dios manda en la industria porno. Hay como mucho fitness y masturbación asistida, como decía el Conde Lequio, que de esto sabe un rato.

El amor, como el poder, son los dos juegos que te pueden destrozar y por eso atraen a los más audaces. La sabiduría, en cambio, que es el tercer gran juego antropológico, solo te destruye si eres un Hölderlin, es decir, un serafín rubio cuyo reino no es de este mundo o un viejo taradillo que adivina dioses hasta en los zaguanes oscuros. La sabiduría, de antemano, es botín de escaqueados, de apocados, un juego más o menos garantizado en el que resulta difícil perder, mientras que el poder y el amor establecen un certamen, sientan unas reglas y discriminan implacablemente entre el mejor y el peor. No todo el mundo se apuesta su corazón en el amor, porque para ello primero hay que tenerlo, pero si no lo tienes, siempre puedes adquirirlo en el mercado de la música pop, de las telenovelas de la tarde, del Meetic o del Tinder/Sorpresa (y menudas sorpresas…). Para colmo, como con todo lo que parece prima facie lo más valioso y perdurable de la vida (que ya es para sospechar como nos lo proclaman constantemente), el amor esconde una trastienda repugnante de explotación, perversidades, degradación y muerte. A mí no me intriga tanto la pregunta de la teodicea en sí, eso típico de cómo puede consentir Dios los males del mundo, eso va a ser que no existe, porque ya inventó Agustín el liber arbitrio humano para justificarlo; lo que me extraña de verdad es cómo puede Dios, si existiera, haber diseñado sus más grandes y admirables bienes sin un password que les impida ser revertidos y convertidos en los más atroces males. Pongo otro ejemplo que no implique la carne pecadora, aunque tampoco la expulse de su seno: existe la música, la gran música y la pequeña música, que a pocos, muy pocos, les resulta indiferente; pero existe también la música de tufillo cervecero que se escucha en un garito de neonazis antes de salir exaltados de caza. El amor es un juego tan universalmente participado (y los que dicen no jugar, como el clero católico, son los peores…) que nos olvidamos de que es solo un juego y entonces deviene fácilmente esclavitud y miseria. Como todo juego, el amor aplica normas idénticas y despiadadas a personas desiguales y con dotaciones de entrada muy diferentes, no es justo ni ecuánime, las cartas están trucadas; pero la realidad se abre paso igualmente, de manera que hasta el más reticente a jugar (yo conocí solo a uno, pero presiento que ya estará emparejado con otra reticente y habrán tenido ambos reticentitos…) termina por probar suerte.

El matrimonio es una institución que no engaña. Solo con decir que es una institución ya se ha dicho todo y el que no lo entienda que se lo haga mirar. El matrimonio es el remedium concupiscentiae, que junta a los rotos con los descosidos y vela porque a nadie le falte el caliqueño del sábado a cambio de que frecuente lo menos posible los bares de carretera, ellos, o las películas de Michael Fassbender, ellas. Yo no estoy en contra en absoluto del matrimonio y menos si segrega y acoge hijos. Los matrimonios a la antigua, o sea, varón y hembra, no por ese orden (varón que decae gradualmente en gracietas o exabruptos y hembra que se desvive -en Antes del anochecer dan esa definición escueta y certera de las mujeres: no el ser que menstrua de una pareja, como dicen hoy, sino, de los dos, aquel que se desvive…-), funcionan mil veces mejor que el poliamor, la anarquía relacional, la agamia y la madre que los parió. Funcionan mejor, maquinalmente hablando, lo cual no quiere decir que amen mejor, sentimentalmente hablando, porque nada resiste el desgaste del matrimonio. Nadie puede seguir siendo el milagro, que decía Borges, después de un año; nadie puede ser el especial que el adolescente busca y desea ser tras calzar las pantuflas de que hablábamos antes. De hecho, parece que la única manera de revitalizar un matrimonio es el adulterio y por eso el adulterio es intrínseco a la continuidad o la ruptura del matrimonio. Si tu pareja vuelve a ser un milagro, una persona especial, en otro ámbito, para otra personilla, entonces también lo vuelve a ser para ti, en una maniobra tan oligofrénica como humana, que sitúa al amor entre las estrategias deseantes del mercado y lo ingresa en una suerte de índice de cotización variable como el de una bolsa de valores. Aquellos que no tienen oportunidad o la temeridad de cometer adulterio, se consuelan contemplando y degustando el adulterio de los demás, sea el de Ulises entre los antiguos, el de la Bovary[1] entre los modernos o la explosión de chingamientos o chingaciones prohibidos y apetitosos del Sálvame Deluxe. No hay tema de conversación más apasionante y absorbente que el amor, siempre que incluya picorcillo de chingamientos o chingaciones eventuales o prolongados en el tiempo. Todos somos patio de vecindad. De ahí que el colectivo LGTBI+ deba de poder garantizarse su rutina, su remedium, pero también su sobresalto, mediante el matrimonio legalmente reconocido y la infidelidad potencial que le sustenta, haya o no nidificación de hijos. Recuerdo una vieja camiseta que vi en la calle, en la cual salían unos monigotes de videojuego retro, vestidos de boda de nuestros abuelos, y una leyenda: Game Over. En cierto modo acierta, porque efectivamente la permutación de limitados factores que fueron las relaciones previas encierra un juego fascinante pero peligroso que por un tiempo va a ser cancelado. Pero en cierto modo miente, porque el juego se reanudará años más tarde, justamente cuando se esté al borde mismo de pasarse de rosca por edad, por eso de quemar el último cartucho y a ver qué cartas nos reparten en una última y postrera partida…

Las novelas de amor son un género que vende muchísimo, seguramente el género que ralentiza el cierre de todas las librerías del globo. Lo cual demuestra, creo, hasta qué punto sobrevive la comezón de volver al resultado más o menos óptimo del juego anterior. Pero entre el género rosa de Corín Tellado, la autora más prolífica, comprada y leída de todos los tiempos, me parece, y la literatura del amor triste de Seth, Gopegui o McEwan, que gustan lo justo como para seguir tirando, media un abismo. Cito esos tres autores porque son los que más me han hecho sufrir, que yo recuerde, con la narración de las inevitables heridas del amor. También se lo digo a mis alumnos, pero es tarde, porque ya tienen su número en la lista de espera, de lo cual me alegro: les digo que el amor de verdad, no el cariño matrimonial, es un día de algún gustillo por cada semana de franco disgustazo. Así debe ser: el que quiera amor incondicional y de fácil acceso que se compre un yorkshire, que son monísimos. Que no te vendan amor sin espinas, pero tampoco espinas so pretexto de amor… Yo suelo fantasear con una pareja formada desde la niñez, que se conocen de toda la vida, como si estuvieran hechos el uno para el otro, como el muro y la yedra, pero quién sabe si eso no implica un montón de mierda tan solidificada ya entre ambos que apenas suelta olor. Italo Calvino, gran escritor, tituló Los amores difíciles, buen título, pero hubiera tenido mucho más mérito, incomparablemente más, imaginar unos amores sencillos… Los amores sencillos son propios de eso, de infantes, mascotas y monjitas (que precisamente se han casado con el hombre que, al no estar nunca en casa, jamás las fallará lo más mínimo, como mi Ferrari Testarossa, que jamás se avería…[2]). Virkham Seth escribió, en el cambio de milenio, una novela de amor desgarradora, de sufrir como gorrinos, pero para que no pareciese la Tellado la inundó de música clásica, en particular del cuarteto La Trucha de Schubert. Sentimientos, por tanto, muy matizados, muy alambicados, llenos de recovecos, que dan ocasión al escritor a lucirse y al lector a comerse las uñas. Se llama Una música constante y no sé si recomendarla. Naturalmente, la cosa tiene que terminar medio mal; y es lógico, porque lo que los autores como Corín Tellado omiten contarnos es lo que viene después de comerse las perdices. La novela del siglo XXI ha roto definitivamente con los cuentos de hadas y las comedias románticas, de modo que las perdices las mataron de un tiro, se convulsionaron por un momento en el suelo y luego fueron metidas en un morral revestido de plumas muertas. El amor de Una música constante está compuesto más de ausencia que de presencia, como el de las monjitas, de ahí que sea el más elevado. Cosas como estas, sacad el clínex…

Pongo la mano en mi hombro, allí donde reposó tu cabeza. A continuación pronuncio tu nombre, una vez, dos veces, tres, cuatro. Algunas noches me duermo así, recordándote, algunas noches no me duermo hasta el alba.

Léanlo, porque está muy bien hecho, aun siendo extenuante, y porque el hombre es el único animal que tropieza cien veces en la misma piedra por la sencilla razón de que lo hace enteramente aposta. Eso explica tanto el vasto nicho electoral de las derechas como el por qué los epicúreos y utilitaristas son los filósofos más burros que jamás hayan existido. Albert Camus no tenía razón en absoluto frente a un más perspicaz Unamuno: el ser humano no se empeña en vivir pese a la ardua y absurda condena de Sísifo, al contrario, querría ser inmortal para proseguir eternamente la bendita condena de Sísifo. Tú coge a un octogenario y devuélvele sus veinte años: incurrirá en los mismos disparates, se lanzará a las mismas vanidades, recogerá otra vez las mismas amarguras… Y lo hará con regocijo y afán de empezar otra vez. «¿Era eso la vida? ¡Bien, venga otra vez!», exclamaba Zaratustra en su montaña. El protagonista de la novelita Chesil Beach, del británico Ian McEwan, que no es escritor muy de mi gusto, no tiene oído ni sensibilidad para la música clásica, a diferencia del violinista romántico de Seth: para él, era mejor escuchada en el trasfondo y a bajo volumen, una corriente de aullidos, raspaduras y pitidos indistintos, que en general se consideraba que transmitía serenidad, madurez y respeto por el pasado, aunque totalmente desprovistos de interés y de emoción. Sin embargo, como el amor es ciego en el peor sentido posible, o sea, aquel en el que uno es ciego motu proprio (por lo demás, el amor es totalmente clarividente en lo que se toca a la cotización bursátil de sus presas), se casa con una violinista a la que le ponen los quintetos de Mozart, pero no la noche de bodas con su recién estrenado marido. Pese a que escribe en 2007, McEwan es cruel, y la llama frígida, bajo la acusación freudiana encubierta de sublimar el erotismo en formas artísticas excelsas. A mi esto me parece absurdo. Auguste Rodin, por ejemplo, era un escultor sublime y eso no le disuadía, si no al revés, de pasarse por la piedra (va doble sentido) a sus modelos. Llega un punto del relato en que McEwan sigue la vida de él, pero abandona en la incertidumbre la de ella. No obstante, Chesil Beach es una gran novela corta, estupendamente escrita y concebida. Con la objetividad de un forense, como dice su protagonista, diseca una situación en la que el amor se torna torva abyección. No abyección fácil, sádica, como en una película de Bergman, Von Trier o Haneke, sino abyección desgraciada, no querida por nadie, en la que se diría que no solo el amor fracasa, sino la Creación entera. McEwan lo atribuye a la coyuntura sociológica de los primeros sesenta en Inglaterra, pero lo que sucede es la tragedia absoluta sin derramamiento de sangre. A mi me ocurrió algo parecido una vez en un bungalow de Cabo de Gata y eso que ya había segregado y acogido con mi covíctima y coverdugo un par de mellizos como soles. Ese horror es real, viene a decir esta estudiada trama, y no tiene nada que ver con Alien o con El exorcista, pobrecitas…

La ira de Edward encendió la de ella, que pensó de pronto que comprendía el problema común: eran demasiado educados, contenidos, timoratos, daban vueltas de puntillas alrededor del otro, murmurando, susurrando, aplazando, accediendo. Apenas se conocían, y nunca se conocerían por culpa del manto de cuasi silencio amigable que acallaba sus diferencias y les cegaba tanto como les ataba.

McEwan no es ningún genio, en mi opinión, pero hace falta verdadera habilidad y oficio para ir poniendo pacientemente los ladrillitos íntimos y colectivos que harán posible el desastre final. Es como, con perdón del símil, si el escritor hubiera estado nutriendo al relato de estupendas viandas para que al final evacuase una pequeña pero exquisita cagada. Y es completamente cierto que a menudo la vida es así. Chesil Beach es una ilustración del chiste más patético del mundo, ese que dice «- Eh, tío, ¿qué tal la luna de miel?; – De puta madre, macho, dos días más y me la tiro…»; y es también una exposición literaria del diktum presocrático que señala que lo semejante va a lo semejante, de modo que si te aburre la música clásica no te juntes con una violinista. Esa idea de que es mejor enamorarte de alguien distinto a ti porque si no no aprendes nada y es muy aburrido, es algo adolescente, estúpidamente adolescente…

Entre una y otra, entre Seth y McEwan, entre el místico del amor desgraciado y el develador del amor fallido, Belén Gopegui publicó El lado frío de la almohada. En esta, el motivo de la disensión es la política. Ella es una revolucionaria cubana, él un espía yanqui. Bueno, en realidad ambos son espías y el conflicto excede la política real, la realpolitik de Bismarck, porque se trata de una colisión de ideales…

Laura guardó silencio.

-No les molesta lo que hacemos mal -dijo al poco-. Eso les gusta. Le molesta lo normal. -De nuevo bajó la voz, y parecía preguntar-. Les molesta el intento de una sociedad que no deje fuera a los caídos, a los estropeados.

Gopegui, siento decirlo, es una gran escritora, pero algo ingenua políticamente. No es que lo sea siempre, pero sí en una novela en la que trata de contar como termina por sucumbir el amor que intenta erigirse por encima de una cierta postguerra Fría. Sucumbe, resulta fallido, pero al fin y al cabo fue. Y fue perfecto mientras duró, tuvo algo de esa felicidad pequeñoburguesa que se basa en un buen pasar desahogado y un amor que pacifica los impulsos y apacienta el tiempo. Si el mundo no fuera tan injusto, tan irracional, parece decir Gopegui, entonces aquel amor habría durado para siempre. Yo estoy más con McEwan, aún sin McEwan: lo irracional acontece incluso en el interior del mejor de los mundos posibles. Además, cuando mezclas el juego del amor con el juego del poder te sale la muerte prematura de Marilyn Monroe, seguramente prostituida y asesinada por los idealizados hermanos Kennedy. O aquella novia de Stalin que se suicidó al poco de llegar su hombre a la cumbre. Incluso con todo a tu favor, como en la novela de Seth, todo el arte, toda la belleza y una mentalidad social menos arcaica que la de Chesil Beach, algo sucede que termina por estropearlo todo. Pero hagan juego, señores, el show debe continuar…


1. «La crítica literaria ha gastado mucha tinta intentando hallar una explicación coherente al principio de Madame Bovary, a ese primer capítulo que se inicia con la entrada de Charles, niño, en el colegio y que está narrado en primera persona del plural. ¿Quién es ese «nous» que habla? ¿Por qué relatar la infancia de «Chabovari», como él mismo dice con su acento campesino, si no es, ni mucho menos, el protagonista de la novela? Se ha dicho -¡Sartre, entre otros!- que ese primer capítulo es un error de Flaubert, que «se releía mal» y no atinó a comprender que esas páginas iniciales rompían el ritmo y la estructura del relato. En verdad es mucho suponer que a Flaubert, que podía pasarse un día entero de trabajo buscando el ritmo de una frase, se le escapara el ritmo de toda la novela. ¿Por qué extrañarse del protagonismo de «Chabovari» al inicio del relato si, precisamente, es el quien lo cierra? Porque la novela no termina con la muerte de Emma Bovary, sino con la de su marido, ese ser tan «vulgar» que muere de tristeza sentado en el banco del jardín, en el mismo banco donde la desquiciada esposa leía las cartas de amor de su amante». Ana María Moix, en Heroinas de ficción, VVAA, edición de Mónica Monteys, Ediciones del Bronce, Barcelona, Febrero 1999.

2. Este es, por cierto, el demoledor puñetazo de Kant contra el argumento ontológico de San Anselmo.

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