Perseguir la cima. Visiones de la ascensión y la montaña
Las montañas poseen una simbología trascendental en las diferentes culturas. Se conoce al Himalaya como la montaña donde habitan los dioses y al Monte Kailas como lugar sagrado. El Parnaso, Olimpo o el Monte Sinaí son claros ejemplos y referentes de la vertiente espiritual y divina que la humanidad deposita en estos gigantes serenos que tanto misterio y respeto infunden. Según el Evangelio de Mateo, Jesús de Nazaret predica el Sermón de la montaña. El arte las ha reflejado y relacionado con ellas de muy diversas maneras; quizá el más atrevido de todos los artistas fuera Chillida, que quiso nada menos que vaciar una, Tindaya. Un sueño que no pudo ver cumplido, porque la montaña es también un reto, un desafío, incluso una utopía. En la pintura y fotografía hay infinidad de ejemplos, pero quería detenerme hoy en la naturaleza de California y los nombres de Albert Bierstadt y Ansel Adams.
Adams, archiconocido, pero no por ello menos admirado en su maravilloso trabajo fotográfico y naturalista, buscaba la perfección y belleza más afinada y transparente. Según él «no hay nada peor que una imagen nítida de un concepto borroso», máxima aplicable a todo aspecto de la vida. Adams había visitado por primera vez aquel parque nacional en 1916 y tal fue el impacto que escribió: «el esplendor de Yosemite sobre nosotros fue glorioso (…) había luz por todas partes (…) Una nueva era comienza para mí». Y también para nosotros. Por esa mirada limpia que nos transmite en su obra, aunque hermoso es el Yosemite real en su verdor de primavera, desde Adams preferimos recordarlo con la luz y la sombra de un blanco y negro invernal que surgen de la más extrema pureza. Adams fue a lo largo de toda su vida un ferviente defensor del entorno natural. Su impresión de El Capitán irradia el poder de las alturas, la grandeza de un coloso que sobrevivirá a nuestras limitadas intenciones.
Bierstadt, mucho menos frecuentado por el público (murió en 1902 en el más completo de los olvidos), tiene una interesante biografía, además de su obra, en uno de cuyos detalles más poéticos se ha basado el artista español Alfonso Almendros para contar y reinterpretar una bellísima historia de amor[1]. Durante un viaje realizado por el artista en 1863 a través de las Montañas Rocosas con su amigo el escritor americano Fitz Hugh Ludlow, el pintor quedó deslumbrado con la vista de una descomunal montaña e hizo varios bocetos que luego convertiría en pinturas. Bierstadt tituló a su obra A storm in the Rocky Mountains, Mount Rosalie, en honor a la esposa de su compañero de expedición, y la montaña, sin nombre hasta entonces, pasó a llamarse Mount Rosalie por la mujer que Bierstadt amaba en secreto. La gran mayoría de críticos pensaron que el Mount Rosalie del cuadro era imposiblemente alto. El cielo tormentoso y la desmedida talla del monte parecen representar la imposibilidad de obtener el amor de la esposa de su amigo. Dice Almendros que el acto de nombrar una montaña es un hecho cargado de poesía. Pero lo que parecía imposible se tornó después real, cuando tras una crisis matrimonial entre Ludlow y Rosalie, esta se divorció de él en 1866 casándose unos meses más tarde con Bierstadt. Las obras de Bierstadt y Almedros nos hablan de la altitud de los anhelos, de la épica y el dolor de lo inalcanzable, y de la voluntad de inmortalizar la memoria del amor.
Las obras de estos artistas nos invitan a observar la invernada con otros ojos, su mirada interior. Las nieves depositadas en la Sierra Nevada de Adams y la solitaria figura del caminante del cuadro de Bierstadt nos trasladan a un invierno californiano más parecidos a Friedrich y su Alemania natal, muy alejado de los ligeros ambientes de playas y palmeras. Nos invitan a subir las altas cimas para probar nuestro espíritu, como si del ascenso al Mont Ventoux se tratara. Petrarca emprendió el camino hacia esa montaña movido por el impulso de ver la extraordinaria altura del lugar, conocido como «gigante de la Provenza» por ser la montaña más alta de la región. En su empresa, sufrió en las carnes el cansancio físico del esfuerzo sin más compañía que la interminable marcha y el vuelo de sus pensamientos. Por demorar un enfrentamiento directo y adusto con el gigante eligió el camino más largo, y en lugar del camino recto terminó en el más tortuoso. En su discurrir, volvieron a su memoria los vaivenes del pasado, examinó sus actos, se arrepintió de sus debilidades, y entregó a lo sublime su ánimo y propósito. «Querer es poca cosa; necesario es desear ardientemente algo para conseguirlo», dijo citando a Nasón[2]. Por su tesón y narración poética de la ascensión a las cumbres tras aquel escrito se le considera por muchos como «padre espiritual del alpinismo» (con permiso de Mallory).
Escribe Petrarca que «en la cima se halla el final de todo y el término del camino al que nuestra peregrinación se orienta». Cada una de nuestras vidas es una prueba de amor y resistencia, vivir es un acto de pasión. Querer es poca cosa; necesario es desear ardientemente para conseguir la cima.
[1] To name a mountain. Obra del artista Alfonso Almendros.
[2] En Las Pónticas, de Ovidio.
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