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Arte y Letras

John Connolly, Charlie Parker y las fronteras del género literario

Un detective trabaja incansablemente para llevar ante la justicia a un cruel asesino en serie. Las pistas se suceden con una cadena de falsos culpables, giros inesperados y deducciones sorprendentes, hasta que nuestro protagonista se enfrenta a su némesis, restableciendo (aunque sea temporalmente) cierta sensación de equilibrio y justicia. Parece un resumen bastante genérico de una multitud de novelas que pueblan las estanterías bajo las categorías solapadas de misterio, thriller, novela negra o criminal. Sin embargo, cuando nos referimos a la primera novela de la larga saga del detective Charlie Parker, escrita por el irlandés John Connolly y titulada Todo lo que muere (Tusquets), nos encontramos repetidamente elementos e ideas que rompen con esa clasificación. El hecho de que una practicante de vudú tenga visiones sobre el asesino o que los espíritus de los muertos visiten al detective, fácilmente situarían la historia en la cercana estantería dedicada al terror. Pero… ¿Dónde están realmente los límites del género y qué significación final tienen esas etiquetas?

Pese a que el éxito masivo e internacional le ha llegado innegablemente con las historias de Parker, la obra general de Connolly (Dublín, 1968-) no se ha limitado a estas: tiene colecciones de relatos adscritos innegablemente al terror (una de ellas publicada en nuestro país como Nocturnos); una serie de ciencia ficción para jóvenes adultos (la trilogía titulada Crónicas de los invasores, de la que en español solo han aparecido las dos primeras) y una de fantasía urbana con protagonista infantil (la serie de Samuel Johnson, igualmente incompleta en nuestro idioma); también editó, en 2021, Shadow Voices: 300 years of Irish Genre Fiction, A History in Stories, una recopilación de relatos de autores irlandeses en el que precisamente explora esta pantanosa cuestión de la demarcación entre géneros.

En Todo lo que muere conocemos a Charlie Bird Parker en su momento más terrible, tras el brutal asesinato de su esposa y de su hija, y el consiguiente abandono de su trabajo como policía en Nueva York. Entre el ansia de justicia y la venganza, distinción que Connolly maneja con cuidada ambigüedad (no siempre cómoda para el lector), Parker persigue asesinos, busca personas desaparecidas o, simplemente, se mete en líos. El personaje, que sirve como narrador de la mayor parte de las novelas, comparte una nota de ironía desencantada, que a veces roza la crueldad, con otros famosos detectives como Marlowe o el Agente de la Continental, aunque muchas de sus observaciones más hirientes van dirigidas, principalmente, contra sí mismo. Con el tiempo, esa furia inicial, más tópica, ha ido dejando paso quizás a un Parker más humano y compasivo, mientras el fantasma del envejecimiento está cada vez más presente. De hecho, en novelas sucesivas se va dibujando un misterio más general, que trasciende los casos concretos, sobre el propio pasado del detective y su papel en el mundo, trama que sigue siendo el gran interrogante abierto que queda por resolver para los lectores.

Junto al protagonista, aparece una sorprendente dupla de colaboradores que llegarán a protagonizar, al menos, una novela de la serie (Los hombres de la guadaña); hablamos del desastrado ladrón Angel y el elegante asesino a sueldo Louis, amantes pero opuestos en más de un sentido, una especie de extraña pareja ex-criminal. Rachel Wolfe, psicóloga especializada en la mente criminal, se convertirá también en acompañante habitual (colaborada y amante en la primera novela) de nuestro protagonista en buena parte de la saga, apartada a menudo de su mundo por los horrores que inevitablemente terminan rondando.

Mientras que en la primera entrega viajamos entre Nueva York y Nueva Orleans, en títulos posteriores la serie irá centrando la mayoría de sus tramas en el estado de Maine, territorio poco explorado en la literatura (lo que inevitablemente nos lleva a pensar en los paisajes y personajes de su principal exponente, Stephen King). El marcado contraste entre los paisajes urbanos en torno a la costa y la enormidad y aislamiento del territorio rural del interior, una contradicción que llama particularmente la atención de la visión europea, es explotada en muchas de las historias, que dibujan un bosque primigenio casi mítico más allá de la ciudad. El peso del paisaje (y de la historia) deriva a veces en interludios descriptivos aparentemente desconectados que, sin embargo, parecen dibujar un contexto psicogeográfico, como si el crimen surgiera de forma inevitable de unas fuerzas más profundas e impersonales.

Como decíamos al principio, la clasificación es siempre un terreno traicionero; partiendo en primer lugar de que ni siquiera podemos ponernos de acuerdo en cuántos géneros existen, por no hablar de la dificultad de dilucidar qué es lo que realmente marca una obra como perteneciente a uno u otro. A lo largo del tiempo, además, algunos géneros desaparecen y otros nacen, a veces multiplicándose  demasiado rápido  como para poder seguir el ritmo (especialmente desde las dos décadas finales del siglo XX). La misma definición de género da lugar a categorías desiguales, algunas teóricas y otras históricas, desde la gran división clásica entre la tragedia, la comedia y el drama, a la infinita variedad de etiquetas que puede encontrar cualquiera en una búsqueda rápida en internet.

Siendo cínicos, el género, actualmente y como categoría específica, es poco más que una clasificación comercial y por ello su multiplicación tiene que ver más con la mercantilización de la ficción y su producción masiva que con la propia naturaleza de la ficción. Así, se convierte en algo que permite relacionar rápidamente unas obras con otras, de forma que el lector (el cliente en este caso) que ha disfrutado de un ejemplo de dicho género pueda encontrar elementos similares en otras obras. Por ello la definición cada vez más específica, cada vez limitada, sirve para garantizar comercialmente una experiencia lo más similar posible. Incluso así se configuran modelos que sugieren lo que un autor debe incluir o no para poder acceder a ciertos mercados, a ciertas etiquetas, más o menos prestigiosas o comercialmente interesantes[1].

En particular, la relación entre las dos fuentes de las que bebe la serie de Parker, la novela de detectives y el horror sobrenatural, es una relación llena de paradojas, aparente contradicción y conexiones subyacentes. Para muchos aficionados al misterio, el recurso a una fuerza inexplicable o fuera de los cauces de la realidad común destruye el contrato implícito entre autor y lector, dejando abierta la puerta a trampas que permiten obviar el desarrollo lógico de los acontecimientos; especialmente en el caso de la novela enigma o el whodunit, donde el proceso de deducción paralelo es parte fundamental del disfrute. Para los que prefieren lo fantástico, la explicación meramente realista carece de imaginación y se limita a reproducir la realidad, sin reinterpretarla.

No obstante, las conexiones entre ambos también son innegables, aunque a menudo tortuosas. El padre del género de detectives moderno es, posiblemente, Edgard Allan Poe con sus historias de C. Auguste Dupin, pero Poe es sobre todo recordado por sus seminales obras terroríficas. Arthur Conan Doyle, que hace a su Sherlock Holmes renegar de lo fantasmagórico, era él mismo adepto al espiritismo. Mientras que H. P. Lovecraft, que codificó el sumo de la irracionalidad que son los indescriptibles dioses del horror cósmico, se consideraba en la vida real un racionalista escéptico y escribió en su primera juventud algunos relatos detectivescos hoy mayormente perdidos.  Además, al menos ya desde Carnacki han existido una multitud de detectives de lo oculto que, en distintas proporciones, han mezclado estas dos corrientes investigado esos terrenos difusos con instrumentos propios y resultados desiguales.

No podemos negar que, en cierta forma, la novela criminal es también terrorífica en su naturaleza final, ya que proyecta miedo, sea a individuos criminales o, a un nivel más amplio, a una sociedad (la contemporánea del autor) en la que estos individuos medran. Y por su parte, el terror, a menudo, implica una paulatina revelación de la verdad, análoga a la investigación detectivesca pero en sus formas más convencionales con una conclusión antitética: si el detective tradicional en cierta manera restaura el orden, devuelve el mundo a la normalidad rota por el crimen, el terror arquetípico desvela un mundo en que el orden es una farsa o una imagen superficial. Si la novela detectivesca es esencialmente racional, el terror representa un triunfo del irracionalismo.

En Todo lo que muere (aparecida en inglés en 1999 como Every Dead Thing), Connolly no establece una jerarquía clara entre lo realista y lo imposible, jugando a menudo con la ambigüedad y la imprecisión narrativa para ofrecer una negación plausible a los que quieran obviar lo fantástico y reducirlo al campo de la psicología anormal o el delirio. En obras posteriores esta misma negación  se hace más y más difícil (aunque siempre queda un mínimo resquicio), alcanzando el clímax posiblemente con el arco de seis novelas entre El invierno del lobo (la número trece según el orden de la edición española[2]) y Antigua sangre (la decimoctava), en las que se perfila más nítidamente una mitología de inevitables resonancias gnósticas, pero, también, lovecraftianas, para apreciar en los siguientes títulos (con el último hasta el momento, The Instruments of Darkness, aún no publicado en castellano) un intento reconocible y consciente de volver a aguas más convencionales. Y, sin embargo, una vez abierta la puerta, el mundo de Parker ya no puede volver a ser el mismo; una vez la línea se ha difuminado no sabemos lo que puede estar esperando al otro lado y la semilla de lo irracional ha quedado sembrada para siempre.

En defnitiva, Charlie Parker y su creador, John Connolly, se mueven en un terreno impreciso pero consistente; un universo en el que el mundo criminal se desliza con facilidad hacia horrores fantásticos, aunque nunca pierda de vista la realidad ni la diluya con la fantasía, y tampoco banalice sus terrores cayendo en la explotación pop de los mismos. Así pues, lectores de misterio que no leen terror y fanáticos del fantástico que desconfían del realismo puro, no puedo dejar de recomendaros que abandonéis cualquier prejuicio, que ignoréis las fronteras entre etiquetas y géneros,  y os internéis en ese mundo de sombras y de preguntas sin posible respuesta.


[1]Sería una cuestión curiosa realizar una encuesta sobre cuál creemos cada uno que es esa jerarquía implícita; no los géneros que más o menos nos gustan a cada uno, si no qué géneros creemos que  miran por encima del hombro a los demás. Por apuntar algo de mi propia visión, diría que la novela histórica ocupa el puesto de máxima respetabilidad y la novela erótica la mínima.

[2]Existe una discrepancia de una novela entre el orden de la edición española y la original en inglés. En inglés, la novela corta The Reflecting Eye apareció dentro de la antología de relatos titulada Nocturnes y no se suele contar como un volumen de la serie (aunque se sitúa entre la cuarta y la quinta), mientras que la edición española de Tusquets, con el título de Más allá del espejo, se publicó independientemente y se cuenta como la número cinco.

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