‘Workers Playtime’: Bragg fuera de la trinchera
Billy Bragg comenzó su carrera musical con un ímpetu reivindicativo y social que, quizá, distrajo de sus raras cualidades creativas. Hace casi treinta años, ya con experiencia y todavía con frescura, grabó una decena larga de canciones menos crispadas en las que fluye su magnético talento como compositor e intérprete.
Estaba Bragg desatado, mediados los ochenta. Había afirmado su identidad como songwriter cantando un rato sobre el amor y otro sobre el poder, un rato sobre el despecho y otro sobre la injusticia. Un rato y otro rato. Aunque, en realidad, lo que prevalecía era su imagen de inglés izquierdista y contestatario a golpe de electric guitar.
En 1985 su yo beligerante había publicado Between the Wars, y al año siguiente, echando mano de las palabras de Mayakovski, Talking with the Taxman about Poetry. Este era mucho menos áspero y abría espacio a cosas diferentes, pero el apoyo instrumental seguía siendo relativamente austero, acorde con la ración de cantos al sindicalismo y la lucha obrera. Parecía un buen momento para que el desdoblado trovador le diera más cancha a la cosa íntima.
Workers Playtime apareció en 1988. La estética de la cubierta prometía más píldoras rojas reivindicativas, y el subtítulo terminaba de dejar claro a los despistados que aquel era un disco de Billy Bragg: «Capitalism is killing music». Sin embargo, el recreo de los trabajadores resultó ser también el de Billy, que aflojaba el músculo de protestar y permitía que le arropasen toda aquella crudeza suya con pianos, chelos y coros femeninos.
Podría haber salido mal. Podría haberse ahogado su naturalidad en una producción excesiva, pero lo que acaeció fue su mayor obra, plena de composiciones brillantes, arreglos atinados y emotividad. Plena, también, de una dulzura muy lejana al empalago, pues tiene el de Essex la virtud de no ponerse estupendo nunca, y su voz la de sonar sincera siempre, sin efectismos y sin afectación.
Workers Playtime es un puñado de canciones mayúsculas, de amores y de fortunas, creadas por un músico que a veces es tenido en menos de lo que su talento merece. No está al alcance de cualquiera hacer Must I Paint You a Picture, The Price I Pay o Valentine’s Day is Over; ni caramelos como She’s Got a New Spell ni, desde luego, diamantes como The Only One: Bragg, su acústica y el chelo de Julia Palmer. Una pieza turbadora para un disco turbador.
Billy era, es, una rara avis en la escena musical. Lo de salir con una guitarra enchufada a casar a Dylan con Joe Strummer requiere audacia, la misma que le llevó, de joven, a hacerse pasar por reparador de televisores para entrar en el despacho del productor Peter Jenner. La misma que le permite, aquí, acometer Tender Comrade sin acompañamiento alguno y resultar veraz como si cantase en vísperas de una batalla sin esperanza.
Es por todo eso que el lenguaje corporal de B. B. está en las mismas antípodas del shoegazing. Se planta en los escenarios en toda su estatura rectilínea, mira al frente y canta con esa voz que pareciera necesaria y urgente, que pareciera tener una misión cuando se dirige a las vergüenzas del mundo.
Cuando se trata del amor y sus costuras, Bragg pierde certeza y entona las cosas desde el mismo suelo que pisamos todos. Y le sale bonito.
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Un disco increíble, de los que se te meten dentro. She´s got a new spell y The only one, una pasaaaada…