NELINTRE
Arte y Letras

La barbarie y el territorio (sobre Las Bárbaras, de Lucía Carballal)

Eres mujer, y anciana, y estás sola

¿Qué puedes tú, Hécuba?

Hécuba, de Eurípides, en versión de Juan Mayorga

Una vez que se conquista un territorio, lo menos que se puede hacer es habitarlo. Y, cuando eso ocurre, los bárbaros dejan de ser los bárbaros y los civilizados pasan a ser los otros, aquellos que no son los nuestros, aquellos sin los que no podríamos entonar la palabra yo. Al fin y al cabo, las murallas son un horizonte grueso y duro pero cercano y volátil y dependen, como siempre, de la perspectiva con la que se las mira: los límites de la civilización son distintos dependiendo de en qué lado del muro estés y, por tanto, son subjetivos; parten siempre del mismo lugar: quién es el que juzga y quién es el juzgado.

En la tradición teatral la bárbara, la extranjera, la otra por excelencia es Medea. Y lo es porque encarna el reverso del ideal que se espera y que siempre es uniforme, como los soldados franceses de aquella noche terrible de mayo que pintó Goya: cuerpos sin cara, pero con los límites y las actitudes perfectamente visibles.

Ella que no es diosa, pero que tampoco es mortal común, se erige como el espejo de las actitudes rebeldes y transgresoras de las mujeres que no cumplen con el papel social y las funciones de género que el patriarcado ha marcado para ellas, como un surco que delimita un perímetro, y que serán calificadas como anti-madres, anti-esposas y anti-hijas.

Medea, la de la Cólquide, que renuncia a su patria, a su familia y a su independencia, que comete acciones deplorables para que Jasón triunfe y se convierta en rey de Corinto, para que se vanaglorie de haberla redimido de su barbarie insertándola en la civilizada sociedad griega, no puede evitar realizarse dos preguntas. La primera es la que Eurípides transcribe en un momento de la tragedia: ¿quién es más monstruoso de los dos? Ella, que cometió crímenes para que él consiguiera sus propósitos o él que, a pesar de tenerse por un ser civilizado, no le importaron sus métodos de bárbara para conseguirlos.

La segunda cuestión viene implícita y todas las mujeres del mundo en algún momento la oímos, como el rumor de las olas que arrullan las costas griegas, golpeándonos la cabeza: «¿Y todo, para qué?». La respuesta, casi siempre, suele ser otro interrogante («¿para nada?»), el cual ni golpea ni arrulla, sino que solo deja un eco descorazonador.

Cuento esto porque la mirada de las grandes tragedias sigue observándonos desde el horizonte y, como a lo largo de la historia las cosas cambian mucho para no cambiar nada, seguimos utilizándolas para analizar la psique colectiva, para intentar resolver las diversas crisis identitarias que nos acompañan como sociedad y, cómo no, para desentrañar panoramas que nos afectan. Lo personal es político y no hay arte más político que el del teatro.

Así en su última obra, Las Bárbaras, Lucía Carballal teje y desteje una telaraña de ecos finísimos e interconectados: la última letra que pronuncia uno es con la que comienza el siguiente, de tal manera dispuestos que van dirigidos a retumbar en las paredes de nuestro subconsciente y a revertir, ya de paso, esos ideales uniformes, como aquellos soldados franceses de Goya, que apuntan encogidos esperando la orden para disparar. El enemigo nunca tiene cara y tampoco existe solo una manera de tener miedo.

Como vigía apostado en su atalaya, Carballal es capaz de comprender todos los movimientos que acontecen en el territorio. Por eso el sitio que ocupan sus mujeres no puede ser otro que el de los límites: esos márgenes estrechos, pero bien marcados donde, si das un paso al frente, una flecha certera puede atravesarte la vida.

Susi, Carmen y Encarna tienen edades y personalidades fronterizas (la emprendedora que ha dejado todo de lado a favor de su carrera profesional, la madre y abuela que vive por y para sus hijos y nietos, la que ha renunciado a sus sueños pero ha encontrado la felicidad en su matrimonio, la que huye de todo lazo familiar, la que nunca tuvo tiempo de plantearse si quería ser madre y ahora qué, la que depende de su marido, la que reniega del movimiento feminista por considerarlo una secta, la que ve en el movimiento feminista una oportunidad para realizarse) y la acción se sitúa entre la vigilia y el sueño, en un hotel a las afueras, cerca de un bosque: ese lugar oscuro, salvaje y enigmático donde ocurren cosas más allá de la civilización. La cuarta amiga, Bárbara, treinta años más joven que ellas y la razón por la que se han reunido, ha muerto. Está presente sin estar. Les habla desde el más allá. Y ellas, como si fuesen brujas en pleno aquelarre, conjuran su espíritu para intentar comprenderse, recolocarse en el sitio que ocupan en el mundo.

Hablan, ríen, comparten dilemas, sueños, frustraciones. Se miden, se re-conocen. Todas han renunciado a algo para ser lo que son, ninguna a lo mismo, ninguna sintiéndose plenamente satisfecha. Las dudas acechan en el interior del territorio y los juicios y veredictos caen, como lluvia fina que empapa, desde las tribus que habitan más allá: en otra edad, en otro tiempo que el que les tocó a ellas. Se preguntan, como Medea: ¿Y todo, para qué? Se niegan, como toda mortal común que se precie, a responderse «para nada».

Pertenecientes a la generación de mujeres que crecieron con la dictadura franquista recortándoles la sombra, que fueron educadas para ser un ideal y nunca algo tangible, oyen cómo Bárbara, su querida Bárbara, las cuestiona. Bárbara, la joven, la arquitecta, aquella que nunca puso los cimientos para levantar ni un solo de los edificios que habitó, que critica ahora la argamasa con la que sus predecesoras los construyeron. Bárbara, la extranjera que ha tomado por asalto la tierra que fundaron.

Llena de humor e ironía, Las Bárbaras está construida como todo un cuestionamiento al feminismo imperante, de mira corta, y pone de manifiesto que no existe un único modelo de ser mujer, ni de ser feminista; que es preciso ponerse en el lugar del otro para juzgar una decisión, una vida, y que las generaciones pasadas, con sus luchas y sus conformidades, merecen una mirada más limpia, más comprensiva, más justa.

Al fin y al cabo, el único motivo por el que se construyeron murallas fue para protegernos. Si vamos a derribarlas, como debemos, que no se nos olvide.

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