Hablando de primeras películas, de debuts en la dirección, pasamos de una cineasta que está empezando a un veterano con una de las carreras más interesantes de las últimas décadas; nos referimos al gran Michael Mann, que se estrena en nuestro cinefórum con Ladron (Thief, 1981).
Mann, nacido en Chicago en 1943, era por 1981 ya un veterano de la televisión. Había comenzado su carrera con anuncios en Gran Bretaña, a donde se había desplazado para estudiar cine en la Universidad de Londres, y había ganado un premio en Cannes por un cortometraje documental hoy imposible de encontrar (Juanpuri, 1971). Después, de vuelta en los Estados Unido, se había fraguado en distintas series policiacas para las cadenas generalistas y en 1979 realizó también un telefilm, Hombre Libre (The Jericho Mile), que tuvo distribución en cines en algunos países europeos y que era un drama carcelario de deportes protagonizado por Peter Strauss. Esta producción, que ganó Emmies por montaje, guion e interprete principal, llamó la atención de las productoras que se disputaron al nuevo niño prodigio para ofrecerle diversos proyectos en los que dar el salto al cine. Sin embargo, Mann evitó posibilidades seguras y comerciales y optó por dirigir su propio guion, ambientado mayormente en su Chicago natal.
Ladrón es un film criminal para el que el director se inspiró en ladrones reales de Nueva York y Chicago y que constituye su primer intento de reflejar un mundo que ha seguido apareciendo en buena parte de su filmografía posterior (quizás la conexión más clara sea con Heat) y que señala ya rasgos estéticos también muy presentes en su filmografía. Frank (James Caan) es un ladrón independiente, un ex-convicto que revienta cajas fuertes, mientras mantiene un concesionario de coches y un bar como tapaderas. Pero su sueño es, en realidad, una fantasía de respetabilidad burguesa, la retirada a una casa en los suburbios con una familia numerosa. Para ello, un paso importante será conquistar a la camarera Jessie (Tuesday Weld), así como sacar de la cárcel a su mentor y única figura paterna, David Okla Bertinneau (Willie Nelson). Las cosas se complican cuando su perista es asesinado y los responsables, un grupo criminal comandado por Leo (Robert Prosky), hacen a Frank una tentadora oferta: ceder su independencia para convertirse en un empleado de su red.
Es curiosa la asociación visual y narrativa del grupo de Frank (en el que aparece también un experto electrónico interpretado por Jim Belushi) con la figura del trabajador industrial, siempre vestido con monos azules (el blue collar en inglés), rodeado de chispas y que utiliza grandes herramientas con las que realizar un trabajo indiscutiblemente profesional, pero, a su vez, ciertamente desprovisto de glamour. Frank, aunque se vanagloria de sus coches y relojes caros, es un obrero del crimen; un hombre roto por una juventud pasada en la cárcel y una niñez en casas de acogida, que ha sobrevivido por una actitud carcelaria de casi suicidada indiferencia y una profesionalidad puntillosa, pero que, sin embargo, no sabe cómo moverse en la vida real. En cierta forma, es el prototipo del Vincent Hanna de Al Pacino en Heat o incluso el Vincent encarnado por Tom Cruise en Collateral (2004). Todo cambia cuando Frank se ve atrapado en un contrato, en una relación desigual con los empresarios del crimen, atrapado por la sumisión de la seguridad del sueldo regular y el miedo a perder lo que ya ha conseguido. Mann hace casi explícita la referencia a la relación entre ladrón y obrero (y jefe criminal y empresario) en los diálogos entre Leo y Frank, cuando este último intenta romper dicha relación, sin éxito.
Pese a la forma casi épica en que el director retrata los trabajos de Frank y los suyos, con una innegable fijación por lo metódico y lo exacto, en ningún momento los detalles del robo generan verdadera intriga o se da más importancia de la necesaria a los pasos para resolver el rompecabezas del asunto. Al contrario que otras citas de genero, la ejecución del crimen casi se da por supuesta. Nunca tenemos verdadera duda de que cuando se pongan a cometer el delito van a conseguir su objetivo; los problemas siempre llegan después y ningún nivel de competencia podrá ponerles a salvo entonces.
El mundo que dibuja Mann es una realidad ciertamente oscura, en la que las instituciones supuestamente destinadas a proteger a los débiles son corruptas o ineficaces, los jueces están sujetos a compra y la policía solo quiere su parte en los negocios criminales. Para retratarlo utiliza una fotografía nocturna, fría y elegante, dominada por los tonos azulados del vestuario y los neones, a menudo reflejados en las calles siempre mojadas o en los lustrosos capós de los coches. Solo hay una escena verdaderamente cálida en una soleada playa californiana, una breve viñeta de efímera felicidad familiar antes del desastre. El uso puntual de los complementarios cálidos, el amarillo o el naranja, sirven para destacar estallidos puntuales y ofrecer una variedad visual que evita la monotonía tonal.
A esta frialdad formal ayuda también la banda sonora con los acordes sintéticos de Tangerine Dream, veterano grupo de música electrónica, fundado por Edgar Freose en 1967, que ya había entrado en el terreno de la música de cine con la extraña y fascinante Carga maldita (Sorcerer, 1977, William Friedkin) y que a lo largo de los años ochenta ofrecería su talento para proyectos tan dispares e interesantes como la fantasía de Legend (1985, Ridley Scott), la historia de vampiros rurales Los viajeros de la noche (Near Dark, 1987, Kathryn Bigelow) o la rareza apocalíptica 70 minutos para huir (Miracle Mile, 1988, Steve De Jarnatt). Curiosamente, la banda fue premiada con un Razzie por Ladrón que no merecía, demostrando que estos antipremios han sido normalmente aún peor baremo de calidad que los supuestos premios serios que caricaturizan.
En la pareja protagonista nos encontramos con un actor especializado en hombre duros como James Caan, que aquí nos permite apreciar también las grietas de su personaje, tan capaz en su faceta profesional como inadecuado para la vida en la sociedad normal. El interprete ofrece su carisma para mantener nuestra atención en un personaje que hace poco por resultar simpático, especialmente en la primera media hora de película. Por su parte, Tuesday Weld añade un registro más a una larga carrera, iniciada como extra en Falso Culpable (The Wrong Man, 1956, Alfred Hitchcock) con solo trece años, aunque posiblemente su papel sea poco agradecido, quedando sus propias contradicciones como secundarias respecto a las de su compañero masculino. No obstante, la química entre ambos brilla en algunas escenas, como esa en la que en un bar, de noche y con las luces de la ciudad de fondo, comparten su pasado y consiguen hacer creíble la relación.
Entre los demás papeles, el cantante Willie Nelson consigue una interpretación muy emotiva con su corto papel, que por eso mismo parece desaprovechado, y Robert Prosky aporta un magnífico villano, capaz de mantener una fachada de afabilidad, pero también de mostrar con gran eficacia su lado más oscuro. Algunos extras y personajes secundarios fueron interpretados por verdaderos criminales y policías de la ciudad de Chicago, que en muchos casos servían también como asesores para la película. Entre ellos podemos mencionar el primer papel cinematográfico de Dennis Farina, quien, por entonces, llevaba once años en la policía de la ciudad.
En definitiva, Ladrón es un magnífico film moderno de cine negro, dirigido por un director novato que, sin embargo, demostrará una madurez impresionante desarrollando ya un estilo y algunas líneas directrices que se iban a convertir en características de su filmografía posterior.
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