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Cinefórum CCCLXXXIII: «Fat City»

Lo bueno de una película ambientada en torno a un cine, como es el caso de Fallen Leaves, es que es muy fácil encontrar referencias a otros títulos con las que seguir nuestro cinefórum. En este caso el cartel de la que nos ocupa, Fat city, ciudad dorada (1972, John Huston), puede verse en la cinta de Aki Kaurismäk, entre otras películas más o menos conectadas con el tono o el argumento de la obra del finlandés (entre ellas, más de una que ya hemos visto por aquí, como Rocco y sus hermanos o Los muertos no mueren). En realidad, se abrían varias posibilidades interesantes y alguna que hubiera resultado un giro verdaderamente sorprendente, pero finalmente me decidí por una obra que también gira sobre personajes que malviven, y mal-beben, en este caso en los muy lejanos Estados Unidos de los años setenta.

Como otras películas de Huston, Fat City es una historia de perdedores, de pequeñas victorias y constantes derrotas; un tipo de historia que, naturalmente, se ajusta al ambiente del boxeo, donde a menudo el perdedor (y el vencedor improbable) han demostrado ser más interesantes que el indiscutible ganador. En este caso se trata del contraste entre dos boxeadores en extremos distintos de su carrera y de su vida, el amateur Ernie (Jeff Bridges) y el veterano quemado Tully (Stacy Keach Jr), cuyas vidas se cruzan en día cualquiera en un gimnasio en Stockton (California). Tully es un alcohólico que malvive con trabajos manuales, mal pagados y peor considerados, de bar en bar y de habitación mugrienta en habitación mugrienta, recordando sus poco lustrosos tiempos de gloria; Ernie, interpretado por Bridges con la inocencia juvenil y un poco desconcertada  que caracteriza varios de sus papeles en aquella época, en principio solo entrena por divertirse, pero Tully le convence de comenzar a entrenar para convertirse en profesional. En otros papeles cabe mencionar a Susan Tyrell, que fue nominada a mejor actriz de reparto por su interpretación de la también alcohólica Oma, o el debut de Candy Clark en el breve papel de novia de Ernie.

La película hace gala de una iluminación y fotografía naturalista que se logra sin afectaciones, con un gran uso de las escenas nocturnas y de interiores (sean las tristes habitaciones donde vive Tully, las tabernas donde bebe o los gimnasios donde combate), pero también de las salidas a trabajar bajo el sol inclemente del campo. En la banda sonora tampoco encontramos realces dramáticos, más allá del uso de la magnífica Help Me Make It Through the Night de Kris Kristofferson, tanto para abrir como para cerrar el film.

Keach, con treinta años y una carrera cinematográfica aún incipiente, consiguió el papel solo después de que Marlon Brando, de cuarenta y siete años, lo rechazara; y tampoco Jeff Bridges, de veinte, había sido el primer seleccionado para interpretar a Ernie, papel originalmente ofrecido a su hermano Beau Bridges, de la misma edad que Keach. Un baile de edades curioso. Keach tiene la misma edad que el Tully de la novela en la que se basa la cinta, y realmente consigue trasmitir esa idea de veterano cascado, ayudado por el físico rudo del actor, incluyendo la cicatriz del labio (causada por las operaciones para reparar un defecto de nacimiento) que le ha servido para interpretar repetidamente personajes duros, de clase obrera o criminales, en una carrera que se ha movido a menudo en el terreno de la serie B (o algo peor). Bridges, por otra parte, es totalmente creíble como el apenas adulto Ernie, pero ya era realmente un veterano tras empezar muy joven su periplo interpretativo apareciendo ocasionalmente en la serie Sea Hunt (1958-1961) protagonizada por su padre, Lloyd Bridges. De hecho, en 1973 ya contaba con su primera nominación al Oscar a mejor actor de reparto por La última película (1971, Peter Bogdanovich), y no necesitamos recordar cómo acabará convirtiéndose, hasta hoy, en uno de los rostros más conocidos de su generación.

Huston había descubierto la novela homónima de Leonard Gardner (1969) y se había visto atraído por el tema del boxeo (que él mismo había practicado en su juventud con cierto éxito), quizás por la forma en que evitaba muchos de los tópicos de la literatura de boxeo y que, como ya he comentado, conecta bien con la trayectoria de perdedores de su cine. Gardner, nativo de Stockton al que la fotografía de Conrad L. Hall retrata de forma inmisericorde, adapta él mismo su única novela en forma de guion y retrata un mundo quizás ya en proceso de desaparecer. Desaparecer literalmente, ya que parte de los escenarios de la novela acababan de ser derribados en el momento de rodar la película en un proceso de renovación urbana y que, a su vez, luego borraría los escenarios de la propia cinta poco después. El autor había extraído, cuenta, detalles de su propia juventud en la ciudad como boxeador amateur, e incluso habla de un encuentro muy similar al de nuestros protagonistas con él en el papel de joven prometedor.

Columbia Pictures, Rastar.

El boxeo, y la ficción asociada a él, ha sido siempre una curiosa ventana a las tensiones sociales y personales, especialmente de los Estados Unidos, donde la pasión por este deporte alcanzó épocas de verdadera fiebre nacional desde al menos los tiempos en que los comentaristas soñaban con la gran esperanza blanca que metiera en cintura al díscolo Jack Johnson. Y, sin embargo, pese a convertirse en negocio millonario y espectáculo masivo, pese a la épica de los campeones y la gloria de sus triunfos, sus contactos con la criminalidad y la marginalidad, su estela de sueños, mentes y huesos rotos, sirve como terreno abonado para retratar los aspecto más oscuros de una sociedad obsesionada con el éxito pero fascinada, también, con los perdedores. Además, sirve como radiografía (o incluso como mitología) de las tensiones raciales; visibiliza a las generaciones de emigrantes, y otros desfavorecidos ven en un deporte brutal e inmisericorde una empinada escalera de salida a su condición, dispuestos literalmente a dejarse el sudor, la sangre y los dientes por una posibilidad, remota, de riqueza y fama.

Huston retrata a los personajes sin grandes subrayados, dejando que su deambular y sus altibajos se sucedan sin cambiar el lenguaje narrativo entre la vida cotidiana y los combates, como si los personajes estuvieran siempre sobre un ring, los veamos o no. Incluso les niega la escasa gloria de sus victorias pírricas, tratándolas de forma elíptica o mostrándonos cómo el oponente viene ya, en realidad, herido, no en mucha mejor condición que nuestros protagonistas.

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