Cinefórum CCXCIV: «La llamada»
Y seguimos girando en torno a la muerte como centro de la trama, aunque en este caso no se trate de niños desasosegantes, si no una historia de fantasmas de tintes clásicos. Película española (con coproducción americana) que, durante décadas, y tras un estreno nacional poco exitoso, fue completamente olvidada y se creyó perdida, hasta ser recuperada a partir de una versión recortada comercializada en EEUU y copiada a partir de su única emisión televisiva en España. Se trata de La llamada (1965, Javier Setó), una curiosidad del fantástico patrio.
La película está dirigida (y escrita) por Javier Setó, uno de esos llamados artesanos que había tocado los más diversos géneros populares, desde la comedia folclórica al drama histórico, pero cuya película más recordada posiblemente sea Saeta rubia (1956), la película futbolística con Alfredo di Estefano interpretándose a si mismo. En una carrera breve (el director moriría en 1969, a los 43 años), dominada por los gustos y géneros comerciales, La llamada destaca por lo extraño de su propuesta en el panorama del cine español contemporáneo.
La cinta desarrolla una historia clásica de fantasmas; tan clásica en realidad que resulta quizás poco sorprendente en sus giros argumentales. El español Pablo (Emilio Gutiérrez Caba) y la francesa Dominique (Dyanik Zurakowska) son una pareja de enamorados, a los que seguimos en sus citas y paseos por parques, paradores y un sencillo cementerio en el que se juran amor eterno. Pese al aspecto inocente de estas escenas, rematadas por una banda sonora pop, algo extraño y tétrico comienza a dibujarse en los paisajes y las conversaciones de la pareja mientras esta se prepara para una breve separación. Una noche, mientras Pablo conduce por la ciudad, se cierne sobre él una extraña premonición, una angustia inexplicable magníficamente reflejada, y poco después le llega la noticia de que el avión en que volaba Dominique desde su Bretaña natal se ha estrellado. Sin embargo, cuando Dominique reaparece, todo parece quedar en un susto… por un breve momento, al menos. El argumento, poco más que una excusa, se sustenta en los tonos atmosféricos y en la interpretación angustiada del jovencísimo actor protagonista, que permanece atrapado en un amor loco cuya única posibilidad de resolución es la muerte.
Visualmente la película se resuelve con recursos escasos y una sobriedad estilística forzada por dicha limitación, en una circunspección que la da cierta sensación de elegancia a una historia clásica, cercana a algunas de las adaptaciones de Otra vuelta de tuerca. Algún movimiento de cámara más moderno, los zooms para llegar a los primeros planos desde el general o ciertos planos subjetivos y breves, son, junto a la ya mencionada banda sonora, las mayores concesiones al estilo de su época.
Pero quizás la decisión argumental más extraña es la inclusión de un tercer personaje, un profesor racionalista (Carlos Lemos), útil para armar un final con una innecesaria reiteración premonitoria o, quizás, excusa para una negación plausible de lo que acabamos de ver (ya que la censura no era muy amiga de los verdaderos fantasmas). Quizás por lo mismo la película sitúa sus fantasmagorías, principalmente, en la brumosa Bretaña, retratada sin embargo con paisajes castellanos; en general, hay muy poco de la tradición fantástica hispana en la película (aunque se podría argumentar un lejano parentesco con alguna de las Leyendas de Becquer), pero se observa una casi total ausencia de la imaginería católica de rigor.
En general, una película que resulta interesante por su situación de excentricidad en la maltratada tradición fantástica del cine español, y que muestra un camino muy distinto al habitual fantaterror, más sensacionalista y llamativo, que dominará este campo de la producción en la década de los 70 a partir del estreno de La marca del hombre lobo (1968, Enrique López Eguiluz).
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