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Cinefórum CCXVII: «El juicio de los 7 de Chicago»

Muchas películas ilustran la historia de protagonistas capaces de enfrentarse a todo para mantenerse fieles a sus ideales. Lo vimos la semana pasada en El silencio de un hombre, protagonizada por un lobo solitario al que solo le faltaba el cachorro para trasladar el mítico manga de Kazuo Koike a la Francia de finales de los 60. Pero, allí donde Jeff Costello se servía de la oscuridad para filtrarse entre la autoridad y el crimen organizado, otros han convertido la locuacidad en el principal reclamo de su historia. Fue el caso de los siete de Chicago y, en cierto modo, también el de Aaron Sorkin.

A finales de la década de los 60, dos mundos coexistieron sin llegar a tocarse: mientras Alain Delon paseaba por un París con aire de posguerra, dos calles más abajo estallaba el mayo del 68. Al otro lado del charco, en Chicago, los líderes del Partido Demócrata se reunían para decidir quién iba a perder contra Nixon y, al mismo tiempo, miles de activistas acampaban en Grant Park para protestar contra la guerra de Vietnam. Cuando pusieron rumbo al Anfiteatro Internacional para que les escucharan, para confrontar a los otros, la policía se interpuso en su camino y se produjeron graves disturbios y varias detenciones. Finalmente, la fiscalía acusó a un puñado de líderes sociales de unos cuantos delitos prosaicos.

El juicio comenzó unas semanas después de que el hombre llegara a la Luna y sentó en el banquillo a una serie de personajes que ilustraba bien el mundo que venía: dos estudiantes con pinta de delegados de clase, un padre de familia de clase media, un Pantera Negra y un par de hippies. En frente, el ministerio fiscal de la nación más poderosa del mundo. Sin embargo, la acusación fracasó estrepitosamente en su intento por convertir el pleito en una causa sobre el imperio de la ley y el orden frente al caos y la violencia de las protestas. El racismo, el pacifismo y la desigualdad irrumpieron en la agenda mediática y la corte de justicia se llenó de discursos más propios de la Cámara de Representantes del Congreso de los EEUU. Un nudo gordiano cultural que se deshizo en prime time y dio paso a la última etapa del siglo XX. Un maremágnum cultural que se adapta como un guante a las características personales del director de la cinta.

Aaron Sorkin conoció el éxito como guionista de películas como La red social, Steve Jobs o incluso Moneyball, cintas en las que investiga el impacto de las nuevas tecnologías en la sociedad y la vida de las personas que trabajan con ellas. Antes y durante, se hizo famoso con los vertiginosos diálogos que dieron forma a los personajes hiperinteligentes de series como The Newsroom y El ala oeste de la Casa Blanca. Casi todos sus textos están, en definitiva, habitados por mentes brillantes a través de las que Sorkin expresa, sobre todo cuando ningún director compensa su impulso, una concepción del mundo un tanto maniquea y por lo tanto impregnada de idealismo. Mucho se ha escrito sobre los efectos de esta forma de entender o, mejor dicho, de contar el mundo, capaz de hacer sentir a sus espectadores que forman parte de la Rebelión de la Guerra de las galaxias, mientras otros, que no ven la película, sienten una creciente necesidad de votar a Donald Trump. Quizá es que el estilo Sorkin es un signo de su tiempo y sirve, sobre todo, para predicar entre conversos y cabrear a los romanos. Sea como fuere, un pequeño texto que pretende hablar de su última película y que aún no se ha puesto a ello cuando ya está terminando, no es el lugar adecuado para tratar estas cuestiones en profundidad: más allá de las implicaciones de su narrativa, lo cierto es que la fórmula no deja indiferente y, por lo tanto, funciona. Cuando el espectador se deja llevar, cuando se abandona un par de horas a rebufo de los personajes de Sorkin, sus diálogos se vuelven un deleite y el mundo es un lugar un poquito más interesante.

Algo de todo esto hay en El juicio de los 7 de Chicago, aunque la verdad es que, por una vez, Sorkin está más contenido que de costumbre, quién sabe si por decisión propia o por influjo de Netflix, la cadena que pule las aristas de cualquier producto hasta que lo transforma en un canto rodado dispuesto a precipitarse hacia un moderado éxito de crítica y público. El tono resultante no sienta del todo mal a la historia de aquellos muchachos que tenían razones para protestar, pero supone un pequeño lastre, una pequeña renuncia del director, en este nuevo intento por atacar las cumbres de sus mejores guiones. A cambio, aunque la fachada es menos llamativa, los cimientos y las vigas maestras del edificio están mejor aparejadas. Con el último fundido a negro, el genio neoyorquino nos observa sonreír (o negar con la cabeza) y volvemos a pensar: «gracias por engañarme, Aaron Sorkin».

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