En La Soga estamos llevando una racha bastante revolucionaria, la verdad. La semana pasada conocimos la versión de uno de los directores más políticos de la historia acerca de un asesinato político en la Grecia de los años sesenta de la mano de la maravillosa Z. Una semana después nos mantenemos en la Europa mediterránea, en la efervescente Italia de 1970, con el genial Bernardo Bertolucci para enfrentarnos a El conformista.
En Europa ningún país consiguió pasar el siglo XX sin ir desarrollando heridas que han dejado profundas cicatrices en sus sociedades. Los totalitarismos fueron los principales protagonistas de esas conmociones, desde la Dictadura de los Generales en Grecia que conocimos de manera sibilina en Z, hasta el nazismo alemán o el franquismo español. Pero, curiosamente, el vocablo que parece englobar todo lo anterior y otras muchas barbaridades de la historia tuvo que venir de Italia. Allí alumbraron el fascismo.
Nadie, por lo tanto, como un transalpino para poner los puntos sobre las íes y reflexionar sobre la naturaleza de aquellos que se subieron al carro fascista para tratar de medrar en la vida. Jean-Louis Trintignant, que repite tras nuestra última entrega, da vida de manera impecable al fascista perfecto para Bertolucci. En él ve el director la muestra de todo lo que le inspiraron los que se aliaron con el horror.
El único objetivo del protagonista, Marcello Clerici, es ser normal. Su existencia es una búsqueda continua de aceptación, para lo que el fascismo resulta ser el vehículo perfecto. Su único mérito es ser obediente y aparentar ser un fiel seguidor del partido. Poco importa que en realidad su existencia esté marcada por una reprimida homosexualidad descubierta en un traumático episodio de su infancia, que su madre sea la viva imagen de la decadente nobleza italiana o que su esposa sea apenas un apoyo para su fachada. El que para mantener su aspecto de fiel seguidor de la causa tenga que organizar el asesinato de un antiguo profesor universitario es cosa menor.
Lo mejor del asunto, sin embargo, es la distancia irónica y los toques delirantes que Bertolucci reparte a lo largo de la cinta. Lejos de ser una reflexión sesuda e intelectual, El conformista sabe esconder sus afilados puñales bajo una comedia surrealista constante en la que destacan sobremanera los personajes de la esposa de Clerici, una insuperable Stefania Sandrelli, y el agente Manganiello, encargado de acompañarle en sus peripecias e interpretado por un hilarante Gastone Moschin.
El conformista nos habla de un cine ya perdido, un momento fugaz de la filmografía europea en el que el séptimo arte se llenó de contenido sin por ello renunciar a hablar de los grandes temas. En una cinta como la que nos ocupa se trata al espectador como un igual intelectual del director, que no trata de disminuir la complejidad de su discurso ni de hacerlo fácilmente digerible. Tal vez Bertolucci confiaba en que la Europa que entraba en los años 70 aún no había olvidado los demonios de su pasado y sabría distinguirlos sin falta de subrayar cada detalle. ¿Podría existir una película como El conformista en nuestro tiempo de desmemoria, noticias falsas y tibieza ideológica? No deja de ser un ejercicio de poco menos que ciencia ficción, pero me temo que la respuesta no sería muy tranquilizadora.
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