Daniel Bernabé: «Los acontecimientos de la última década merecían una discusión pública y general y, por desgracia, ya no va a poder ser»
Daniel Bernabé iba a venir a Gijón (Asturias) a presentar su último libro, pero la pandemia le ha obligado a suspender muchos de los actos de presentación de La distancia del presente (Akal). Nos atiende desde su casa, por videoconferencia, y hace un esfuerzo por recordarnos que los problemas que padecemos tienen mucho que ver con la década que acaba de terminar y que, por su acidez y volumen, nos está costando digerir. No obstante, charlamos sin mascarilla y sin mirar el reloj porque estamos a quinientos kilómetros de distancia; hoy, parece imposible no acabar todas las conversaciones hablando de un futuro cada vez más incierto.
Acabas de escribir un libro sobre la década que termina y, pocas semanas después de su publicación, da la impresión de que habría que seguir escribiendo todo lo que ocurre…
Es una reflexión interesante, porque este libro se planteó hace un par de años. Acaba de salir La trampa de la diversidad, estaba en la feria del libro de 2018 y, en junio, Tomás Rodríguez y yo nos planteamos cuál podría ser el siguiente libro. Se nos ocurre algo así como contar la historia de la izquierda en los últimos años, pero cuando empiezo a profundizar en el asunto me doy cuenta de que, claro, es absurdo hablar de la izquierda y no hablar de recortes, del gobierno de Rajoy… Al final, me va a salir igual de caro hacer una historia general de la década que una historia centrada únicamente en la izquierda. Por eso, cuando me lo propuse no imaginaba que este libro me fuera a dar el trabajo que me dio: resumir diez años en cuatrocientas páginas es un trabajo ímprobo a muchos niveles.
Evidentemente, nadie podía tener planeada la pandemia. El libro iba a terminar, y creo que era un final bastante acertado en la formación del gobierno de coalición. Creo que ese fue el fin de un momento histórico, en el sentido de que dicho gobierno representa la fuerza, el empuje, del verdadero protagonista del libro: la protesta, ahora sustantivizada en Podemos e incluso en Pedro Sánchez, y que trata de promover un cambio de modelo y de rumbo. Con la llegada de la pandemia, evidentemente, todo se altera.
Creo que es evidente, además, que si hubiera seguido el transcurso normal de los acontecimientos, sin coronavirus, se hubiera podido discutir más sobre este libro. Los acontecimientos de la última década merecían una discusión pública y general y, por desgracia, ya no va a poder ser. No va a poder ser porque parece que ahora la gente no está para ponerse a pensar en que muchos de los problemas que tenemos entroncan directamente con nuestra etapa anterior.
Creo que muchas personas de nuestra generación estábamos acostumbrados a un mundo en el que no pasaba nada. De repente, en el nuevo milenio, pero sobre todo en la última década, empezaron a pasar tantas cosas que no hemos sido capaces de procesarlas.
Me alegro de que, en parte, este sea un libro generacional. Me decía una joven periodista que el libro le venía bien a los más jóvenes porque habían vivido la anterior crisis sin darse cuenta de muchas cosas de las que habían sucedido. Nuestra generación, en cambio, vivió una vida carente de sobresaltos. Por supuesto que pasaban cosas en el país, y el periodo entre los años 2002 a 2004 es muy importante para atraer a mucha gente a la lucha política. Pero la brutalidad de acontecimientos de los últimos diez años no tiene parangón con ninguna secuencia de las tres anteriores décadas. De hecho, este año, que está resultando muy intenso, pivota en torno a un acontecimiento muy focalizado: coronavirus, economía y, luego, ultraderecha. Hay tres temas básicos. Pero es que en la anterior década cada semana ocurría algo. Había muchísimos actores en juego y una pluralidad de hechos que explicaron, a quien estuvo atento, cómo funciona el mundo.
Ese es otro de los objetivos de este libro. Está todo ahí: la economía, el conflicto capital-trabajo, la corrupción en el Estado moderno. Cuestiones todas ellas importantes y que, evidentemente, al condensarse en una época de crisis nos dificultaron parar y sacar todas las conclusiones posibles. Por eso digo que lo ideal hubiera sido que 2020 fuera el año del debate sobre nuestro pasado reciente.
En el prólogo sitúas el comienzo del proceso político de la última década en el proyecto del aznarismo y su inmediata reacción a la llegada del gobierno de Zapatero.
Sí, podemos hablar de un surco que viene desde aquel momento. Determinados acontecimientos tienen una proyección hacia el futuro porque así se piensan. Y eso creo es importante: la derecha tiene el poder y el dinero, puede disponer de la paciencia; no como la izquierda, que siempre quiere o necesita que los cambios se sucedan rápido.
Aznar, evidentemente, cuando inicia el proyecto de restauración de una serie de valores anteriores al 78 y encajarlos en este momento histórico, no está pensando en que surja Vox. Lo que está pensando es en llevar al Partido Popular a unas posiciones más de derechas. Pero, sobre todo, y esto es lo interesante, está pensando en transformar la sociedad española, porque él se da cuenta, en su última legislatura, que por mucho que intentó aplicar una serie de medidas no lo consiguió. Y eso que tenía mayoría absoluta. ¿Por qué no pudo? Porque se encontró con una respuesta social muy amplia. Entonces se da cuenta de que España sigue siendo progresista, aunque haya un gobierno con mayoría absoluta del PP. La agenda pública sigue estando marcada por el pensamiento progresista.
Eso lo han conseguido cambiar. Ahora mismo, en España hay temas que ocupan constantemente nuestra agenda pública y que hace veinte años no la ocupaban. Por ejemplo, la cuestión nacional. No solamente con respecto a los nacionalismos periféricos, sino con respecto a la propia idea de España. Por entonces era muy raro ver un mitin donde hubiera banderas rojigualdas y, ahora, en estas últimas elecciones, exceptuando Unidas Podemos todos los demás partidos aparecían con la bandera. En ese sentido, creo que ese proyecto puso la semilla o, mejor dicho, abonó el terreno para que la semilla ultra pudiera crecer con todo lo que vino luego.
El final del gobierno socialista de Zapatero nos remite a la crisis y, en cierto modo, el comienzo de la década que analizas en el libro. Me parece muy interesante la distinción que haces entre 2008 y la crisis de la deuda de 2010. Diría que la mayoría de la ciudadanía, yo mismo hasta leer La distancia del presente, no distingue estos dos momentos.
Tampoco yo los distinguía hasta escribir el libro. Lo confieso absolutamente. Yo no soy un experto en economía, me dedico a contar cosas; a contar de forma comprensible, con y sin h, a la gente que esté interesada en política pero que no tiene conocimientos concretos sobre esto, cómo funciona el mundo y qué es lo que ocurrió. Y resulta que, a medida que leo los artículos económicos del periodo, me encuentro con dos cosas.
La primera es que los artículos de la prensa generalista, de El Mundo, El País, son incapaces de explicar realmente bien lo que está pasando. Los leo y no me entero. Y además me doy cuenta de algo que esos artículos no me dicen: la crisis de 2010 y 2011 tiene unas características absolutamente diferentes a la crisis de 2008. De hecho, no tienen nada que ver, desde mi punto de vista. Y esta es una de las cuestiones que a mí me gustaría que se discutiera. Lo digo en el libro y seguramente para los economistas ortodoxos neoliberales será una barrabasada. Pero creo que la crisis de la deuda externa, de la deuda soberana, básicamente fue un ataque especulativo contra las economías del sur de Europa para que los bancos norteamericanos recuperasen el dinero que habían perdido en la anterior crisis. Leyendo la secuencia de los acontecimientos nadie me puede explicar otra cosa. De la misma forma, también creo absolutamente, tras leer lo que leí, que es un ataque coordinado entre las agencias de calificación y los bancos de inversión o especulativos. ¿Por qué? Me parece algo obvio: porque así funciona el mundo.
Eso te lleva a dos conclusiones: la primera es que las políticas expansivas de Zapatero, aquello de los brotes verdes, de lo que todo el mundo se reía, estaban funcionando. Objetivamente, la economía empezó a mejorar a principios de 2010. Lo que ocurre es que en mayo de ese año nos tuercen el brazo. Nos destrozan a través de un ataque especulativo. La segunda conclusión es que la UE no hace absolutamente nada para frenarlo. Le viene muy bien para sus intereses que tengamos que hacer los brutales recortes y pedir el rescate que pedimos dos años después. Unos son los iniciadores del ataque, de la nueva crisis, y otros no hacen absolutamente nada. De hecho, los recortes que aplicamos durante dos años y pico no valen de nada. Nuestra prima de riesgo sigue creciendo y cada vez nos es más caro financiarnos, cada vez nos desangramos más rápido. Cuando se para ese ataque es cuando el BCE, Mario Draghi, dice «haremos lo que tengamos que hacer» y empieza a comprar deuda. No se hizo antes, sencillamente, porque no se quiso hacer. Se nos justificó con determinadas cuestiones económicas y no era cierto. Había una cuestión política detrás. Había que quebrar el Estado de bienestar de los países del sur de Europa para que se integraran mejor en el proyecto europeo alemán.
Una parte de la sociedad se lanza a la calle, pero una no menos importante asiste impasible a todo este proceso. ¿Participamos en cierto modo de ese «vivimos por encima de nuestras posibilidades»?
La narración sobre lo que sucede es esencial para transformar lo que sucede. Comportamientos sociales, en España, hubo varios. Se dio una terrible nostalgia por volver a un mundo que fue eventual, el mundo de la primera década del siglo. Aquel en el que todo se solucionaba con crédito y en el que, por una serie de cambios como la inmigración, el crédito rápido, los viajes intercontinentales, el euro, la psique española cambia de un modo sustancial. Incluso la introducción de aparatos de tecnología a bajo coste influye, porque China se metió en el mercado de producción tecnológica: tener dos teles en vez de una puede parecer algo nimio, pero cambia la mentalidad de un país. Por supuesto, también hubo una indignación patente pero que no tenía que ver con un cambio de modelo o un enfado social por haber sufrido una gran estafa, sino porque nos habían arrebatado el futuro generacional. Muchos jóvenes de clase media que se habían estado preparando, con veintitrés años, cuando tenían todo y veían que era el momento de saltar a un buen mercado laboral, que llegaba el momento de convertirse en profesionales de clase media con un sueldo razonable, lo perdieron todo. Sus opciones se vaporizaron. Por último, sí, también hubo una parte de la sociedad que asumió con abnegación que había vivido por encima de sus posibilidades. Aquello caló en algunas personas.
Pero, sobre todo, creo que se vivieron diferentes mentiras colectivas: una de ellas que la crisis era algo eventual, como un hoyo en el que te caes cuando vas caminando pero del que tarde o temprano acabas saliendo para seguir por el mismo camino anterior. Y no es verdad, nunca hemos vuelto a la época anterior. Sencillamente, aquella época del llamado milagro económico español, del que participó Rato, pero también Solbes, fue un momento basado en la gran mentira de la especulación inmobiliaria.
Defines la actitud de Rajoy durante aquel periodo en el que conocimos los detalles de la corrupción sistémica como un «ensimismamiento vigilante». ¿Cómo reaccionó la sociedad a la traslación de esta cuestión al debate público?
La corrupción siempre se puede explicar por la falta de decoro personal de los protagonistas, por la falta de honradez y de moral. Y, evidentemente, este elemento existe. Pero también existe otro factor sistémico: si existe corrupción es porque hay una condición de posibilidad para que se produzca.
Puede existir corrupción individual en algunos elementos aislados del panorama. Pero yo no creo que España sea un país de pillos ni de pícaros. Esa es una narrativa que viene del Siglo de oro para trasladar la falta de pudor de nuestras élites políticas y económicas al pueblo, que en general lo pasaba mal. En nuestra época ha ocurrido algo parecido: yo no conozco, a mi alrededor, nadie que robe o que defraude impuestos. Sinceramente, no conozco a nadie. Y para que haya no uno, dos, tres, diez corruptos… para que haya cientos de ellos e impliquen a todas las administraciones del Estado y a todos los estamentos del mismo, desde la Corona hasta los concejales, tiene que haber una razón estructural. ¿Esa cuestión estructural cuál es? La forma que adoptó el capitalismo en España: una forma dominada por un sector productivo basado en la especulación y el ladrillazo, que permitía mediante la recalificación de suelos y la ejecución de obras públicas con sobrecostes extraer dinero de las arcas públicas hacia el sector privado. Un dinero que fluyó a millones y que generó conseguidores, las caras visibles de la corrupción y que ponen en contacto a los políticos, generalmente del Partido Popular y que manejaban las concesiones con el empresariado. Esto era lo que ocurría.
Esto nos lleva a deducir que, si no hemos cambiado esa estructura, la corrupción en España sigue funcionando. Ahora mismo hay corrupción en España, pero de momento no lo sabemos. Explotará un caso dentro de diez años, pero la trama ya estará funcionando hoy. ¿Por qué no iba a haberla? ¿Ha cambiado algo estructuralmente en nuestra economía? No.
La indignación frente a la corrupción fue el combustible del ascenso electoral de Podemos en aquellos años. Sobre este partido querría hacer una única reflexión y una única pregunta: al 15M se le criticó por no ser un partido; a Podemos, por lo contrario. ¿No te parece que ese odio hacia Podemos, aunque ha ido adaptándose y ha aprovechado los errores de sus líderes, es algo primigenio?
Podemos no es el 15M. Evidentemente, surge de cierto espíritu de época, igual que Ciudadanos. Esto es impopular decirlo, pero creo que Ciudadanos y Podemos tienen que ver, de una forma muy parecida, con el 15M. Ciudadanos, objetivamente, es un partido que si lo que dijo en su nacimiento lo hubiera dicho en la Puerta del Sol en 2011, hubiera sido aplaudido por una parte amplia de la gente que había allí.
Podemos, por su parte, es una organización contra la que se ha inducido el odio. Ahora mismo, Podemos ha ido reduciendo significativamente su presencia electoral, ha perdido muchísima gente a nivel de militancia y, lo que es más grave, existe una parte de la sociedad española que, efectivamente, odia a Podemos. Y lo odia fundamentalmente porque se ha inducido ese odio contra la organización. Hubo un momento en este país que se asumió que se podía hacer de todo y de cualquier forma para hundir a este partido, porque se le consideraba un peligro entre las élites económicas. Eso ha dado como resultado todo un juego a la vista de todos: una serie de campañas mediáticas brutales, algunas de ellas a iniciativa de los propietarios de los medios de comunicación y, otras, en coordinación con las cloacas del Estado. Una parte del periodismo de este país ha trabajado codo con codo con ellas.
Entonces, no es que las propuestas de Podemos despierten animadversión entre la gente. Básicamente, para mucha gente de este país Pablo Iglesias es un tipo que se ha comprado una mansión y que quiere destruir España. De verdad, no hay mucho más. No hay un análisis de que las propuestas económicas de Podemos puedan ser negativas para España. No hay nada de eso. Hay un odio cerval que entronca con cuarenta años de dictadura en los que el fantasma de los comunistas y el caos de la República, esa mentira constantemente repetida, funciona. En el imaginario colectivo de una parte del país, pervive la estrategia de crear el caos y echar la culpa a la víctima.
Llegamos a 2015. La aparición de Pedro Sánchez y más concretamente el Golpe de Ferraz, me parecen el punto de inflexión del libro e incluso de la década. ¿No ha sido la trayectoria política de Pedro Sánchez mucho más consecuente de lo que tendemos a considerar?
Fíjate. Creo que Sánchez sale mejor parado de lo que podría parecer antes de repasar los acontecimientos que relato en el libro. Estoy absolutamente de acuerdo con lo que planteas: si hay un momento álgido en La distancia del presente, sobre el que todo puede bascular, es el Golpe de Ferraz. Este se produce, fundamentalmente, porque a Rajoy, que podía haber llegado a un acuerdo de gobierno con Ciudadanos y el PNV, no le da la gana formar ese gobierno. Se obliga a Sánchez a votar a favor de Rajoy para evitar que este forme una alternativa con Podemos. Porque Sánchez es un tipo que, tras haber sido elegido y convertirse en candidato, atiende al signo de los tiempos y llega a la conclusión de que la única forma que tiene de formar gobierno es con Podemos. El país ha cambiado.
Estamos hablando del baile, del pasodoble que enmarca todo este libro: el del cambio y la resistencia, que en este caso es tan brutal que no solamente se carga al Secretario General del PSOE, sino que está a punto de cargarse al propio PSOE, que es el partido sobre el que se sustenta el régimen del 78, mucho más que sobre el Partido Popular. Si hay un partido de Estado en este país es el PSOE y están a punto de cargárselo, de partirlo por la mitad, fundamentalmente porque hay gente que no soporta la idea de ver a Unidas Podemos en el gobierno. A esa gente podemos encararla públicamente citando, por ejemplo, a Felipe González, pero la que gente de la que estamos hablando tiene mucho más dinero y mucho más poder que él. Así que se cargan a Pedro Sánchez.
Desde entonces, se ha transmitido cierta imagen del personaje. ¿Ha sido Sánchez un tipo que solo ha mirado por sí mismo? No lo sé… Desde luego, cuando se lo cargan sufre una auténtica transformación. Vamos a ponernos en su piel, que resulta interesante, porque la historia no sucede por las especificidades de las personas, pero las especificidades de las personas le dan un carácter peculiar a la historia: Sánchez es un tipo que siempre se quedaba fuera de todos los procesos electorales, un diputado de la parte baja de la tabla. Cada vez que se iba a retirar de la política, que estuvo a punto de hacerlo dos o tres veces, volvía porque alguien de la lista se iba y él entraba de suplente. Cuando llega a la Secretaría General del PSOE y ve lo que le hacen, entiendo que él se dice: «¿Ya está? ¿Esto ha sido mi vida política?». Entonces, evidentemente, hace algo que es absolutamente inédito, alucinante: ¡le da una entrevista a Jordi Évole donde lo cuenta todo!
Lo que dijo aquel día…
Recuerdo perfectamente que estaba en Córdoba, con mi pareja, frente a la televisión y dando golpes en la mesa diciendo: «¿Ves? ¡Te lo dije, te lo dije!». Una sensación que tuvimos todos: era verdad lo que decíamos. Aunque ya lo sabíamos, aquel tipo lo estaba diciendo. Inmediatamente después no ocurrió demasiado, pero muchos militantes del PSOE cambiaron por completo. Ya iban en esa dirección, pero eso les empujó. Tenían algo muy clavado: los del 15M les habían dicho que eran la misma mierda que el PP, y eso no lo soporta un militante del PSOE bajo ningún concepto. A partir de ese momento, Sánchez empieza a representar la indignación dentro del PSOE. Y a partir de ahí llega de nuevo a la Secretaría General.
Yo, como tantos otros, me reía de Sánchez por aquello de poner su nombre solo con consonantes y ser un tipo excesivamente guapo para la política. Y de repente, escribiendo el libro, tengo que reconocer que hasta el momento de esta entrevista ha sido un tipo que, dentro de sus parámetros, ha sido honrado.
De los actores actuales ya solo quedaba por emerger Vox, impulsado por aquel a por ellos que surgió del proceso independentista. Se ha teorizado mucho sobre el peso de la reacción al feminismo, el ecologismo o el multiculturalismo en la eclosión de la ultraderecha, pero ¿no llega su verdadero impulso de la cuestión territorial?
Absolutamente de acuerdo. Recuerdo una entrevista de un tipo bastante abyecto del que no voy a decir el nombre y que, cuando ganó el PSOE las generales de 2019, se descolgó diciendo: «No hay trampa de la diversidad». Por desgracia, con el anterior libro se dijeron muchas estupideces, en contra y a favor, y muchos ni siquiera se lo habían leído.
En ese libro, que carece de tesis porque no es un estudio académico, sino una narración periodística de algo que está sucediendo en el terreno, dije que hemos sustituido la categoría de la igualdad por la de la diferencia. Es un proceso que se da en diferentes corrientes políticas. Se da, evidentemente, en el neoliberalismo, porque interesa que así sea. En una sociedad competitiva, lo que está camuflando la diversidad son las diferencias materiales. Pero se empieza a dar también en el progresismo, a partir de una socialdemocracia que ve que esas son unas políticas muy interesantes porque le permiten descargarse de la tarea de transformar los resortes económicos cuando ya no lo quieren hacer, porque en realidad son socioliberales. Esto les permite convertirse en partidos hiperprogresistas, por ejemplo, legalizando matrimonios homosexuales. Y esto tiene un efecto terrible en la izquierda, porque, entre otras cosas, al perder un sujeto político agregador lo que hacemos es centrarnos constantemente en la búsqueda de otros sujetos políticos. Y lo que nunca, nunca tienen en cuenta los activistas es que a pesar de esa palabra mágica que utilizan, la transversalidad, estos sujetos políticos compiten entre sí. Y compiten igual que competimos todos, porque la única forma que tenemos de lograr un supuesto triunfo político es representarnos.
Eso es básicamente lo que explica La trampa de la diversidad. Y bajo esta premisa, decía también que la ultraderecha, de una forma muy inteligente, en muchos países del mundo había aprovechado esa trampa en positivo y en negativo. Por un lado, aludiendo a las cuestiones de lo políticamente incorrecto, etc. Y en positivo colocando candidatos homosexuales para presidir sus partidos. Y eso es lo que ha ocurrido.
De ahí, de ese contexto, a asumir que la única herramienta o arma que tenía Vox era esa, eso es simplemente reducir al absurdo lo que se contaba. Reducirlo, porque era un libro que planteaba un problema muy serio a mucha gente que había construido su pequeño castillito de naipes en base a esa situación, y evidentemente por eso les molestaba.
Vox es un partido que surge fundamentalmente por una cuestión de índole territorial, pero que evidentemente ha hecho constantemente bandera con este tipo de cosas. Está constantemente apelando a lo políticamente incorrecto, jugando a colocar negros en primera plana… Es de meme, pero es así. Lo siento si alguien se enfada: el señor que está con ellos en el Parlamento, está con ellos porque es negro. Punto. Me dan igual las otras características que tenga. ¿Vox está entonces jugando a la diversidad, aprovechándola en su beneficio? Sí. Ya está. Ese es el asunto.
La tesis de mi anterior libro permea a toda la política y toda la sociedad. No es una lucha entre unos y otros. Eso es una forma reductora de entenderlo y así estamos: envueltos, muchas veces, en cuestiones de este tipo. Recientemente, con una guerra terrible dentro del feminismo que lo ha partido en dos, probablemente para siempre.
¿Qué opinas sobre el resurgimiento de una corriente autoritaria en el seno de la izquierda? Una corriente que quizá todavía no es importante, pero que se va haciendo presente en redes sociales.
Creo que no existe. El otro día, cuando Pedro Vallín, que es amigo mío, hablaba de los rojipardos, o cuando Antonio Maestre, que también es amigo, lo menciona, creo que lo que están construyendo es un hombre de paja en el que centrar sus críticas por miedo a enfrentarse a determinadas cuestiones.
Te pongo un ejemplo claro: ¿Cuántos diputados tiene el rojipardismo en España? ¿Cuántos miembros tienen en sus organizaciones? ¿Cuánto dinero mueven? ¿Qué medios de comunicación poseen? ¿Qué capacidad de articulación tienen en las redes? ¿Qué campañas inician? No existen. Y si de lo que hablamos es de una parte de la izquierda que tiene una serie de criterios conservadores en ciertos aspectos, eso existe ahora, existía en el año 2000 y en el año 2010. Simplemente era gente que, probablemente, pudiera tener una cierta vergüenza a admitir que pensaba de esa forma porque las teorías que en ese momento se ponían por delante no se criticaban.
Hasta hace realmente poco tiempo, estoy hablando de un par de años, decir clase trabajadora en España estaba prohibido en la izquierda. Y de repente nos encontramos con que, el otro día, me mandaban unos amigos un mitin de Bill de Blasio, alcalde de Nueva York, en el que decía algo así como «lo primero: la clase trabajadora». Resulta que, en el mundo anglosajón, que estaban a nuestra derecha, nos están adelantando por la izquierda en ese sentido.
Este libro también sirve para recordar que hay cosas que asumimos, pero no son ciertas. Desde el año 2010 hasta el año 2017, decir clase trabajadora era un anatema que te colocaba fuera o dentro de Podemos y, poco antes, fuera o dentro del 15M. Recuerdo a los dirigentes emocionales del 15M que se mofaban, no solamente del concepto de clase trabajadora, sino del propio concepto de izquierda. Esto antes de que existiera Errejón, por decirlo de alguna manera. Son los mismos que ahora escriben grandes columnas en algunos medios de comunicación alternativos, progresistas, y te hablan de la clase trabajadora…
Para ir acabando y volver hacia el final de la década, no sé si preguntarte cómo viviste la tormenta que se formó sobre tu figura tras la publicación de La trampa de la diversidad…
En La distancia del presente dedico un par de páginas a ello. Con toda sinceridad: exceptuando los generosos derechos de autor que me llegan cada año, porque el libro se sigue vendiendo, por lo demás me importa una mierda. Puedes ponerlo así: me importa una mierda.
Escribí ese libro porque creía que era un tema que se tenía que tratar en ese momento. Pero es un tema en el que ya no voy a gastar un segundo más de mi vida. Tengo otras mil cosas que contar. Y lo digo aquí porque aprecio mucho a la gente que me manda fotos y noticias: «¡Mira! Esto es trampa de la diversidad». Como si buscaran mi seal of approval. Pero me da absolutamente igual. Ahí está el libro. Componéoslas como podáis. Yo dejé eso escrito y no era un manual ni una obra teórica. Era una advertencia: ¿No creéis que está sucediendo algo que es un poco extraño? A partir de ahí, busco las razones por las que puede haber ocurrido, porque, hombre, es un libro, no es un artículo. Pero, más allá de eso, no tengo ya ningún interés. Que se las apañen como puedan. Yo cuento historias, no transformo la realidad, no soy activista, no soy político. Soy alguien cuya función es contar lo que ve de la forma más honrada posible.
Lo que hice fue dedicarme a escribir La distancia del presente, que en realidad es un libro terriblemente más ambicioso, porque choca frontalmente contra muchísimas cuestiones que hemos dado por aceptadas estos últimos diez años. Pero precisamente por ser un libro tan ambicioso y no plantear una sola cosa en concreto, su categorización a nivel de polémica y debate es más difícil. Nadie se atreve a coger La distancia del presente y plantearme una gran invectiva contra el mismo, entre otras cosas porque les llevaría un trabajo ímprobo. Y eso es molesto, claro.
El final de la década y del libro nos trae la configuración de la actual mayoría de gobierno. ¿Crees que en ella puede subsistir una cierta vocación constituyente proveniente del procés y otros acontecimientos de la década previa?
Sobre lo que ocurre en 2017, yo en el libro escribo que me equivoqué. Y no lo hago porque mi posicionamiento resulte importante, sino porque me parece honrado reconocerlo. En aquel momento aún estaba muy fresco el gran cambio, por lo que se llegó a hablar de proceso constituyente: un cambio profundo hecho solo desde la izquierda, sin el PSOE. Hay que recordar que, en esa legislatura, Podemos y sus grupos afines aún tienen alrededor de setenta diputados. Es una brutalidad. Pero es que el PSOE tenía unos noventa y el PP solo ciento y poco. Es decir, es una situación donde aún parece que hay una fuerza tremenda y da la impresión de que se puede llegar a alguna parte. Pero creo que también fue impulsado desde determinados grupos de la izquierda. Me hizo mucha gracia Enric Juliana que, en una conversación con Esteban Hernández, tuvo una frase genial: «Hay determinados grupos de la izquierda española que ven una cola en el Corte Inglés y dicen: “¡Mira! ¡Un sujeto político!”». Algo así nos sigue ocurriendo.
Creo que tal y como estaban dispuestas las piezas en el tablero, quien ganó absolutamente, pero sin ninguna duda, el envite del proceso constituyente fue la derecha española más profunda y enraizada en el Estado; la derecha más extrema. No solo contra los independentistas, sino contra la izquierda española. Nos acogotaron y nos dieron tal golpe que no nos hemos recuperado desde entonces. Es a partir de este momento cuando la izquierda empieza a perder apoyos sociales, diputados, cuando los movimientos sociales desaparecen hasta la llegada del binomio feminismo-pensiones, que supuso un pequeño balón de oxígeno. Pero lo que era el ambiente general de cambio en España, la sensación de que dos tonterías más provocarían la victoria de la izquierda en las elecciones… Eso ha terminado.
Ahí está el momento de corte, porque consiguen sacar a la calle a los suyos y consiguen construirles como sujeto político. La gente de derechas sale a la calle y se da cuenta de que hay mucha más gente de derechas, como ellos. Y todo ese proceso de restauración hegemónica de la derecha en España, que había ido poco a poco, con mucha paciencia, cuajando en los años anteriores, de repente sale a la calle. El señor que ha estado atenazado al sillón orejero viendo todas las noches El gato al agua, se da cuenta que también lo veía el quiosquero, el de allí, el de allá… Y eso es una herramienta muy poderosa: darte cuenta de que hay más gente como tú.
La distancia del presente tiene un epílogo inevitable: en plena pandemia, en España una parte importante de la oposición al gobierno proclama que el Ejecutivo es ilegítimo, si no asesino; en EEUU llega al poder un gobierno que tendrá muy difícil no ser continuista en lo económico, pero Trump abandona la Casa blanca decidido a convertir su actitud violenta en la única alternativa.
Yo soy de los que opina que no daba igual, absolutamente, que ganara Trump o Biden. Hay una corriente de extrema izquierda que viene a decir que son iguales y no es verdad. Esto no significa que Biden sea bueno, sino que no son iguales, lo cual es sustancialmente distinto. Sin extendernos demasiado: Biden representa un proyecto político que es continuista con la América que siempre conocimos, con todo lo malo que eso conlleva. Pero es que Trump significa la subversión completa de la democracia liberal. Completa. No de una forma cosmética, considerando que es un coñazo someterse a la democracia para justificar un proyecto político. Trump dice: «Esto ya no funciona, ya no nos vale para nada. Esto puede funcionar de otra manera sin tocar la base económica de la sociedad».
Esto sucede, entre otras cosas, porque dicha base económica da pie a que la democracia liberal sea cuestionada. Porque no tiene ningún sentido seguir manteniendo un aparato democrático liberal cuando el resto de cuestiones sociales han dejado de ser democráticas. ¿Para qué votamos si no podemos elegir la economía de nuestro país? Esa es la cuestión fundamental y es el peligro que va a seguir ahí y que no te explican ni en Al Rojo Vivo, ni en otras tertulias de la televisión. Primero, porque probablemente lo desconozcan. Y segundo, porque no se atreverían a explicarlo. No se atreverían a decir que el problema no es Trump, sino que Trump ha sido un síntoma. Y que mientras que el proyecto neoliberal no eche el freno, tendremos ese peligro presente.
¿Cuál es la diferencia de esta crisis con respecto a la pasada? Fundamentalmente la estamos viendo en la Unión Europea. La UE sí ha variado su estrategia: ha pasado del austericidio a una cierta política intervencionista. Cuando me pronuncié tras la resolución de la reunión de julio en la que se aprobó el proyecto de rescate para Europa, hubo gente increíblemente decepcionada. Algunos me dijeron que me había vendido a la Cadena SER. En fin, nadie parece poder asumir que en el mundo existen cambios y que la única forma honrada que hay de encararlos es contarlos tal y como están sucediendo. La UE no se ha convertido, de golpe y porrazo, en un mecanismo de defensa de la clase trabajadora. Simplemente, la UE necesita pervivir como método y como sistema y para eso necesita mantener las reglas democráticas en las que se ha basado. Se ha dado cuenta que tiene que pasar del paradigma neoliberal a uno de una cierta intervención económica, de tal forma que tenemos a Angela Merkel interviniendo líneas aéreas y, en Gran Bretaña, un tipo como Boris Johnson, que en algún momento ocupó un espacio muy parecido a Donald Trump, ahora quiere irse hacia el espacio clásico tory.
¿Cómo es esto posible? Creo que si en algo nos sacan ventaja es en que son mucho más dúctiles. Saben adaptarse al momento y al lugar. Saben cambiar su forma de pensar, de expresar y de comunicar. Mientras, la izquierda parece que se mueve con una esclerosis atenazante que le impide analizar de una forma correcta el mundo que le rodea. Le impide actuar de una forma acorde a ese mundo y expresarlo de forma correcta.
¿Cómo puede volver un proyecto medianamente emancipador a ilusionar? La verdad, no tengo ni idea. Pero la única forma que yo veo ahora mismo de arrancarlo es jugando con las cartas que tenemos sobre la mesa. Porque intentar cambiar de juego, que es lo que se hizo en la crisis anterior, ya no va a funcionar. En aquel momento existía un espacio para eso al existir la indignación, un enfado por todo lo que nos habían quitado en la década anterior. No fue un enfado socialmente sincero, pero existía, y por lo tanto había un espacio para las nuevas ideas, para el riesgo y la aventura. Ahora mismo, nadie quiere riesgo y aventura. Ahora mismo hay un miedo terrible a la pandemia y a sus consecuencias económicas que se ha unido a la indeterminación de estos últimos diez años. Quien se crea que puede plantear a partir del cuanto peor mejor, del caos, una alternativa rupturista, se equivoca. La única alternativa rupturista que existe es la de la extrema derecha, porque, repito, tienen el dinero y una moralidad que se lo permite: no les importa poner a los países en situaciones muy complicadas.
La izquierda, en los próximos años, tiene más que ganar mediante la aplicación de políticas útiles y reformas profundas del sistema económico. Y con esto me refiero a traer de vuelta cierta intervención económica. Luego ya veremos. Pretender que en este contexto de indeterminación a lo mejor podemos salir a la calle y quemar contenedores, sería un mal camino. Como se vaya por ahí, damos la victoria a la ultraderecha.
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