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Entrevistas

Eduardo Bayón: «Desvincular la Corona de los casos de corrupción es imposible, su opacidad fue la que los permitió»

Eduardo Bayón (Gijón, 1986) volvió a casa por navidad y nosotros aprovechamos para entrevistarle en su ciudad natal. Nos vemos en La Revoltosa, una librería y cafetería repleta de títulos que tienen que ver con su trabajo: la comunicación y la estrategia política, los asuntos públicos. En el arranque de la tercera década del milenio, resulta inevitable que nuestra conversación regrese continuamente al 2020 de la política española.

Solemos decir que «tenemos los políticos que nos merecemos». ¿Se ha cumplido el cliché a lo largo de 2020?

Creo que sí, que los políticos han sido reflejo de la sociedad. La polarización política que se da, aunque muchas veces se acentúa con ciertos discursos, ha de tener cierto fundamento social. Tiene que haber gente que se sienta agraviada, gente que se siente perdedora o se sienta frustrada, incluso resentida. Para que algo canalice políticamente de este modo, creo que sí tiene que darse socialmente.

Pero este año en concreto… ha sido un año muy peculiar. La sociedad, en términos generales, se ha comportado de forma bastante más decente que lo que transmite la imagen mediática. Muchas veces, la noticia es precisamente lo que se sale del comportamiento esperado: si alguien la lía, siempre va a llamar más la atención porque lo que ha hecho tiene un componente noticioso. Eso no ocurre con quien sigue el cauce más habitual. Por eso, en la comparación entre la sociedad y la política, creo que este año el ruido político muchas veces ha sido mayor que el social.

Políticamente, hemos vivido meses realmente complicados, muy chungos por decirlo coloquialmente: la polarización que se estaba viendo en el Congreso de los Diputados, en todo el panorama político nacional, era enorme. Hemos escuchado declaraciones y discursos que se salían de lo esperable en una democracia constitucional. Se ha acusado al gobierno de golpista, de ser ilegítimo… Eso es muy peligroso, especialmente en un momento de crisis sanitaria con graves consecuencias económicas, que ya de por sí es un momento en el que el descrédito de las instituciones aumenta exponencialmente. Pues precisamente en este contexto se estaba contribuyendo a deslegitimar las propias instituciones desde dentro. Eran precisamente representantes políticos los que lo hacían. Esa coyuntura política, en esos meses, sí la veo realmente peligrosa. Es algo que empeora el comportamiento social que hemos tenido.

Son meses de polarización y, al mismo tiempo, de una fortísima intervención política en la vida de la gente. ¿Es un contexto que tiende a separar todavía más a los sectores enfrentados?

Sí, sin duda. Además, como decía, desde la política se ha contribuido a fomentar la polarización. Ha habido medidas que, evidentemente, eran asumibles por el contexto, pero que al alargarse en el tiempo han dejado de ser entendidas por ciertos sectores de la sociedad que han ido mostrando rechazo. En realidad, es algo que tiene algo que ver con el momento o contexto histórico en el que estamos: hay un desprestigio, ya no solo de la política y las instituciones, sino de la propia verdad como descripción de los hechos objetivos. Hay un componente muy emocional que está arrastrando tanto a la toma de decisiones políticas como la forma de consumir noticias e información. Y esto está llevando, precisamente, a que cualquier medida política tomada para paliar una crisis sanitaria, sea rechazada o incluso repudiada por la derecha radical populista, incluso extrema derecha, a través de un comportamiento casi de rebeldía. Frente a ella, no obstante, un gran porcentaje de la sociedad ha asumido las decisiones, ya sea con mayor o menor resignación.

Al mismo tiempo, a lo largo de estos meses de crisis, ha habido cierta sensación, por otro lado comprensible, de improvisación en cuanto a las medidas tomadas. Y no es algo solo referido a la actuación del gobierno central, sino también a la de los autonómicos. Algunas decisiones se han percibido como contradictorias y algunos gobiernos autonómicos, como el de Madrid, han jugado a ser antagonistas de las decisiones y propuestas del gobierno central con fines electorales.

¿Cuánto camino nos queda por recorrer por la senda de la polarización? ¿Cuál puede ser su final?

Es una actitud que de momento va a ir en aumento. En el último barómetro del CIS, más allá de que la encuesta esté diseñada de una forma que fragmenta los principales problemas relativos a la política, sumándolos todos, el clima político es de largo, además con una tendencia ascendente, el problema que más preocupa a los ciudadanos. Quizá no en su día a día o en su vida personal, pero sí en lo que se refiere a los problemas del país.

Creo que es algo estrictamente vinculado, y seguirá estándolo este año y el siguiente, a la situación económica. Si esta empeora, el desprestigio, el desgaste institucional y político, va a ir en aumento. La trayectoria del gobierno de coalición de PSOE y Unidas Podemos va a depender fundamentalmente de la situación económica. Y no estoy hablando en términos macroeconómicos, sino de la economía de la gente. De la situación en sus hogares y en su trabajo. Si esta empeora, el desprestigio político va a ir claramente en aumento.

En el caso español, además, hay una cuestión interesante: en la anterior crisis, el descontento institucional explotó en el 15M, pero luego, claro, surgió Podemos. Eso fue importante porque dicho descontento fue canalizado por un nuevo partido que ampliaba la oferta política y recogía ciertas demandas sociales y políticas de la población, llevándolas hacia el sistema institucional de representación. El problema es que ahora Podemos ya está en el gobierno y, por tanto, ya no es un partido de ruptura. Ni mucho menos. Habrá que ver qué partido canaliza ese descontento, si se produce, en términos de ruptura.

De hecho, la moción de censura de Vox, más allá de que fuese fallida, dibujó un escenario en el que el partido de Abascal era el único que, en cierto sentido, se movía fuera de los márgenes. Podría acabar presentándose como el único partido de ruptura, para el descontento y los perdedores o frustrados por la crisis. Otra cosa es que este partido sepa canalizarlo, porque tienen un componente muy ultraconservador en cuanto a los valores culturales y otro muy neoliberal en lo económico. En realidad, Vox no deja de ser una escisión por la derecha del PP y de momento no hay ningún atisbo de que tengan la inteligencia o la capacidad para desprenderse de esos componentes y, aunque sea en términos meramente pragmáticos, caminar hacia una derecha populista como podría ser, por ejemplo, la de Le Pen en Francia o la de Salvini en Italia.

Analizas siempre pormenorizadamente los datos del barómetro del CIS. Quería preguntarte directamente sobre un tema de discusión que creo que preocupa mucho al electorado progresista: ¿hasta qué punto está logrando penetrar Vox en la clase trabajadora española?

Veamos. Una cosa es que Vox pueda sacar votos entre la clase obrera o trabajadora, entre quienes son los perdedores en esta sucesión de crisis. Evidentemente, los saca, como los saca el PP, porque el voto de los ciudadanos está determinado por diversos componentes identitarios, y la identidad no la forma solo la clase social. Yo, si fuese nacionalista, evidentemente estaría priorizando la patria como elemento central en la construcción de mi identidad política personal por encima de la clase social.

Pero creo que se ha hablado poco de lo siguiente: incluso en los peores momentos electorales del PSOE, estoy hablando ya no solo de 2011, sino de la época de Rubalcaba entre 2012 y 2014, e incluso de la primera de Sánchez entre 2014 y 2016, el Partido Socialista siguió siendo el primer partido en voto de la clase obrera española. Esto es una gran diferencia con respecto a la evolución de otros partidos socialdemóctratas de nuestro entorno, de Europa occidental. No solo es diferente al caso griego, donde el Pasok se hundió totalmente, sino también el de Países Bajos, donde los socialdemócratas también han sufrido; es diferente el caso del Partido Socialista francés, que ya hemos visto cómo ha terminado, e incluso el del Partido Socialdemócrata alemán que, gobernando con Merkel y la CDU, probablemente será superado por los Verdes en las legislativas de 2021. El hecho de que el PSOE se mantuviese como primera fuerza entre los obreros españoles, es una diferencia fundamental con respecto a otros casos que hemos observado.

Además, como decíamos antes, en la extrema derecha española, en este caso Vox, la captación de ese voto también presenta diferencias: por ejemplo, Le Pen, en Francia, es la primera opción entre la clase obrera en algunos territorios; en Reino Unido, feudos tradicionales del Partido Laborista votaron a Johnson en las últimas elecciones por un componente identitario muy vinculado al Brexit. Hemos visto, en el propio referéndum para el abandono de la Unión Europea, cómo zonas industriales en declive, como algunas regiones de Gales o la zona de Liverpool, que eran progresistas, están abrazando opciones de la derecha radical populista en las que hay un componente antiglobalista. Pero, en el caso de Vox, el partido no tiene la habilidad de trazar un discurso antiélites porque muchos de sus miembros provienen de ellas. Hay un componente de genética política, entre comillas, que les impide desarrollar esta capacidad.

Es cierto que a veces lanzan algún atisbo, alguna pincelada, de discurso antiélite; algún eslogan antieuropeísta. Pero, a fin de cuentas, es un partido que se va hasta EEUU a rendir pleitesía a Trump y toda su corte y, claro… Esas contradicciones les están impidiendo, precisamente, trazar este tipo de posicionamiento. Es cierto que el PP, en términos de competición partidista, está atrapado por la propia presencia de Vox y la necesidad de parar el crecimiento de Ciudadanos y del PSOE por el centro. Pero, si Vox quiere sobrepasar al PP, en algún momento tiene que, no sé si moderarse, pero sí conseguir tener un votante mucho más transversal que el que está teniendo. El partido está muy encajado en las posiciones más conservadoras, de la extrema derecha. Y en términos de clase está, también, mucho más anclado en el perfil de la clase alta que en un modelo más transversal.

¿Las ayudas que ahora vienen, precisamente, de la Unión Europea, funcionarán como un recuerdo de la vacuna española contra el antieuropeísmo o crees que en algún momento este sentimiento político podría finalmente eclosionar?

Es una cuestión interesante. En España el europeísmo está muy asociado, como herencia de la dictadura franquista, del aislamiento político y del sentimiento de inferioridad como nación, a la idea de progreso. A la idea de progreso material, en términos de bienestar; pero también a la idea de progreso cultural. Esto fue patente, sobre todo en los años 80 y 90, con la entrada de España en la Comunidad Económica Europea. Cuando estalla la crisis, ese europeísmo sigue presente, pero aparecen ciertos niveles de insatisfacción provocados por la intervención económica. España no estuvo intervenida a los niveles de Portugal o Italia, no digamos a los de Grecia, pero esos condicionamientos generaron descontento.

En el contexto actual, en esta nueva crisis, las soluciones que se están ofreciendo desde Europa son ligeramente distintas. Tienen un matiz ideológico importante en términos de economía política. Creo que, en España, actualmente sería difícil explotar el espacio del antieuropeísmo. No creo que sea muy amplio, en líneas generales, por mucho que haya sectores descontentos.

Para un partido como Vox sería más sencillo explotar un discurso antiélites que centrarse en un discurso antiélite europea o de Bruselas, más allá de que de vez en cuando den pinceladas. Más que nada por esta asociación que señalo que hay en España entre la idea de Europa y la idea de progreso.

Mientras tanto, llega el momento de gestionar el dinero. ¿Habrá una guerra en el seno del gobierno por canalizar y capitalizar políticamente las ayudas?

Creo que en el gobierno no ha habido verdaderas tensiones, más allá de lo que pueda parecer a través de los medios de comunicación. En el día a día, no ha habido tensiones de gran calado o que se salgan de lo normal en un gobierno de coalición. Tampoco en los intentos de cada partido por tener su espacio mediático, que es legítimo que lo tengan, teniendo en cuenta que es difícil ser socio mayoritario y socio minoritario de un gobierno. Ambos papeles tienen sus complejidades.

Respecto a las ayudas europeas, existe un problema de fondo. ¿En qué medida van a servir para transformar el país y su sistema productivo? Hay que ver si van a ser una capa de barniz de la que se beneficiarán sobre todo las grandes empresas, no solo económicamente, sino en términos de subsistencia e incluso también en cuanto a la modernización de sus estructuras; o si el cambio va a ser de mayor calado y profundidad.

Sí creo que el Ejecutivo y, sobre todo, Sánchez, se apuntó un buen tanto en julio en el Consejo Europeo con la gestión que se hizo de las negociaciones y, de hecho, creo que los medios españoles así lo reconocieron. Al menos en líneas generales. Pero, claro, a partir de 2021 esto va a presentar ciertas dificultades. En el caso de Podemos, tiene ministerios que pueden ser importantes a medio plazo. Incluso, aunque no esté vinculado a los fondos europeos, la batalla que estamos viendo estos días en torno al salario mínimo interprofesional, tiene mucho de esto.

Personalmente, yo vincularía el equilibrio interno del gobierno a lo que comentábamos anteriormente: el desgaste político del Ejecutivo, el futuro de ambos partidos, pasa por cómo sean capaces de generar incentivos materiales entre los votantes.

En realidad, la dinámica anterior a la pandemia, la llamada economía contenedor, venía desde hace tiempo creando unas estructuras que benefician enormemente a las mayores empresas de cada sector. En ese sentido, 2020 ha acelerado el proceso. ¿Qué capacidad tiene el gobierno español para incidir en esta evolución?

Ese es el asunto. ¿Va a ser una capa de barniz o una transformación? Y si lo es, transformación en cuanto a qué. ¿Del sistema productivo? Somos de Asturias, ya hemos visto cómo las subvenciones, los fondos públicos, no siempre son utilizados de una forma que logre transformar el sistema productivo para convertirlo en algo diferente, más allá de conducir una transición hacia un sistema de servicios. Creo que ese es el verdadero fondo del asunto: Esteban Hernández, el director de opinión del El Confidencial, suele decir, y creo que tiene razón, que de momento no parece que vayamos en la dirección de crear un sistema productivo industrial propio del siglo XXI; un sistema que cambie la sociedad de servicios que hemos construido. Eso pasa a nivel nacional y pasa también a nivel regional, por ejemplo, aquí en Asturias.

Esta tarea es muy compleja y va a ser muy difícil acometerla. Creo que, como mínimo, el gobierno tendría que centrarse en generar cierto bienestar y ciertos incentivos materiales, de la forma que sea. Luego, otra cosa será ver cuánto se puede transformar no solo el sistema productivo, sino también el sistema empresarial español. No nos olvidemos de eso.

Al ser tan complicado transformar la estructura económica del Estado, ¿crees que seguirá intensificándose el debate en cuanto a su forma institucional?

De hecho, ya está sucediendo. Y, además, por todas partes. Da igual que hablemos de la derecha o de la izquierda. Algunos le llaman batalla cultural y creo que la mayoría de los actores políticos están centrados en ella, precisamente porque estamos en un sistema y un modelo en el que hay cierta autonomía que se ha perdido: si las decisiones económicas importantes se toman a nivel europeo, porque estás dentro de la Unión para bien y para mal, entonces cierta capacidad política de ejercer el poder se ha desvanecido.

Hace poco leí que el 60 ó 65% de lo que se ha legislado en el último año proviene directamente de la Unión Europea. En ese sentido, existe una limitación como Estado. Y no estoy diciendo que esto sea bueno o malo, simplemente es una diferencia con respecto a los Estados de la posguerra europea, los Estados de bienestar clásicos e incluso a los actuales Estados de bienestar, socialdemócratas, del norte de Europa.

Evidentemente, estas limitaciones generan también que te centres en las batallas que puedes ganar. Al final, si no vas a estar generando frustración, como vimos en el caso griego: si yo estoy prometiendo que ciertas cosas van a ser distintas, pero luego tomo el poder con ese programa político y no puedo aplicarlo porque es algo que escapa a mi control, a mi soberanía, entonces me tengo que contentar con estas pequeñas batallas. De todas formas, algunas llevan a cosas importantes: la Ley de Eutanasia o, en su momento, el matrimonio entre personas del mismo sexo. Pero, sí, el debate gira muchas veces sobre esto y no sobre cuestiones de fondo como el sistema productivo o incluso el sistema en su conjunto.

En este sentido, creo que no es un mal exclusivo de la izquierda: también participa de ello la derecha. La más reaccionaria, de hecho, como Vox, está centrada en esta batalla porque saben que es la que pueden ganar. La otra no les interesa. Lo vemos también en sectores del PP como Cayetana Álvarez de Toledo que recurre, de forma habitual, a ese término, la batalla cultural. En términos políticos, es una agenda mucho más fácil de gestionar. Es más fácil construir discursos sobre estas cuestiones que sobre las otras.

¿Dirías que así están todos más cómodos?

Sí, sin duda.

Uno de los grandes frentes de esta batalla es el territorial: ¿seguirá manteniéndose la tensión, y por tanto el equilibrio, entre federalismo y centralismo o estamos acercándonos al momento histórico en el que una de estas dos almas devore a la otra?

En realidad, lo territorial tiene paralelismos con el desarrollo del tejido productivo: España llegó tarde al desarrollo industrial. Cuando arrancó el proceso de industrialización, solo progresaron tres zonas, mientras que en el resto del territorio se mantuvo una economía basada en un sector primario, en una agricultura y una ganadería sin mecanizar. Con la construcción nacional pasó un poco lo mismo: la construcción nacional de España es muy chapucera. En todos los momentos en los que se lanzó la moneda al aire y esta pudo caer del lado de la modernidad, España se decantó por la otra opción. Sucedió tras la Guerra de Independencia, en el periodo de 1868 a 1874, sucedió durante la Segunda República y tras la Segunda Guerra Mundial. En todos esos momentos, España perdió el tren de la historia, por decirlo de una forma literaria.

En esa construcción de la nación, hubo territorios que fueron mal integrados: Cataluña, País Vasco y, en mucha menor medida, Galicia. Creo que es algo que llega hasta nuestros días, pero creo, también, que es algo que a pesar del destrozo de la convivencia cultural que provocó la dictadura, se ha ido gestionando. La Transición Democrática fue eso: gestionar de la única manera posible esta y otras cuestiones. Se hizo lo que se pudo, por eso yo no tengo una visión muy tremendista del periodo. Y a partir ahora, habrá que seguir gestionándolo.

Sí creo que es interesante la evolución de ciertos sectores que en su momento eran catalanistas y han ido abrazando el independentismo, en un proceso que está muy relacionado con la intensificación de lo identitario. Esto viene provocado por la crisis de 2008. Y también creo que hay sectores, en este caso del independentismo catalán, que están buscando una pista de aterrizaje. Esquerra, por ejemplo, creo que está buscando cierto acomodo en el autonomismo, dentro por tanto del marco del sistema autonómico. Incluso hay sectores de la antigua Convergencia se están desmarcando de Puigdemont.

Por eso me parece importante señalar que no todo es estrictamente nocivo para el Estado español: es cierto que hubo una declaración de independencia, pero en el Parlamento catalán la bandera que seguía hondeando esa misma noche era la española. Es algo anecdótico, pero creo que refleja que al final todo sigue igual. Incluso en un territorio como el País Vasco, con todas sus peculiaridades y todo lo que sufrió, con una banda terrorista cuyo fin político era la independencia, hoy vemos a la fuerza política que estaba ligada a dicha banda en una competición democrática con un partido que, más allá del discurso, es completamente autonomista y acepta el sistema político vigente como el PNV. Incluso están participando, votando a favor, en los Presupuestos Generales del Estado. Eso, para mí, es un triunfo del propio Estado español, que ha sido capaz de atraer a sectores que estaban completamente fuera de él, hasta el punto de que utilizaban el terrorismo como herramienta para destruirlo. De la misma forma, fuerzas políticas que apostaban por una ruptura democrática del sistema están en el gobierno y con propuestas y programas que son reformistas.

¿Es más profunda la crisis de la jefatura del Estado que la del modelo territorial?

Voy a dar un rodeo para tratar de llegar a algún sitio. El sistema político del 78 se basaba en dos mitos fundacionales: uno era el consenso de la Transición y otro era el 23-F. Este último era un mito fundacional con un componente muy particular en lo referido a la intervención del rey ese día. El mito de haber parado el golpe salió adelante pasando muy por alto algo que me parece clave en este episodio: el contexto en el que se desarrolla, en el que se estaba deslegitimando al presidente del gobierno; en el que todo el arco parlamentario le somete a un acoso y derribo, incluidos miembros de su propio partido. Un contexto en el que también la monarquía estaba tonteando con la idea de un gobierno de concentración presidido por un militar. Esa idea estaba día sí y día también en la prensa. Todo esto muchas veces se pasa por alto y creo que son cuestiones mucho más fundamentales que los entresijos de la operación concreta de Tejero y Armada. Obviando todo esto, el mito fundacional del 23-F, incluso el de la propia Transición, funcionaron durante mucho tiempo. Ahora están dejando de hacerlo.

El sistema político se ha tambaleado, pero ha resistido más allá de las grietas de las que hablaron algunos sectores de la izquierda. En el proceso, el sistema de partidos se ha transformado, como se han transformado los de toda Europa occidental e incluso, también, aunque no con un cambio de partidos, se ha transformado el sistema político norteamericano. Y en toda esta transformación, la jefatura del Estado se ha quedado sin unos mitos fundacionales que, a nuestra generación, les importan bien poco. Lo que hizo el rey el día del 23-F a nosotros no nos importa. Bastante tenemos con preocuparnos por nuestro futuro más inmediato. Queremos incentivos materiales. Perspectiva o, mejor dicho, expectativas.

A partir de ahí, hay varias cosas fundamentales en la crisis de la institución. La primera tiene que ver con el riesgo de que se convierta en una monarquía de parte. Todo el mundo incide en esta idea, pero es que es importante hacerlo: tienes un partido en el gobierno, minoritario, pero en el gobierno, que es abiertamente republicano e incluso, desde el propio gobierno, está apelando a la República como horizonte electoral. Independientemente del recorrido que eso pueda tener, discursivamente está sucediendo y, en cuanto a la representación en el Congreso de diputados que podemos considerar republicanos, tenemos la representación más alta de los últimos cuarenta años. Así que, en cuanto a partidos con representación, tenemos que la monarquía se apoya y a su vez es respaldada por los partidos de la derecha.

Por otra parte, existe cierta desvinculación entre la jefatura del Estado y grandes capas de la sociedad. Por segmentos demográficos, desglosando por edad, esto puede apreciarse en la encuesta que hace poco sacaron diferentes medios (CTXT, El Salto, etc.).

Debemos recordar que la monarquía solo puede perdurar mientras no perjudique la convivencia y el desarrollo institucional y político del Estado. Y en esto juega un papel fundamental el PSOE. Mientras la monarquía no sea un impedimento para la democracia y no haya casos de corrupción insostenibles, el papel del PSOE será clave. Lo estamos viendo ahora, con los casos de corrupción del anterior monarca, que, aunque no lo parezca, resultan sostenibles para el sistema político, pero al PSOE le pueden generar ciertas complicaciones. Porque tiene una base de militantes donde el porcentaje de republicanos es alto. Me atrevería a decir que es incluso mayoritario, aunque solo sea por cierta trayectoria histórica que bebe de la Segunda República. Y si vamos a los votantes, pasa lo mismo: hay un alto porcentaje de votantes socialistas, en torno a un 60%, incluso más, que están a favor de la república. Quizá no es una mayoría suficiente a favor del cambio, pero supone una fragmentación en dos bloques bastante similares. Puede haber, 10, 15 ó 20 puntos de diferencia. Da igual: ya tienes dos bloques claramente contrapuestos. Gestionar y conjugar esos dos bloques, puede suponer dificultades.

Por último, creo que justificar la corrupción de Juan Carlos I, más allá de la crítica que se deba hacer a todo el ecosistema mediático (porque el silencio que rodeaba la figura del rey fue estruendoso y eso tuvo que ver con su corrupción), lo fundamental creo que es que no se puede desligar su corrupción personal de la institución. Porque es precisamente la opacidad de la institución la que propició que existiese dicha corrupción. Una opacidad en términos de transparencia institucional, en términos de rendición de cuentas ante la ciudadanía, en términos de cobertura mediática, etc. Desvincular la Corona de los casos de corrupción es imposible, su opacidad fue la que los permitió.

Me gustaría conocer tu opinión sobre la política exterior española. ¿No tiene España una proyección internacional demasiado limitada para los lazos culturales que le unen con Latinoamérica y su posición geográfica? ¿Podría ser la política exterior una de las posibles vías de desarrollo de España?

Es una limitación más, como las de otros aspectos que hemos comentado. Al final, España está en la Unión Europea y la política exterior del Estado, al menos su parte más importante, transcurre a través de la UE. Ahora, por ejemplo, el Alto Comisionado de Política Exterior de la Unión Europea es español, Josep Borrell, pero esa es una cuestión menor respecto a la capacidad de influencia de España.

Otro problema de la misma es que está muy condicionada, desde el propio análisis que se hace de otros países, por la política interior. Los partidos políticos analizan lo que está ocurriendo en otros países en base a sus intereses partidistas y en base a la percepción española. Eso pasó con Grecia en 2015 y pasa con todo lo que ocurre en Suramérica. Incluso se llega a utilizar de forma continua la política interna de Venezuela, sin entrar siquiera a valorar la situación que esta pueda tener.

En general, se tiene una percepción muy europeísta de realidades que culturalmente son afines al caso español. Se olvida que políticamente son realidades muy polarizadas, porque la sociedad en términos económicos y sociales es más desigual. De hecho, la clase media en muchos países latinoamericanos no existe. Por tanto, creo que hay un problema de diagnóstico y, después, otro a nivel de actuación.

Las limitaciones de las que hablo se están haciendo evidentes estos días con la cuestión del Sáhara. Son unas limitaciones que vienen de 1975… Pero, en fin, ya hemos hablado bastante de la monarquía (risas).

Para terminar, quería preguntarte por la politología, tu disciplina. ¿No te parece que en los últimos años ha sido cercenada, en directo, en los platós de televisión? Parece haber quedado reducida a una técnica aplicada al cálculo electoral.

Hay dos cosas fundamentales en el auge de la politología de la última década. Una es el propio interés por la política, que viene de la crisis de 2008 y encuentra sitio en programas de televisión de infoactualidad. Ahí se despierta un interés por la política, que cotiza al alza y ocupa nuevos espacios mediáticos. No es una tertulia política como podía ser la de La Clave, pero son fundamentalmente políticos. En esos espacios se busca un cierto tipo de experto, que encuentra en ellos acomodo.

Pero, además, a lo largo de la última década, mediáticamente se empezó a buscar un análisis que ofreciera una apariencia de técnica pura; una maquinaria analítica que, además, está suponiendo un serio riesgo para algo que podría ser muy interesante, el periodismo de datos, y que al final se está intentando convertir en algo supuestamente objetivo. Evidentemente, aunque uno haga un análisis basado en datos y uno tenga sinceridad intelectual y quiera ser lo más objetivo posible, al final se trata de interpretar la realidad. Se trata de seleccionar ciertos datos. Lógicamente, si yo manipulo un dato, eso sería una fake news, un bulo o una mentira. Pero si te digo que viene provocado por determinadas cosas y lo vinculo y lo explico de determinada forma, acorde a mis ideas, estoy realizando una interpretación.

Ha habido un interés en contar con expertos de análisis político, con politólogos, pero revestidos con un barniz tecnócrata. Y esto se explica, de nuevo, por el desprestigio de lo político. Eso se ha fomentado y queda explicado por el auge de los propios espacios de infoactualidad y por el componente de la aparente neutralidad y el alejamiento de la ideología. Algo que, desde mi punto de vista, es absurdo: tú puedes ser todo lo objetivo que quieras, pero ante determinadas disyuntivas, más allá de las explicaciones o de los componentes sociales y económicos, moralmente, por principios, tienes que mostrar preferencia.

Fotografía: José Migoya

Víctor Muiña Fano
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