En el océano de la noche, de Gregory Benford: adentrándose en la ciencia ficción dura
No es fácil trazar una línea que separe nítidamente la llamada ciencia ficción dura del resto de su género, dedicado a trasladar los grandes temas de la literatura hasta el terreno del progreso científico y tecnológico. Resulta más evidente, en cambio, el deseo de algunos autores por entrar a formar parte de ese selecto subconjunto de novelas, con fieles seguidores y numerosos detractores, a base de especulaciones precisas e incluso cálculos más o menos aproximados. Es el caso de Gregory Benford y la primera entrega de su Ciclo del centro galáctico: En el océano de la noche.
No deja de resultar irónico, además, que la inmensa mayoría de sus lectores carecemos de base científica para saber si tras la aridez de este tipo de planteamientos se esconde algo de rigor. Para juzgarlo empleamos, en el mejor de los casos, una mera intuición literaria que nos deja satisfechos o no, huérfanos como estamos de un bagaje similar al del autor, doctorado en física, profesor de astronomía e incluso consultor de la NASA en sus ratos libres. Lo que es indudable es que los mismos elementos que hacen de la ciencia ficción dura un subgénero literario enormemente atractivo, provocan la huida de muchos lectores hacia universos más blandos que, en ocasiones, plantean una concepción casi mágica del progreso material.
Queda claro, por tanto, que ese no es el caso de la primera novela de las seis que conforman la saga más prominente de Benford, escrita a mediados de los 70 para plantear los dilemas que podrían surgir tras el primer contacto entre la humanidad y el resto de inteligencias que habitan un universo realmente áspero; una realidad demasiado compleja para nuestra especie y en la que el hombre será, simplemente, una de las muchas piezas del rompecabezas de la historia de la conciencia en el cosmos. Es la misma concepción que tanto éxito ha tenido en adaptaciones recientes a otros medios, como la realizada para la popular saga de videojuegos de Mass Effect.
Aquí no será un militar quien establezca ese primer contacto, sino un héroe científico, quizá un poco demasiado idealizado, capaz de las mayores proezas intelectuales y, al mismo tiempo, ajeno a cualquier cadena de mando, inmune a las presiones de las altas esferas del poder. Al fin y al cabo, Nigel Walmsley es científico, astronauta y también el elegido, poco menos que el único hombre capaz de protagonizar una historia en la que la humanidad se topará de bruces con otras inteligencias y en la que da la impresión de que al autor le habría gustado ser el protagonista.
Lo que Benford y su alter ego encuentran son inteligencias, conciencias, más que vidas, porque no todo lo que el hombre encontrará ahí fuera es orgánico. El descubrimiento irá llevando la historia de la Tierra, lenta pero inexorablemente, hacia la tensión entre la vida inteligente y la inteligencia mecánica, que no simplemente artificial.
A ese trasfondo, en todo caso, solo accederemos tras superar un primer decorado con atrezo surrealista, quizá para acabar de espantar a los lectores que hubieran encajado con poca entereza los aspectos más duros de la ciencia ficción de Benford, que mientras nos angustia con su ciencia dedica su literatura a tratar de asimilar, no solamente que no somos únicos, sino que es muy probable que existan seres mucho más especiales que nosotros. El horror, quizá algo sordo pero horror al fin y al cabo, va llegando de forma natural a las páginas de En el océano de la noche: somos unos simios que están comenzando su evolución y allá donde miremos temeremos siempre encontrar la peor versión de la vida inteligente que cabe imaginar: aquella que tratará nuestra especie como una variable más de una gran ecuación en la que no tenemos voz o voto, y en cuyos términos se cuelan elementos del cosmicismo que llegó a la ciencia ficción desde la literatura de terror.
Benford profetizó durante las dos décadas que tardó en desarrollar su saga la resurrección, bajo una forma renovada, de los integrismos religiosos, única respuesta posible ante una realidad que la ciencia no logra continuar explicando; el secretismo y oscurantismo gubernamental y la consecuente desconexión entre los ciudadanos y sus representantes políticos, entregados al mero mantenimiento de su poder frente a la exploración de lo desconocido. Al mismo tiempo, especuló con lo que podría pasar en nuestro planeta si, de un modo u otro, crecieran las sospechas de que quizás nuestra propia evolución y cultura son fruto de la intervención o la inacción de quienes desde siempre nos han estado vigilando.
Toda obra literaria tiene algo de confesión personal; cualquier novela es una especie de desnudo intelectual de su autor. La peculiaridad de la ciencia ficción es que, además, ofrece un pronóstico de futuro y con ello realiza una crítica más o menos metafórica del presente. El tiempo va dando y quitando razones y, aunque nos repetimos que no debemos olvidar el contexto en el que un hombre escribió, nos resulta difícil no encallar en conversaciones sobre los aciertos y desatinos de los profetas del género. En las primeras páginas del Ciclo del centro de la galaxia Benford comete un error de cálculo garrafal: hace mucho que pasó 1999 (y pronto pasará también la corrección de la fecha de las posteriores ediciones, 2019) y seguimos solos en el universo. Pero lo importante es que cualquiera que soporte la dureza de su prosa estará dispuesto a aceptar que esa es la gran licencia literaria que Benford instala en el centro de su universo. Luego, a su alrededor, no coloca más que aciertos.
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