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Entrevistas

Antonio Rojano: «los escritores tenemos el deber de construir ficciones que evidencien las falsedades de lo que llamamos realidad»

Antonio Rojano (Córdoba, 1982) es una de las voces más importantes y singulares del panorama teatral español contemporáneo. Autor de una veintena de obras, ha recibido algunos de los premios más prestigiosos de nuestro país (Premio Calderón de la Barca 2005, Premio Marqués de Bradomín 2006, Premio Lope de Vega 2016). Su próximo proyecto, La Fiebre, es una película cuyo guion prepara gracias a una beca de la Academia de Cine.

Siempre he pensado que la formación de una persona tiene mucho que ver con la mirada que desarrolla posteriormente como adulto para codificar el mundo. Tú querías ser historiador, pero al final te decantaste por estudiar periodismo. En este sentido, al comienzo de una de tus obras, Fair Play, uno de los personajes dice lo siguiente: «Las palabras se contaminan si no se cuidan, por eso decidí hacerme periodista: para contar la verdad». ¿Para qué o por qué se hace uno dramaturgo? ¿Queda algo en ti de ese periodista?

La verdad es que esa frase, que está muy bien sacada, puede ser interpretada tanto a favor como en contra de que la profesión de periodista trate de la búsqueda de la verdad, sobre todo teniendo en cuenta lo que pasa más adelante en la obra. No sabría decir por qué o para qué me hice dramaturgo, pero sé que ocurre cuando me desafecto del periodismo. En ese momento hay un punto de inflexión: yo era un joven al que le gustaba escribir y que decide ser periodista porque es una carrera donde, en teoría, se va a eso: a escribir y a contar el mundo que nos rodea.

Cuando descubro que, hoy en día, el periodismo es un lugar donde el lenguaje, las palabras y, al fin y al cabo, la realidad está totalmente mediatizada, me doy cuenta de que me gusta escribir pero no en función de lo que ven los demás, sino en función de lo que yo veo. La ficción es un terreno de absoluta libertad donde, si vamos a jugar a manipular la realidad, la puedo manipular a mi antojo y no bajo el criterio de una empresa o de un grupo determinado de fuerzas. Descubro incluso que la ficción se parece mucho a esa realidad que venden los medios de comunicación y que, aunque vaya a ser un poco más pobre, es un camino donde me siento auténtico, más honesto.

Por lo que respecta al joven que quería ser historiador, desde siempre la Historia me ha atraído muchísimo. Es posible que encontrase en ella una cierta lógica: los hechos históricos están totalmente encadenados y contar historias se parece mucho a eso. Precisamente ahora estaba leyendo a Aristóteles. Cuando él escribe la Poética en el fondo habla de esto: de las acciones que de una manera verosímil se van encadenando. Así que creo que sí, que dentro del dramaturgo conviven el joven que quería ser historiador y el periodista utópico que considera el periodismo como ese sitio donde encontrar la verdad. Al final resultó que ese lugar lo encontré en la literatura. Para mí la ficción es un espacio en el que, a través de la mentira, nos encontramos con verdades universales.

Has contado muchas veces que llegaste tarde al teatro y que, encima, fue a través de la lectura. Entre tus influencias están Alfonso Sastre, Fernando Arrabal, Rafael Spregelburd… ¿Se corresponden estos autores con aquellas primeras lecturas que te impactaron?

Hay un teatro inicial que es el del instituto: esas lecturas que uno de por sí suele rechazar un poco, pero que a mí siempre me llamaban la atención. Recuerdo Tres sombreros de copa, de Mihura, o Don Álvaro o la fuerza del Sino, de Ángel de Saavedra, una obra que me encantaba y que ahora vuelvo a ella y digo «qué mala es», pero al mismo tiempo me sigue gustando (risas). Me gustaba mucho porque Ángel de Saavedra era cordobés, por lo que ya teníamos algo en común. Y esa obra en concreto porque es tan fantástica, tan romántica y ocurren un montón de peripecias…. el señor era un desgraciado que cuanto más evitaba la muerte más se acercaba a ella, y con ese final en la montaña, la tormenta, los rayos… una locura, a mí me llamaba muchísimo la atención.

Fue estudiando el segundo curso de periodismo cuando leí a Fernando Arrabal, Alfonso Sastre y José Luis Alonso de Santos. De los tres quizá este último fue el que menos me interesó, pero la obra de Alfonso Sastre fue muy importante. Esa distopía futura que es Escuadrón hacia la muerte, sobre una tercera guerra mundial, con el existencialismo de fondo o El arquitecto y el emperador de Asiria, de Arrabal, que me dejó alucinado al descubrirme esa especie del teatro del absurdo mezclado con el teatro la crueldad. Creo que fue Arrabal quien me enseñó que el teatro, la literatura, era un lugar mucho más expansivo de lo que yo pensaba. A veces parece que estamos obligados a contar las verdades universales y no: si uno tiene que cambiar la historia de la humanidad al escribir, mejor que no escriba porque va a ser incapaz. No hay nada que uno pueda decir cuando cree que tiene que cambiar el mundo, lo que hay que hacer es disfrutar con la escritura. Yo encontré ese sentido lúdico en Fernando Arrabal. El humor, el juego sobre el lenguaje, esa cosa tan disparatada y al mismo tiempo tan cruel sobre el hombre contemporáneo en textos que igual tenían cincuenta años, pero que a mí me deslumbraron.

Por eso creo que Arrabal fue el impulso, una especie de trampolín. Si estaba leyendo un título de Cátedra y de repente me encontraba con que decían que Arrabal venía de Beckett o de Ionesco, yo me iba corriendo a la biblioteca a leer todo Beckett o todo Ionesco. Incluso tenía muchas conexiones con Kafka, que era también uno de esos autores que encontraron al joven Antonio y le volvieron un poco la cabeza del revés. Evidentemente, eran textos muy densos, pero con veinte años yo me sentía un joven existencialista, ya sabes, el mundo es una mierda, todo es una mierda, y de repente vienen estos señores que me divierten muchísimo y que conectan muy bien conmigo y una lectura me llevaba a la siguiente, y la siguiente a la siguiente, en una especie de efecto dominó. Así encuentro y estudio el teatro del siglo XX, el realismo norteamericano, a los griegos, a Lope de Vega, a Calderón… Con los años me di cuenta de que esas lecturas que estaba haciendo de manera anárquica y autodidacta coincidían con las que estaban llevando a cabo en la RESAD. Al final llegué más o menos al mismo lugar: a tener una conciencia de lo que era la historia del teatro. Mientras tanto lo que hacía era imitar. Copiaba o fusilaba textos que leía y luego se los pasaba a un amigo que me decía «joder me encanta esta obra, yo voy a escribir otra» y nos las intercambiábamos. Mi amigo se acabó aburriendo, pero yo seguí hasta que fui encontrando no sé si una especie de voz propia, pero sí unos intereses formales y temáticos hacia los que quería dirigirme.

Ahora, casi veinte años después y con un currículum impresionante a tus espaldas, ¿qué lugar ocupa Antonio Rojano en la escena española?

Creo que no me corresponde a mí decir algo así, pero sí que puedo responder que me sitúo en un lugar junto a otros muchos compañeros que empezamos a escribir en un contexto donde los autores jóvenes teníamos una serie de premios a los que podíamos acceder, como el Marqués de Bradomín o el Calderón de la Barca, que te colocaban inmediatamente en el panorama nacional. Tuve muchísima suerte porque en un periodo de seis meses gané estos dos certámenes con Sueños de Arena y La decadencia en Varsovia, las dos obras que considero que inician mi dramaturgia. El problema era que, en el 2005-2006, era muy difícil que esos textos llegaran a escena y con la crisis de 2008 lo fue aún más. Incluso los nombres más consolidados tampoco conseguían estrenar debido a los recortes tan enormes que se hacían. Como respuesta a esa situación surge una especie de teatro más underground donde, por ejemplo, estaba La casa de la portera, adalid de un teatro off que se puso muy de moda en Madrid a partir de 2010-2011 y que es donde las voces jóvenes empezamos a estrenar porque nadie ponía un duro por nosotros. Entonces lo poníamos nosotros.

Aquel fue un periodo de mucha efervescencia. Recuerdo ir a La casa de la portera y que prácticamente cada semana hubiese títulos nuevos en cartel.

Aquello tenía una multiprogramación enorme, claro. La casa de la portera estaba siempre llena y albergó muchísimos éxitos. Fue el lugar donde autores como Alberto Conejero, José Padilla, Paco Bezerra o yo mismo comenzamos a acceder al teatro y, sobre todo, al público. Porque lo interesante era que había una demanda de público. Por eso, a partir de 2014-2015 los teatros públicos de Madrid, que quizá estaban más estancados o programando con menos visión de futuro, empiezan a ir a esas salas underground y se interesan por estos nuevos escritores, creativos, directores, actores, y los contratan para nutrir sus propios espectáculos. Si me puedo situar en algún lugar me sitúo en esa generación de autores a los que nos era muy difícil salir adelante en ese contexto y que, extrañamente a raíz de la crisis económica, comenzamos a hacer nuestras propuestas de manera individual y el público empezó a responder.

Has dicho en alguna ocasión que tu teatro se puede resumir en ficción, estructura y lenguaje. Pensando en Furiosa Escandinavia, con la que ganaste el Premio Lope de Vega en 2016, formalmente no es la típica historia a la que estamos acostumbrados: utilizas muchos espacios, muchos tiempos, para contar uno de los temas más universales: el del recuerdo del amor a través del desamor. A propósito de esta obra dijiste que cada texto que escribes surge de una grieta que no supiste cerrar en la obra que la precedía…

No sabría decir qué hay en Furiosa Escandinavia que yo quisiera arreglar, pero sí que nace de una obra anterior. Artísticamente hablando, su precedente sería La ciudad oscura, escrita en 2013 y estrenada en 2015. Las semillas de una brotaron en la siguiente. Es interesante cuando te recuerdan entrevistas de hace años porque esto de ficción, estructura y lenguaje suena muy categórico y me hace cierta gracia, pero, al mismo tiempo, sigo estando totalmente de acuerdo. Son conceptos en los que siempre me centro y que siempre me guían a la hora de escribir. Para mí la ficción es casi lo más importante y Furiosa Escandinavia es una de las obras donde apelo más que nunca a ella. Donde creo un personaje que se llama Balzacman, un personaje ficcionador. Como si a Balzac, que es el gran escritor de La comedia humana, esa historia casi infinita que son mil novelas diferentes, le añadimos ese sufijo y se convierte automáticamente en un superhéroe de la ficción. Una especie de generador de mundos.

En cuanto a la estructura, ha sido siempre un sitio donde poner el foco. Si hablo del olvido, ¿cómo estructuro la obra en función de ese tema? ¿Cómo podemos hacerlo evidente? ¿Puedo crear ese olvido en los agujeros, en las oscuridades del texto? Y por último el lenguaje, la propia obra elabora una reflexión enorme sobre el lenguaje. En el texto utilizo un montón de metabromas, por decirlo de alguna manera, sobre la escritura de Proust. Por ejemplo, en una escena el personaje verbaliza que «está construyendo una gran oración subordinada», haciendo un guiño a ese tipo de frases tan características de la escritura proustiana. En cambio en La ciudad oscura, donde cuento la historia del golpe de estado del 23F, articulo la estructura en dos tiempos: por un lado, está la ficción que escribe el escritor y por el otro la trama del escritor con su hija mientras escribe esa ficción. También hay una reflexión sobre el lenguaje, que es el de los fantasmas, de la involución, del fascismo y del neofascismo, jugando por momentos con la novela negra y sobre todo con el terror, articulando el lenguaje del miedo y de lo terrorífico con esa llegada de los nuevos fascismos.

Creo que todos los elementos tienen que remar hacia el tema central de la obra así que esa guía, por muy serios que resulten esos tres conceptos, siempre me sirve para articular el pensamiento de cada pieza que escribo.

Ese poder de la ficción que puede ayudarnos a cambiar o a no cambiar las cosas, y que está presente en Furiosa Escandinavia, aparece también en Hombres que escriben en habitaciones pequeñas, uno de tus últimos proyectos. Esta vez se trata de una comedia donde un escritor de poco éxito tiene en sus manos cambiar el rumbo de su país.

Claro, esta comedia juega con lo que no podemos conseguir, con esas realidades que igual no podemos cambiar. Yo creo que hay dos puntos de vista interesantes desde los que analizar esto: por un lado, la utilización de la ficción como herramienta para hacer soportable la existencia. El arte como algo que nos permite no solo evadirnos, sino que también nos ayuda a entender mejor el mundo que nos rodea y, como el mundo que nos rodea no lo podemos cambiar, tenemos la posibilidad de alterarlo al menos en la ficción. Esto tiene un punto positivo, pero también resulta muy conservador porque es asumir que hemos sido derrotados, que las realidades de ahí fuera no las podemos cambiar. Creo que la reflexión en todas mis obras es que por mucho que nos agarremos a esas fantasías que nos ayudan a soportar el dolor, al mismo tiempo nos pueden generar ciertas enfermedades ilusorias acerca del mundo en que vivimos. Por eso muchos de mis personajes terminan un poco trastornados en esa contradicción entre lo que a mi me gustaría hacer y lo que yo puedo hacer.

Por otro lado, y esto es algo que le robo a Spregelburg, hay otra reflexión más política que habla del uso de la ficción como contraposición de la realidad, es decir, si entendemos que la realidad de ahí fuera también es una construcción de múltiples ficciones. Esto puede parecer un poco confuso, pero es algo que me interesa mucho. La ficción no es algo absolutamente independiente de la realidad, también los hombres estamos configurados de ficciones. Considero que nuestra labor es evidenciar todas las mentiras que se venden como verdades, todas las mentiras del telediario, los hechos de los libros de Historia que estudiamos y que, en muchos casos, son igual de ficticios que las historias que escribimos. Las herramientas que usan estas presuntas realidades se parecen mucho a las herramientas de la ficción. Creo que los dramaturgos, los escritores, tenemos el deber de construir ficciones que evidencien las falsedades de lo que llamamos realidad y por ahí deambulan muchas de mis obras: a mí me interesa el 23F como cuento, por eso en La ciudad oscura lo imagino como si fuera una carrera de caballos. Uno de los personajes se pregunta por qué es más diferente contar el 23F así que como lo cuenta Javier Cercas en sus novelas o como nos lo cuentan algunos libros de Historia.

Durante la pandemia una de las cosas que más me sorprendieron es que parecía que no había un tejido estructural que sustentase a la gente del teatro, especialmente a los dramaturgos y a las dramaturgas; y que, en general, vivís en un estado constante de precariedad. ¿Qué nos hace falta?

Tengo una especie de análisis histórico para esto. Durante los años 70-80 del siglo pasado el teatro en España (en todo el mundo, en realidad) estuvo en manos de los directores de escena. Con las vanguardias descubrimos que parecía que no hacía falta un texto, sino que podíamos coger un performer, algo de música, una pintura, alguien que leyese la guía de teléfonos y ya teníamos un espectáculo. Esa especie de director-creador tomó el poder de los teatros públicos, o de las instituciones a nivel estatal, mientras que los autores quedamos en un segundo plano. Si en un momento dado los directores necesitaban textos dramáticos, podían hacer una revisión de Medea o de cualquier texto de Shakespeare como hacía Heiner Müller. Esto llevó de alguna manera a una desprotección enorme, creo yo, a nivel nacional de la figura del dramaturgo y a una serie de cláusulas que se dan por sentadas y que se mantienen hasta nuestros días. Una de ellas, por ejemplo, es que el dramaturgo solamente cobra los derechos de autor del texto que escribe mientras que el resto de trabajadores del proceso teatral tienen su nómina, su caché.

Todo ello provoca que haya diversas categorías profesionales dentro del teatro, lo que nos empieza a diferenciar y a disgregar puesto que cada uno de los perfiles tiene incluso una legislación laboral diferente. Cuando de repente viene una crisis como esta, tenemos peculiaridades tan distintas que es muy difícil ponerlas en común de tal modo que AISGE protege a los actores, el colectivo de escenógrafos busca su salida, los directores la suya o incluso a nivel estatal se dan ayudas a las compañías, que no tienen por qué tener un dramaturgo. Es decir, se dan una serie de medidas que no terminan de permear equilibradamente en todos los sectores que configuran el entramado teatral. En ese sentido, como autor siempre he peleado por el hecho de que nosotros también merecemos un caché por estrenar un texto, independientemente de que ese texto tenga éxito o no.

Además, con el cambio de paradigma, ahora las salas son más pequeñas y, por tanto, los públicos son más reducidos. Se empobrecen aún más las condiciones porque no es lo mismo estrenar una obra en una sala de seiscientos-setecientos espectadores que en una de cien: por muy bien que vaya, el dramaturgo va a ser siempre el peor remunerado con muchísima diferencia de toda la producción cuando, en teoría, es el texto el que inicia el proceso teatral. Todo esto dificulta enormemente que existan dramaturgos profesionales en el sentido de que solo nos dediquemos a la actividad de la escritura y que, en cambio, pasemos muchísimo tiempo aceptando encargos o trabajando de otra cosa.

Hablabas del pluriempleo al que os tenéis que someter: tú eres profesor de escritura dramática y llevas siéndolo mucho tiempo, pero, ¿te has planteado alguna vez dirigir tus obras precisamente por esto que estás contando?

Sí, en la actualidad cada vez lo veo más claro. Incluso en los últimos proyectos que he presentado a teatros aparezco ya como director del espectáculo. Es la única forma en la que siento que puedo seguir creciendo profesionalmente y, al mismo tiempo, mantenerme escribiendo y haciendo teatro. De la otra manera creo que el propio sistema termina agotándote. Incluso teniendo éxito con textos que van de gira, nunca llega a compensar del todo. Hay algo de esto que dice Remedios Zafra sobre el entusiasmo: al final vence el entusiasmo de que te estrenen, de que te escuchen, de que vean tu obra, pero con eso no se paga el alquiler o los gastos de una vida. Es cierto que ser director y dramaturgo se complementa, pero al mismo tiempo reconozco que hay una resistencia interna de por qué tengo que hacerme director para que mi vida sea sostenible dentro de esta industria.

Entrevista a Antonio Rojano
Fotografía de Javier Naval

Durante la pasada edición del Festival de Otoño, en plena pandemia, participaste con una pieza transmedia de autoficción documental basada en que un día, buscando inspiración, decides poner tu nombre en Google y aparece otro Antonio Rojano que, en principio, no tiene nada que ver contigo. Llevaba por título El libro de Toji y lo protagonizaron Francesco Carril, María Hervás e Irene Ruiz. En su momento se llegó a comentar la posibilidad de llevarlo a las tablas. ¿Eso cómo va?

Bueno, eso va como muchos de mis proyectos. Ahora mismo estoy en una especie de crisis con el teatro, tomándome un tiempo por lo que hablábamos antes. Yo no tengo el dinero para auto-producirme y me he resistido durante años a hacerlo porque también es una forma de darse valor uno mismo. Además, considero que, por los temas que toca y la reflexión que deja sobre la Memoria Histórica, es una pieza para un teatro público. Así que ahí está: en los escritorios de los señores que gestionan estos espacios.

Al mismo tiempo sigo buscando lugares que también sean un reto para mi escritura, que me ayuden a progresar en lo artístico y a sostenerme económicamente. Ahora, por ejemplo, estoy en la Academia de Cine trabajando en el guion de una película (La fiebre). Sí que tengo obviamente un deseo de volver al teatro, pero tengo el deseo de hacerlo en buenas condiciones y con los máximos medios posibles. Mira, creo que alcanzada cierta madurez si un determinado texto tiene que tardar en llegar para que lo haga en buenas condiciones esperaré el tiempo que sea necesario. Quiero tener un reparto donde esté Francesco Carril, que es un actor de los más importantes ahora mismo a nivel nacional, María Hervás, Irene Ruiz… Uno quiere el espectáculo que quiere, con los mejores y en las mejores condiciones. Creo que la pandemia también ha ayudado a bajarme un poco de la vorágine en la que estaba en los últimos años y ahora espero encontrar mi camino y las obras que deseo escribir. Si tengo que esperar voy a esperar, no tengo problema, y mientras tanto voy a hacer otras cosas como escribir una película o una serie o una novela, lo que sea, en esos lugares donde sigo disfrutando y donde puedo crecer.

Nuestra generación es la que está viviendo con más intensidad eso de que el olvido se enfrenta tarde o temprano con la memoria y que no hay mayor conflicto que el de confrontarse con la verdad. En tu teatro se hace cada vez más evidente una preocupación hacia nuestra historia reciente. ¿Hay cada vez más en tu obra una correlación entre el pasado de nuestro país y la inquietud por el pasado personal, por todo eso que acaba conformando la identidad? Porque, como en El libro de Toji por ejemplo, a veces parece que nuestra propia identidad como españoles se desdobla o que siempre está perseguida por alguna sombra, una suerte de fantasma.

Sí, creo que sí. Yo soy del 82, ¿tú también?

Del 83.

Del 83, entonces yo soy más mayor (risas). Pero sí que los dos estamos en esa generación de los hijos de la democracia y, por tanto, hemos crecido escuchando el cuento de que qué suerte hemos tenido que ya no hay problemas como había antes, que todo ha cambiado, que España ha avanzado muchísimo en poquísimo tiempo… Al final nos lo dijeron tanto que nos lo llegamos a creer. En mi caso ha sido con los años cuando me he dado cuenta de que esa ficción se ha ido desmoronando y que muchísimos problemas que tenemos en nuestra realidad diaria, y no hablo solo de Twitter y de la polarización, sino de cuestiones más intrínsecas al país, de los estereotipos, de las ideas, de los modos de pensamiento… vienen de una época que no hemos vivido y que, al mismo tiempo, está súper presente en cualquier cosa que ocurra, cualquier debate público, cualquier elección democrática. El pasado sigue entre de nosotros.

Esta disputa histórica de España que viene desde la Guerra civil, e incluso desde el siglo XIX, junto con las heridas de esa guerra, de esa dictadura y de la Transición, han sido temas que he tratado en mi dramaturgia, pero es cierto que la idea de la memoria como una ficción que nos cuentan ha estado cada vez más presente en los últimos cinco o seis años en mi teatro hasta aparecer deliberadamente en El libro de Toji, con la excusa absurda y pequeña de un señor que se llamaba como yo… pero, claro, a partir de un detalle tan pequeño uno descubre una serie de cosas que no se esperaba. Descubre, por ejemplo, que el instituto en el que estudió fue un campo de concentración. Es como una doble identidad que tenemos siempre los españoles: la propia y luego la que vas descubriendo que, sin saberlo y en silencio, ha ido conformando tu vida.

Yo no sabía nada de mis bisabuelos, de mis tatarabuelos, y descubrí que un bisabuelo mío fue militar en la remonta, que eran los militares que criaban a los caballos. Para mi, que tengo una absurda pasión por las carreras de caballos que me viene de leer a Hemingway, fue algo casi mágico, como si hubiese algo genético que me predisponía a que me gustasen esos animales. Es lo que hablábamos sobre los fantasmas del pasado, sobre esos secretos que hay en todas las familias y que, de repente, cuando uno empieza a mirar la identidad de otro en una investigación que aparentemente no le afecta, se da cuenta de que la propia historia personal comienza a derrumbarse o a darse la vuelta. Es algo sorprendente.

El propio proyecto de La Fiebre reflexiona sobre una política contemporánea de edad avanzada, un trasunto de Manuela Carmena, a la que se le acusa de haber tenido una relación con los GRAPO. Yo no sé si Manuela Carmena tuvo relación con los GRAPO o no, pero, más allá de los lugares donde la realidad y la ficción se tocan, me atrae muchísimo imaginar ese conflicto de la memoria de una persona mayor realizando ese viaje hacia atrás. Porque entonces ese viaje es el que estará haciendo Antonio Rojano como autor para intentar explicar el pasado, y no por llegar a ningún tipo de resolución estéril de quiénes son los buenos y quiénes los malos, simplemente por saber de dónde venimos. Porque igual la forma en la que somos tiene mucho que ver con lo que hemos sido, o lo que han sido otros antes que nosotros. Por eso nos damos de bruces con un montón de contradicciones internas, con una ira, una furia, que no sabemos de donde vienen y que acaban derivando en que, en muchos casos, no encontramos una suerte de felicidad o de equilibrio porque hay multitud de enigmas en nuestro pasado. Ahora estoy leyendo las memorias de Félix Novales, un GRAPO arrepentido, en las que cuenta cómo eran aquellos días de los setenta y, bueno, empiezo a entender cosas. No quiere decir que las sepa, o que las asuma, o que esté de acuerdo con ellas, pero empiezo a comprender cosas incluso de mí mismo.

Este pasado mes de septiembre has disfrutado de una residencia de escritura en la mítica Sala Beckett de Barcelona.

¿Quieres saber qué hice? Eso es secreto de Estado (risas). Fue una invitación para ordenar mis papeles y saber cuál es el próximo proyecto teatral que me apetece escribir. En este sentido tengo intuiciones: el tema del mundo ultra en la actualidad es algo que me llama mucho la atención, no tanto desde un punto de vista político, pero sí por una cuestión casi neurológica de por qué pensamos lo que pensamos, o por qué creemos cualquier disparate; quizá es porque igual viene a confirmar algún tipo de ideas previas que ya teníamos. Son temas que me interesan, pero me pondré a trabajar en ello a partir, posiblemente, de 2022. Este año lo dedicaré a La fiebre.

Miguel del Arco, con quien hiciste una adaptación del Ricardo III, dijo una vez que él utiliza a los clásicos como pista de despegue, no de aterrizaje. Pero, ¿qué se siente al cambiarle una coma a Shakespeare?

(Risas) Pues muchísimo pánico, sobre todo al principio. Imagínate entrar en la Capilla Sixtina y que te den un pincel para que emborrones lo que quieras: lo que te apetece es salir corriendo. Pero creo que Miguel ya tenía mucha más experiencia con eso de pervertir o transformar los clásicos y me dio vía libre a jugar y a plantear los dilemas que convivían en ese Ricardo III y que tenían mucho que ver con nuestro presente. Una vez que empecé a cambiar esas comas se fue un poco el miedo y se hizo mucho más divertido ver cómo Shakespeare está dialogando casi de tú a tú con Miguel y conmigo. Ver cómo escribía algo que pasó en su momento pero que lo podría estar diciendo ahora en referencia a Pablo Iglesias o a Pablo Casado o por cualquier otro político de nuestros días.

Recuerdo ahora una frase que me impulsó a quitarme ese miedo: uno de los personajes, refiriéndose a la guerra que había enfrentado a las familias, venía a decir algo así como «no es el tiempo para volver a abrir heridas», una fórmula que usan los conservadores de este país. Pero es que esa guerra familiar tenía mucho que ver con nuestra guerra civil. O la manera que tienen de negociar los términos de paz los personajes que les daba igual trabajar para unos que para otros siempre y cuando ganasen dinero. Todo eso te hace ver que los mecanismos del poder apenas han cambiado en quinientos años. Entonces te das cuenta de que no hay que destruir lo que ha hecho Shakespeare, sino que hay que transformarlo para que la gente de hoy en día se divierta como se divertía la de entonces y sienta como cercano algo que en apariencia no lo es porque el teatro es algo que ocurre ahora; no es un museo, es algo que ocurre aquí y ahora, con este público y en este tiempo, y todo lo que hagamos como autores para que esté más próximo sin contradecir lo que es el texto original, bienvenido sea.

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