El talento está siempre bajo sospecha, que decía el gran Andrés Montes. Bajo sospecha de vagancia, de exceso de poesía y defecto de sudoración. A los que juegan sin parecer que les cuesta se les mira raro, como si esa naturalidad ocultase la desidia. A John Lauridsen, que jugaba erguido, con la cabeza levantada y parecía deslizarse sobre el campo le pasó.
No tuvo suerte con los entrenadores pero sí la tuvo con el equipo. Estuvo en el Español en el momento adecuado para escribir un poco de historia en seis temporadas, antes de marcharse al Málaga otras dos y después de llegar, anécdota rocambolesca mediante, desde el Esbjerg, dominador equipo danés de principios de los 80. Con el Español fue tercero en liga, en la temporada 86-87 y llegó a la final de la UEFA del curso siguiente.
Allí, también, sufrió dos entrenadores, Maguregui y Clemente, de esos que separan los jugadores en leñadores y bailarinas (esto lo decía Ramón Trecet) prefiriendo siempre a los primeros. Lo que pasa es que Lauridsen no era ni lo uno ni lo otro.
A Sarriá llegó, decía, un tanto de rebote cuando estaba a un ferry de firmar por el entonces triunfal Ipswich Town de Bobby Robson (curiosamente el equipo más admirado por Javier Clemente durante su formación como entrenador, al punto de trabajar unos meses con Robson como invitado) y tras haber negociado con el Sevilla. Cuenta la leyenda, que en el fútbol es tanto como verdad revelada, que una tormenta de nieve retuvo al futbolista y su representante, el belga Fernando Goywaerts que había jugado en Real Madrid y Barcelona, le hizo llegar una oferta de incorporación inmediata al Español.
Lauridsen aterriza en un equipo agriado por la abierta hostilidad entre Maguregui y Canito, la estrella retornada desde el Barcelona, el futbolista genial. Canito sale del club camino del Betis a final de esa misma temporada. Maguregui, excelso mediocampista del Athletic y hombre repleto de demonios, lo hace a la siguiente. Esta es la protohistoria, los cimientos en bruto de lo que será un equipo vasco trasplantado a Cataluña. Lauridsen comenzaría pronto a volverse importante, unido a otro pilar: el carismático portero camerunés N’Kono.
Son años de ni bien ni mal, de mitad de la tabla, de ligas apacibles donde a un entrenador yugoslavo, Pavic, que solo dura un año, le sucede la paz de espíritu de Xavier Azkargorta y su bigote de profesor bueno. Formado en la Real y debutante en el Athletic, Azkargorta parece a veces la contrafigura de Javier Clemente: como él una lesión lo retiró del juego prematuramente y como él se convirtió en entrenador casi sin dejar de ser futbolista.
A los veintinueve años, Azkargorta se sentaba en el banquillo del Español. Pero al contrario de Clemente, mercurial y volcánico, astuto e intuitivo, Azkargorta es un hombre tranquilo, con gusto por lo didáctico y el entendimiento del juego. Su Español transita las temporadas sin sobresaltos; es un buen equipo al que le falta algo: la electricidad competitiva, la creencia fanática en uno mismo que fue la especialidad de Clemente.
John Lauridsen sin duda vivió con Azkargorta mejor que con nadie. Era el centro ofensivo del equipo. Una estrella sin arrogancia qué lideró una racha de diez fechas invictos, incluida la victoria por 1-0 frente al Barcelona. Discreto y sobrio, Lauridsen era un poco el Laudrup del pobre, del contrapoder barcelonés… O mejor aún, de la Resistencia. Porque ser del Español en Barcelona es resistir. Lo que pasa es que por entonces Michael Laudrup, de quien fue compañero en aquella Dinamarca que parecía una Holanda en miniatura y que nunca dio lo que prometía, andaba penando por Italia, inadvertido de que Johan Cruyff lo iba a rescatar para convertirlo en mito.
Fino y elegante, Lauridsen era un centrocampista liviano y llegador, bajo sospecha de vago, ya digo, que cayó en desgracia en cuanto Clemente tomó posesión del cargo. El viaje de la titularidad al banquillo fue inmediato, pero a diferencia de la guerra entre Canito y Maguregui donde la grada tomó partido por el jugador, aquí el excepcional rendimiento del conjunto apagó cualquier reclamación. Tampoco, claro, Lauridsen se comportó como una vedette.
Clemente, en parte, todavía sangraba por la herida de Sarabia, que había gangrenado en un enfrentamiento, de nuevo fratricida, en la afición del Athletic y en un desafío a la presidencia del club saldado con su fulminante salida del equipo. Reconstruir su Athletic emboscado bajo la camiseta del Español se convirtió en cruzada.
Sus dos impresionante temporadas al frente del equipo fueron el mensaje de lo que en Bilbao se habían perdido y su propia reafirmación como técnico, capaz de sacar lo máximo de cuales fueren sus recursos. Y allí, Lauridsen, humilde y elegante, querido y admirado, empezó pintando poco y terminó pintando nada; seguramente sin entender del todo qué había hecho para contrariar a Clemente.
De Azkargorta, el vasco hereda un equipo cohesionado, de largo recorrido, y le inyecta la doctrina de presión, ferocidad y un punto de crudeza que le había hecho bicampeón de Liga. A la primera, como sucediese también en el Athtletic, el Español da un salto estratosférico en clasificación y ambiciones quedando terceros tras Barcelona y el campeón, Real Madrid, en un año que combinó la solidez defensiva con la brillante aportación goleadora de Pichi Alonso (17) y el francoespañol Michel Pineda (13) o el juego vivaz y vertical de Miker Soler y Valverde o el empuje incansable de Orejuela en el centro del campo.
Orejuela, abnegado y muscular, era de hecho el epítome del futbolista clementiano frente a la delicadeza del Lauridsen, sin darse cuenta el entrenador de las ventajas de combinar ambos perfiles. En cierto modo, esa obstinación de Clemente será clave en la segunda temporada en el club, legendaria y triste por igual.
Por un lado, la temporada doméstica es decepcionante, con el equipo naufragando en los puestos bajos de la tabla debido, en gran medida, al esfuerzo concentrado en la Copa de la UEFA; pero también por un Clemente que negaba sistemáticamente el ascendente de un futbolista, Lauridsen, que había sido central en la estabilidad del Español previo a su llegada.
La UEFA de la 87-88 fue el momentum de aquel Español de Clemente; su asalto a la historia con mayúsculas. El Borussia Mönchengladbach y el Milán de Sacchi en estado de formación fueron los dos rivales de inicio. Este último, antes de reunir a los tres holandeses, había salvado un ultimátum frente al Sporting de Gijón que bien pudo cambiar la evolución del fútbol: Sacchi hubiese sido cesado de perder aquella primera eliminatoria.
La UEFA era por aquel entonces una competición brutal, con los mejores equipo continentales en eliminatoria directa, países y competiciones en sus mejores momentos (el potente fútbol belga, por ejemplo), y escaso espacio para los aspirantes sorpresa. El Español, por tanto, lo tenía todo en contra. El Inter fue el siguiente en una ronda apretadísima (1-1 y 0-1), donde la fortaleza de Sarriá (se dice que Clemente embarraba el césped y acortaba las dimensiones para perturbar a los visitantes), se imponía como templo de un fútbol más honesto, más justo y más verdadero.
Tras vérselas con el TJ Vítkovice en octavos, ejemplo de la pujanza del fútbol tras el telón de acero de los 80, llegó el momento de los mitos en unas semis apoteósicas frente al Brujas. El equipo, que había sido toda la competición como una cadena de eslabones irrompibles, una malla impenetrable de solidaridad y sudor, se descompuso en Bélgica, mareados tal vez por las alturas de la competición. Algo que bien pudo ser un presagio fatalista de la final que les esperaba.
Pero antes, una llamada a la leyenda: muertos y vaciados, igualando en los 90 con goles de Orejuela y Losada, el Español se negó a caer y Pichi Alonso, cuando la prórroga le decía hola a los penaltis, mandó al equipo a la final.
Lauridsen jugó buena parte de aquel partido, como lo haría en la gloriosa ida de la final contra el Bayern Leverkusen de la que Soler y Valverde salieron internacionales. 3-0 y Sarriá vibraba en Campeón contra pronóstico. Pero Lauridsen vio la vuelta desde el banquillo; Clemente, con el equipo disolviéndose en el pánico no le permitió ayudar… El Bayer Leverkusen levantando un 3-0 imposible y Lauridsen en el banquillo.
Al contrario, Clemente había ido sentando a sus jugadores de más calidad para intentar tapar los agujeros y achicar agua. Pero esa no era la cuestión. Defender aquello solo causaba más pánico. El penalti pateado a la grada por un Losada rígido y pálido fue un resumen de todo lo anterior.
En la historia a veces también se entra perdiendo, pero sin duda es mejor hacerlo ganando. En la temporada 2006-2007 el Español volvió a jugar una final de la UEFA, esta vez contra el Sevilla, y a perderla por penaltis. El entrenador era Ernesto Valverde.
Epílogo: Lauridsen jugó su último partido con el Español como titular esa misma temporada, frente al Sabadell y marcando un gol. De recambio habitual pasó a ocasional y de ahí a residual. Clemente pareció obsesionarse con ejemplarizar a través de Lauridsen según avanzaba su segunda temporada, como si los fantasmas de años anteriores se hubiesen desatado, como si el Clemente rencoroso y bronco del futuro ya se estuviese configurando. Lauridsen pasaba por allí, era la supuesta estrella en un equipo donde solo cabía una: Clemente, el factotum.
Contra el Logroñés, en el último partido de Liga en casa y sabiendo que sería la despedida de su afición, Clemente no le sacó al campo. El Español se descompuso al año siguiente. Cuatro entrenadores sellaron la caída desde Leverkusen hasta la Segunda División.
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