Postfútbol
Desde el comienzo de los tiempos futbolísticos televisados, la moviola arbitral (entendida esta como el visionado, análisis e interpretación a posteriori de las jugadas polémicas de un encuentro), se ha convertido en un elemento más del juego. Es tan importante lo que sucede en el campo como la discusión que se genera fuera de él. De ahí que no haya partido sin moviola al igual que no hay sonido sin oído que escuche la caída del árbol en mitad del bosque.
De la moviola viven la mayoría de los medios de comunicación y, desde hace años, algunos directivos de club y aquellos jugadores que se han dejado llevar por la ola mediática. Aprovechándose de un deporte tan sentido como el fútbol, los mass media han ido provocando y avivando polémicas estériles destinadas a rellenar los huecos entre partidos, mientras creaban y alimentaban a un nuevo espectador de salón, alejado del hincha fiel que cada jornada va a ver a su equipo al estadio.
Pero si ha triunfado esta propuesta es porque ha contado con la complicidad cada vez menos silenciosa del propio mundo del fútbol: en un deporte tan aleatorio y azaroso, algunos jugadores y entrenadores han visto con buenos ojos agarrarse a argumentos deus ex machina que los eximan de responsabilidades deportivas; en un ámbito en el que la política interna cada vez está más desarrollada, muchos directivos han tendido cada vez con más frecuencia a disputar sus propios partidos en los despachos y delante de la prensa.
A diferencia de otras disciplinas deportivas de cuya naturaleza se desprende una reglamentación rígida y clara, el fútbol ha evolucionado como juego en base a una normativa flexible e interpretable, cuyos resultados dinamizadores en el campo son inversamente proporcionales al menosprecio público de su estamento arbitral. Y este es un elemento esencial para que la controversia de la moviola no se apague.
A casi nadie parece interesarle mejorar las cosas (ni siquiera a los colegiados, poco entusiasmados con, por ejemplo, ser ayudados por unos avances tecnológicos que a su vez puedan señalar en directo sus propios errores); y, si bien se proyecta una imagen oficial de aceptación del error arbitral como parte del espectáculo, este statu quo se demuestra como una frágil pantomima a la mínima ocasión. Es entonces cuando entra en acción una esquizofrénica lógica de pensamiento aplicada tanto por periodistas, como por jugadores, entrenadores y directivos de clubes: si los árbitros se equivocan a mi favor se debe a un fallo humano; si lo hacen en mi contra existe una mano negra.
Casi nadie se libra de emplear el comodín de la interpretación maniquea. Y la verdad es que esta lógica dialéctica tendría cierta belleza si se adscribiese únicamente a la inutilidad del debate bizantino de barra de bar (o en su prolongación contemporánea 2.0); pero se vuelve absurda cuando el que la formula es una persona del fútbol, y especialmente cuando lo hace desde la atalaya de los grandes clubes que históricamente han sido los más beneficiados. En esos momentos se vuelve contradictoria y especialmente ridícula.
Porque la tramposa naturaleza de esta argumentación solo necesita de un mínimo paso del tiempo para salir a la luz. Baste, por ejemplo, que amaine un poco la tormenta de un F.C. Barcelona que se clasifica para cuartos de final de la Liga de Campeones, remontada mediante, con polémica arbitral, para que el Real Madrid recupere el liderato en Liga esa misma semana con ayuda del árbitro. Y aquí paz y después gloria, o lo que es peor, a seguir defendiendo la misma postura por indefendible que se haya vuelto.
Y es que en el fútbol actual, reflejo del mundo en el que vivimos, los partidos se juegan en el césped pero se ganan fuera; y para lograrlo no importa tanto si se mete un gol como si se consigue hacer creer que se ha metido. En los tiempos de la postverdad, a lo que se juega es al postfútbol.
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