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Reflexiones en torno al miedo (y el odio) a Unidos Podemos y su influencia en el alcance del llamado cambio político

El comienzo del siglo XXI será recordado como la adolescencia de la democracia española: la coincidencia de la crisis económica y diversas causas estructurales propiciaron la quiebra del bipartidismo y pusieron de manifiesto una serie de deficiencias de las que varias formaciones supieron nutrirse. Este peculiar líquido amniótico incrustó en el ADN de Podemos algunos comportamientos que le han ayudado a crecer de un modo espectacular, pero generan una gran animadversión y solo son eficientes en un contexto determinado. El inevitable cambio de las condiciones económicas y sociales, provoca que cualquier posibilidad de transformar con éxito la política española pasará necesariamente por la capacidad de adaptación de un partido que, al mismo tiempo, solo mantendrá su base electoral si no olvida sus objetivos originales.

Sin lugar a dudas, existe algo llamado cambio político, independientemente de la actitud que cada uno tengamos con respecto al mismo. Desde luego, la expresión no significa lo mismo para todos los que la emplean: para algunos, las nuevas formaciones políticas que han ido apareciendo a lo largo de los últimos años, singularmente las que luego han ido agrupándose en Unidos Podemos, fueron un rayo de esperanza; otros emplean la expresión con sarcasmo, al considerar que el cambio es un vocablo vacío de contenido y cuya fuerza mediática es susceptible de ser empleada contra quienes pretenden encarnarlo. Entre los adeptos y quienes ven en estas corrientes un camino seguro hacia el caos, hay un sinfín de actitudes más o menos tibias. Curiosamente, unos y otros comparten algunos consensos: la eclosión de estas formaciones está relacionada con los efectos de la crisis y el descrédito de los partidos socialdemócratas y su irrupción en la vida pública española ha puesto patas arriba los equilibrios electorales.

Podemos celebrando las elecciones europeasEs lógico, por tanto, que proliferen todo tipo de análisis que, como este, aspiran a delimitar y definir el alcance del fenómeno. Sin embargo, en un contexto de fuerte polarización, los ríos de tinta que diariamente se vierten informando y opinando sobre el cambio político suelen dividirse en dos grandes afluentes: el de las adhesiones más o menos entusiastas y el de las críticas más o menos furibundas. Muchas corrientes que tratan de buscar un camino alternativo no encuentran clientela a la que dar de beber o bien quedan sepultadas por el lodazal de sucesivas crecidas mediáticas.

Este fenómeno, que afecta a todos los partidos políticos del Estado, se hace especialmente evidente en el caso de Unidos Podemos, con el que no parecen caber medias tintas y al que muchos medios siguen tratando como a un outsider (haciéndole un servicio electoral impagable a la formación morada). Esto probablemente ha relegado ciertos análisis al ámbito interno del partido, que en los últimos meses ha visto cómo las formas han sepultado el fondo de sus debates. Sucede que el electorado considera que esa es, entre otras, una de las características esenciales de la vieja política; algo de lo que Podemos debería huir, vigilando siempre (y quizá por encima de todo) la integridad de la correa de transmisión que le une a la ciudadanía.

Cualquier análisis del fenómeno Podemos debe partir de una obviedad: el seísmo de la crisis, el 15-M y la irrupción del partido ya acontecieron e incluso sus réplicas son cada vez más débiles. Esto quiere decir que Podemos ya hace tiempo que captó a sus potenciales votantes y que la reacción de sus adversarios ya le ha causado casi todo el desgaste al que era sensible en esta fase. Durante mucho tiempo, al partido liderado por Iglesias le ha bastado con denunciar obviedades, tratar de no cometer errores y esperar a que la manía persecutoria de parte de la prensa española ofreciese dividendos. Sin embargo, ¿tiene sentido para Podemos continuar con la guerra de trincheras? Probablemente no, porque en este escenario los representantes de la nueva política pagarán mucho más caro sus errores y demasiados soldados se dejarán la vida para arañar unos pocos votos. Pero, además, cabe recordar que la demografía española es la que es y en una carrera de fondo contra la ventana de oportunidad del cambio político, tiene las de ganar.

Lo cierto es que la distancia que separa a Unidos Podemos del resto de fuerzas políticas es uno de los grandes activos de la formación y, al mismo tiempo, una losa parlamentaria: no hay ningún punto de encuentro con el PP y quedan cada vez menos nexos con CS, PSOE y el conjunto de partidos nacionalistas tradicionales. Es más, entre buena parte de los votantes de todos estos partidos, Podemos despierta reservas, temor e incluso animadversión. Esta dinámica, que ha dado muchos réditos a los de Iglesias a lo largo de estos años, ha chocado finalmente con la oposición de los militantes y simpatizantes de otras formaciones, que han encontrado en el desafío al chaparrón morado un motivo de orgullo donde, probablemente, ya no había otros.

Errejon y Pablo Iglesias en el CongresoSeguir proclamando que los demás están equivocados, denunciando la persecución de los medios y dominando las redes sociales no va a reportar más beneficios. Es necesario ofrecer mensajes complejos a una opinión pública acostumbrada al eslogan, combatir los prejuicios de los otros y bucear en su visión política para localizar las coordenadas del temor y el odio al cambio. No hay nada más urgente para Podemos que librar esta batalla que, seamos serios, poco tiene que ver con los personalismos. ¿Cuántas personas odiarían hoy el cinismo de Íñigo Errejón frente a la claridad de Pablo Iglesias si sus papeles hubieran sido intercambiados? Demasiados españoles odian a Podemos, un partido con muchos talentos pero incapaz de sugerir a los votantes de los viejos partidos el burladero de la abstención; incapaz de desmovilizar a los millones que le temen porque temen a la izquierda. Si Podemos pretende ganar unas elecciones solo caben dos posibilidades y hace muy poco tiempo los militantes optaron por dar continuidad a un proyecto que, al menos mediáticamente, se distinguía por su voluntad de mantener no solo el fondo sino también la forma de su política. Ahora Podemos debe cuadrar el círculo y conseguir que un importante porcentaje del electorado español deje de odiarle sin dejar de proclamar lo que es.

Para lograrlo, puede resultar pertinente la siguiente reflexión: la España de 2017 es un país en el que el populismo más xenófobo y retrógrado encuentra una importante resistencia, y el fenómeno Unidos Podemos tiene mucho que ver en ello. No obstante, muchas personas que en nuestro país se escandalizan al ver a Trump en la Casa Blanca y temían la victoria del Frente Nacional en Francia, compran parte del argumentario más cavernario de la ultraderecha. Y esto, insisto, no es tanto causa de la crisis (que sin duda ha funcionado como catalizador), como de la quiebra absoluta del relato progresista, del relato de la izquierda, incapaz de superar el obstáculo de la traición de la socialdemocracia a sus propias ideas. Esta es, sin duda, una de las piedras más peligrosas del camino que afronta Podemos, porque sortearlo exige a la formación ser suficientemente radical como para encarnar el cambio (es decir, erigirse en una nueva izquierda) y al mismo tiempo contemporizar para no hacerse (todavía más) accesible a las acusaciones de radicalismo. Las implicaciones de esta esquizofrénica situación se hicieron patentes hace tan solo unas semanas en Vistalegre 2: para buena parte de la opinión pública, la victoria de Pablo Iglesias fue la de la intransigencia y la de Errejón habría sido el comienzo del fin, el triunfo del mismo posibilismo que acabó poco a poco con el PSOE. Parece obvio que la solución a dilemas imposibles propuestos por los adversarios del partido no pasa en modo alguno porque las diferentes facciones internas compren argumentos baratos para luego rehipotecarlos esperando obtener dividendos. En cualquier caso, mirando hacia el futuro (deshecho el nudo gordiano del congreso del partido), es el momento de no aceptar las premisas que impone el discurso imperante para reflotar la confianza en una forma alternativa de hacer política.

No es una tarea fácil, pero es la más importante. Y no será posible llevarla a cabo desde una dialéctica como la que han empleado recientemente algunos dirigentes de Podemos y que mezcla verdades como puños con excusas y olvidos sistemáticos. Podemos ya no libra sus batallas en las tertulias televisivas, pero haría bien en aprovechar las enseñanzas que extrajo de aquella época (que aconteció hace muy poco tiempo y de la que sus votantes ya hablan con nostalgia): el gran cambio fue su disposición a debatir desde una cierta normalidad que le emparentaba con el ciudadano a pie de calle; la huida de las consignas propias de la vieja política.

Imagen de la tramaEl nuevo concepto de trama con el que el partido está pretendiendo superar el de casta (que se ha vuelto incómodo ahora que Podemos ha entrado en las instituciones), es un buen ejemplo de este tipo de estrategia: es sencillo, intuitivo y contundente, y sintetiza en dos sílabas casi cuatro décadas de historia política. El problema es que al cambio político le sobra cada vez menos tiempo para resolver con la misma brillantez otro tipo de cuestiones; para construir un discurso desde el que afrontar problemas acuciantes que la izquierda no afronta con todas las consecuencias y en los que la derecha campa a sus anchas.

La exigencia de la tarea va más allá del abandono de fórmulas vacías y poco concretas, típicas de una socialdemocracia derrotada por la historia; Podemos necesita aclarar sin complejos su propia postura en todos y cada uno de los temas que incomodan a la izquierda y hacer pedagogía para explicársela a la opinión pública. Los viejos partidos de la izquierda ya han demostrado que reivindicar con la boca pequeña figuras y símbolos de tiempos pasados y mejores no da resultado. Solo da argumentos a la derecha. Quizá deba ser el autoproclamado protagonista del cambio el que reinterprete la izquierda desde el siglo XXI para así no tener que seguir dejando sus ideas fuera del discurso público.

Ciertamente, exigir esto a Podemos supone imponerle una tremenda obligación; una que ningún partido de la izquierda, viejo o nuevo, español o extranjero, ha conseguido superar: la responsabilidad de crear un nuevo camino para las viejas ideas que unos echan de menos y otros temen. Lo que ocurre es que quizá Podemos, y creo que muchos miembros del partido comparten esta sensación, debe tener un papel protagonista en la puesta en marcha (o el fracaso) de la nueva izquierda del presente.

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