«Sexo, mentiras y cintas de vídeo» y la creación de un cine sensual sin erotismo
En materia de óperas primas no hay nada escrito. Muchos grandes directores fueron laureados por sus primeros trabajos y otros se convirtieron en blanco de críticas y abucheos. Pocos, sin embargo, fueron merecedores de la Palma de Oro del Festival de Cannes en su primer intento. Este es el caso de Steven Soderbergh con Sexo, mentiras y cintas de vídeo (1989), cinta que narra lo que sería una típica historia de enredos amorosos sino fuera porque está casi carente de esto último. Es más bien una narración sobre la relación amor-odio que comparten lo sensual y lo romántico, y el papel inevitable de lo humano en sus mentiras.
Para un país como Estados Unidos hablar del sexo es tabú, por eso resulta inimaginable el resultado que pudo tener un filme en el que se hablaba precisamente de ello sin la más mínima vergüenza. En cierta manera, la obra parece una sucesora en la madurez de los personajes de Reality Bites (1994) de Ben Stiller, a pesar de que esta es cinco años anterior. Sin embargo, son adultos comportándose como adolescentes.
Pero si hubiera que destacar algo en la forma en que Soderbergh escribe y dirige (si bien trata de darle una cierta aura misteriosa y/o sensual al asunto principal), es que en ningún momento parece orientarse hacia el erotismo. Es una película con pocos desnudos (completos) en pantalla, pero en la que sabemos que estos son casi constantes, y de hecho es algo que se trata específicamente: vemos al personaje de un jovencísimo James Spader de vientre para arriba en carnes e intuimos que no lleva puesto nada más; cuando el personaje de Peter Gallagher espera desnudo a la hermana de su mujer, la cantidad de desnudo que vemos de él es exclusivamente la justa; y en la escena en la que Laura San Giacomo se quita la falda se dice ex profeso que no lleva ropa interior, pero esto es un rasgo descriptivo y solo vemos un primer plano de ella en las cintas de vídeo. De hecho, es casi remarcable que seamos más conscientes de los desnudos masculinos que los femeninos; sobre todo cuando la tendencia social en el cine americano es la contraria (siendo más corriente que los hombres desnudos sean un elemento cómico y los femeninos, erótico).
Soderbergh pudo perfectamente usar como excusa el puritanismo americano (a pesar de que ya se encontraban en la taquilla títulos como Risky Business de 1983), aunque la película puede resultar más crítica contra este sistema que cualquier otra. Lo que sí es remarcable es que ninguno de los elementos sexuales tratados parece o es intuido como gratuito. Todo lo contrario. La relación de los personajes con lo sexual es tan personal (Ann – Andy MacDowell – no se siente especialmente atraída hacia la idea del sexo y Graham – James Spader – se declara impotente cuando está con otra persona delante) que el mero hecho de su existencia en la cinta se nos hace inusitada y queremos saber cómo se desarrollan los personajes en este aspecto. En otras palabras, el público demanda la existencia del sexo en la vida de estos personajes de la misma manera en la que exigiría que el equipo de fútbol protagonista de la película gane el partido final. Es un tratamiento no aséptico, pero sí casi exclusivamente narrativo. Además, la forma en la que el director-escritor lo cuenta con las entrevistas de las cintas de vídeo es maravillosa, dándole un giro cuanto menos curioso a la historia. El sexo parece algo que les ocurre a otras personas y, lo que es más importante, parece algo personal. Graham explica en la película que suele preguntar a distintas mujeres sobre su experiencia sexual y cada una lo experimenta de una forma completamente exclusiva.
Así, Sexo, mentiras y cintas de vídeo se convierte en una ópera prima más que digna, al menos como narración de origen para el director de Erin Brokovich (2000) y Ocean’s Eleven (2001). Es un ensayo sobre la sexualidad que no se centra en lo perturbante de las historias de sus personajes, sino en cómo les afectan sus peculiaridades.
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